«No tengo suerte -pensó-. Nunca la he tenido.»
De prono Susan tuvo miedo, y con un gemido ahuyentó la visión de su madre medio devorada también. Sacudió la cabeza con fuerza y respiró hondo. Súbitamente avergonzada por su desnudez, se irguió y escrutó el horizonte desierto, temerosa de que hubiese alguien allá, a lo lejos, observándola a través de prismáticos de gran aumento. Se dijo que eso era absurdo, que el sol, el cansancio y el desenlace de la batalla habían conspirado para alterarla. Aun así, se agachó sobre cubierta para recoger el mono que había lanzado a un rincón de una patada y se lo llevó al pecho, mientras paseaba la mirada por la inmensidad del mar. «Siempre hay tiburones -pensó- ahí fuera, donde no puedes verlos, y se sienten inevitablemente atraídos por las señales de lucha desesperada. Perciben cuándo un pez está herido y exhausto, sin fuerzas para eludirlos o combatirlos. Es entonces cuando emergen de las oscuras profundidades y atacan. Cuando están seguros del éxito.»
La cabeza le daba vueltas a causa del calor. Notó que el sol le quemaba la piel de los hombros, así que se vistió a toda prisa con el mono y se lo abrochó hasta el cuello. Guardó rápidamente su equipo y luego puso rumbo hacia casa, aliviada al oír que el motor cobraba vida a su espalda.
Hacía menos de una semana que había enviado su acertijo especial para que lo publicaran en la parte inferior de su columna semanal en la revista. No esperaba recibir noticias de su destinatario anónimo tan pronto. Había pensado que respondería al cabo de unas dos semanas. O quizá de un mes. O tal vez nunca.
Pero se equivocaba respecto a eso.
En un principio no vio el sobre.
En cambio, cuando llegó andando al camino de acceso a su casa, la invadió una sensación de tranquilidad que la hizo pararse en seco. Supuso que la calma era una consecuencia de la luz crepuscular que empezaba a desvanecerse en el patio, y acto seguido se preguntó si algo no marchaba bien. Negó con la cabeza y se dijo que seguía alterada por el ataque del tiburón contra su pez.
Para asegurarse, dejó que sus ojos recorriesen el sendero que conducía al edificio de una planta, de bloques de hormigón ligero. Era una casa típica de los Cayos, no muy agradable a la vista, sin nada de especial salvo sus ocupantes. Carecía de todo encanto o estilo; estaba construida con los materiales más funcionales y un diseño anodino, de molde para galletas; un inmueble cuyo objetivo era servir de vivienda a personas de aspiraciones limitadas y recursos modestos. Unas pocas palmeras desaliñadas se balanceaban en un lado del patio, que el fuego había dejado recubierto de tierra, aunque había algunas zonas de hierba y maleza pertinaces, y que nunca, ni siquiera cuando ella era niña, había sido un lugar que invitase a jugar. Su coche estaba donde lo había dejado, en la pequeña sombra circular que ofrecían las palmeras. La casa, otrora rosa, un color entusiasta, había adquirido, por el efecto blanqueador del sol, un tono coralino apagado y descorazonador. Oyó el aparato de aire acondicionado bregar con fuerza para combatir el calor, y dedujo que el técnico había venido por fin a arreglarlo. «Al menos ya no será el maldito calor el que mate a mamá», pensó.
Repitió para sus adentros que no ocurría nada fuera de lo normal, que todo estaba en su sitio, que ese día no se diferenciaba en nada de los mil días que lo precedían, y continuó caminando, no muy convencida de esto. En aquel falso momento de alivio, reparó en el sobre apoyado en la puerta principal.
Susan se detuvo, como si hubiera visto una serpiente, y se estremeció con una oleada de miedo.
Inspiró profundamente.
– Maldición -dijo.
Se acercó a la carta con cautela, como si temiese que explotara o encerrase el germen de una enfermedad peligrosa. A continuación, se agachó despacio y la recogió. Rasgó el sobre y extrajo rápidamente la única hoja de papel que contenía.
