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– Deberíamos llamar a tu hermano -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque tiene muchos contactos en la policía. Quizás algún conocido suyo pueda analizar esta carta, sacar las huellas, realizar pruebas, decirnos algo sobre ella.

– Me imagino que el que la ha enviado seguramente ya habrá pensado en todo eso. De todos modos, no ha infringido ninguna ley. Al menos de momento. Creo que conviene esperar a que yo descifre el resto del mensaje. No debería tardar mucho.

– Bueno -murmuró Diana-, de una cosa podemos estar seguras.

– ¿De qué? -preguntó la hija.

La madre la miró, como si Susan fuese incapaz de ver algo que tenía delante de las narices.

– Bueno, dejó la primera carta en el buzón. Y ésta ¿dónde la has encontrado?

– Frente a la puerta principal.

– Pues eso nos dice que se está acercando, ¿no?

6 Nueva Washington

El cielo del oeste tenía un brillo metálico y parecía de acero bruñido, una gran extensión de claridad, fría e implacable.

– Se acostumbrará -comentó Robert Martin como sin darle mucha importancia-. A veces, aquí, en esta época del año, a uno le da la impresión de que le enfocan la cara con un reflector. Nos pasamos mucho rato mirando al horizonte con los ojos entornados.

Jeffrey Clayton no contestó directamente. En cambio, mientras circulaban por una calle ancha, se volvió y paseó la vista por los edificios de oficinas modernos que se sucedían a lo largo de la carretera, a cierta distancia. Todos eran diferentes, y a la vez iguales: amplios patios ajardinados y cubiertos de verde con arboledas aquí y allá; lagunas artificiales de un azul vibrante y estanques reflectantes al pie de formas arquitectónicas grises y sólidas que decían más sobre el dinero que habían costado que sobre creatividad en el diseño, una unión entre la funcionalidad y el arte en que no hay lugar a dudas sobre el elemento predominante. Su mirada no dejaba de vagar, y Clayton se percató de que todo era nuevo. Todo estaba esculpido, espaciado y ordenado. Todo estaba limpio. Reconoció los logotipos de una multinacional tras otra. Telecomunicaciones, entretenimiento, industria. Las empresas que figuraban en el Fortune 500 desfilaban ante sus ojos. «Todo el dinero que se hace en este país -pensó- está representado aquí.»

– ¿Cómo se llama esta calle? -preguntó.

– Freedom Boulevard -respondió el agente Martin.

Jeffrey esbozó una sonrisa, convencido de que el nombre encerraba cierta ironía. El tráfico era fluido, y avanzaban a un ritmo moderado pero constante. Clayton continuó asimilando el paisaje que lo rodeaba, y la novedad de todo ello le pareció algo vacía.

– ¿No era esto un páramo antes? -se preguntó en voz alta.

– Sí -contestó Martin-. No había prácticamente nada salvo matorrales, algún que otro arroyo y plantas rodadoras. Montones de tierra y arena, y mucho viento hace una década. Represaron algún río, desviaron algún curso de agua, quizá se saltaron algunas leyes sobre el medio ambiente, y este lugar floreció. La tecnología es cara, pero, como ya se imaginará, eso no representó un gran obstáculo.

A Jeffrey la idea de reemplazar un tipo de naturaleza por otro le pareció interesante; crear una visión idealizada, empresarial, de cómo debería ser el mundo, e imponerla en el mundo desordenado, sucio y de mala calidad que nos ofrece la realidad. Un territorio dentro de otro. No era irreal, pero en modo alguno era auténtico, tampoco. No estaba seguro de si esto lo incomodaba o más bien lo inquietaba.

– Si se cortara el suministro de agua, supongo que dentro de unos diez años este lugar sería una ciudad fantasma -dijo Martin-. Pero nadie va a cortar el suministro de agua.