Muy astuta, Mata Hari, pero no lo suficiente. Tuve que pensar bastante para descifrar lo de «Rock Tom». Probé una serie de cosas, como ya se imaginará. Pero luego, bueno, uno nunca sabe de dónde le viene la inspiración, ¿verdad? Se me ocurrió que tal vez se refiriese usted al cuarteto británico de rock entre cuyos éxitos de hace tantas décadas estaba la «ópera» Tommy. Así pues, si hablaba de The Who, y who significa quién en inglés, ¿qué decía el resto del mensaje? Bueno, «setenta y uno» podría ser un año. ¿ «Segunda Cancha Cinco»? Eso no me costó mucho ponerlo en claro cuando vi el nombre de la pista número cinco de la segunda cara del disco que sacaron en 1971. Y, oh, sorpresa, ¿con qué me encontré? Who Are You?, es decir «¿quién eres?».
No sé si estoy del todo preparado para responder a esa pregunta. Tarde o temprano lo haré, por supuesto, pero por ahora añadiré una sola frase a nuestra correspondencia: 61620129720 Previo Virginia con cereal-r.
Seguro que esto no le resultará muy difícil a una chica lista como usted. Alicia habría sido un buen nombre para una reina de los acertijos, especialmente si es roja.
Al igual que el mensaje anterior, éste no llevaba firma.
Susan forcejeó con la cerradura de la puerta principal mientras profería un grito agudo:
– ¡Mamá!
Diana Clayton estaba en la cocina, removiendo una ración de consomé de pollo en una cacerola. Oyó la voz de su hija pero no percibió su tono de urgencia, de modo que contestó con naturalidad:
– Estoy aquí, cielo.
Le respondió un segundo grito procedente de la puerta:
– ¡Mamá!
– Aquí dentro -dijo más alto, con una ligera exasperación.
Levantar la voz no le dolía, pero le exigía un esfuerzo que no estaba en condiciones de hacer. Dosificaba sus fuerzas y la contrariaba todo gasto inútil de energía, por pequeño que fuera, pues necesitaba todos sus recursos para los momentos en que el dolor la visitaba de verdad. Había conseguido llegar a algunos acuerdos con su enfermedad, en una suerte de negociación interna, pero le parecía que el cáncer se comportaba constantemente como un auténtico sinvergüenza; siempre intentaba hacer trampas y llevarse más de lo que ella estaba dispuesta a cederle. Tomó un sorbo de sopa mientras su hija atravesaba con zancadas sonoras la estrecha casa en dirección a la cocina. Diana escuchó las pisadas de Susan e interpretó con bastante certeza el estado de ánimo de su hija por el modo en que sonaban, así que, cuando la vio entrar en la habitación, ya tenía la pregunta preparada:
– Susan, querida, ¿qué ocurre? Pareces disgustada. ¿No ha ido bien la pesca?
– No -respondió su hija-. Es decir sí, no es ése el problema. Oye, mamá, ¿has visto u oído algo fuera de lo normal hoy? ¿Ha venido alguien?
– Sólo el hombre del aire acondicionado, gracias a Dios. Le he extendido un cheque. Espero que no se lo rechacen.
– ¿Nadie más? ¿No has oído nada?
– No, pero me he echado una siesta esta tarde. ¿Qué sucede, cielo?
Susan titubeó, insegura respecto a si debía decir algo. Ante esta vacilación, su madre habló con dureza.
– Algo te molesta. No me trates como a una niña. Tal vez esté enferma, pero no soy una inválida. ¿Qué pasa?
Susan vaciló durante un segundo más antes de responder.
– Han traído otra carta hoy, como la de la otra semana, que metieron en el buzón. No tiene firma, ni remitente. La han dejado frente a la puerta principal. Eso es lo que me tiene disgustada.
– ¿Otra?
– Sí. Incluí una respuesta a la primera en mi columna de siempre, pero no imaginé que la persona la descifraría tan rápidamente.