»¿ Quién vivía aquí? Me refiero a antes…

– ¿Aquí, en Nueva Washington? Aquí no había nada. O casi nada. Unos cientos de kilómetros cuadrados de casi nada. Serpientes de cascabel, monstruos de Gila y auras. En tiempos inmemoriales, una parte del territorio pertenecía al Gobierno federal, otra parte era una vieja reserva india que fue anexionada, y la otra parte se la arrebataron a sus propietarios en virtud del derecho de expropiación. Algunos ganaderos adinerados se lo tomaron un poco mal. Lo mismo ocurrió en el resto del estado. La gente que vivía en las zonas recalificadas para su urbanización recibió su indemnización y se marchó antes de que llegaran las excavadoras. Fue como las otras épocas de la historia en que este país se ha expandido; algunos se enriquecieron, otros fueron desplazados, y algunos se vieron abocados a la misma pobreza en que vivían, pero en otro sitio. No fue distinto de lo sucedido en la década de 1870, por ejemplo. Tal vez la única diferencia es que ésta fue una expansión hacia dentro, no hacia tierras inexploradas del exterior, sino hacia un territorio que no le importaba mucho a nadie. Ahora les importa a muchos, pues han visto lo que somos capaces de hacer. Y lo que vamos a hacer. Es una región muy amplia. Todavía queda mucho terreno desocupado, sobre todo hacia el norte, cerca de la cordillera de Bitterroot. Hay lugar para llevar a cabo otra expansión.

– ¿Hace falta otra expansión? -preguntó Jeffrey.

El inspector se encogió de hombros.

– Todo territorio intenta crecer, sobre todo si su principal meta es la seguridad. Siempre hará falta una nueva expansión. Y siempre habrá más gente que quiera participar de la auténtica visión americana.

Clayton se quedó callado de nuevo y dejó que Martin se concentrara en la conducción.

No habían hablado del motivo de su presencia en el estado número cincuenta y uno; ni por un momento durante el largo vuelo hacia el oeste, sobre la parte central del país, ni al sobrevolar la gran espina dorsal de las montañas Rocosas, para finalmente descender sobre lo que había sido la aislada zona septentrional del estado de Nevada.

Mientras avanzaban en el coche, a Jeffrey lo asaltó un recuerdo repentino y desagradable.

La ordenada procesión de edificios se disipó ante sus ojos y cedió el paso a un mundo duro de hormigón, un lugar que había conocido los excesos de la riqueza y el éxito pero que, como tantas otras cosas en la última década, había caído en un estado de decaimiento, abandono y deterioro: Galveston, Tejas, menos de seis años atrás. Clayton recordaba un almacén. Alguien había abierto por la fuerza la puerta, que batía con un ruido metálico movida por un viento incesante, frío y penetrante procedente de las aguas color barro del golfo. Todas las ventanas de la planta baja presentaban un contorno irregular de cristales rotos; había llovido temprano por la mañana, y los reflejos de la luz mortecina proyectaban grotescas serpientes de sombra sobre las paredes.

«¿Por qué no esperaste?», se preguntó de repente. Era una pregunta habitual que acompañaba este recuerdo concreto cada vez que se colaba en su conciencia cuando estaba despierto o, como sucedía con frecuencia, en sus sueños.

No había necesidad de precipitarse. Se recordó que, si hubiera esperado, habrían llegado refuerzos, tarde o temprano. Una unidad de Operaciones Especiales con gafas de visión nocturna, armamento pesado, coraza de cuerpo entero y disciplina militar. Había bastantes agentes para rodear el almacén. Gas lacrimógeno y megáfonos. Un helicóptero sobre sus cabezas, con un reflector. No era necesario que él entrase con esos agentes antes de que llegaran los refuerzos.

«Pero ellos querían entrar», respondió a su propia pregunta. Estaban impacientes. La caza había sido larga y frustrante, intuían que estaba tocando a su fin, y él era el único que sabía lo peligrosa que podía llegar a ser la presa, acorralada en su guarida.

Hay un cuento para niños, de Rudyard Kipling, sobre una mangosta que sigue a una cobra al interior de su agujero. Es una historia con moraleja: libra tus batallas en tu propio terreno, no en el del enemigo. Si puedes. «El problema -pensó- es cuando no se puede.»