Ya lo sabía entonces, pero aquella noche no había dicho nada, pese a que la ayuda venía en camino. Se preguntó por qué, aunque conocía la verdadera razón. Había estudiado muchos casos de asesinos y sus asesinatos, pero nunca había presenciado el momento de poder luminiscente en que tenían a alguien en su poder y estaban concentrados en la tarea de crear una muerte. Era algo que había deseado ver y experimentar en primera persona: estar presente en el instante glorioso en que la razón y la locura del asesino se conjugan en un acto de salvajismo y depravación extraordinarios.
Había visto demasiadas fotos. Había grabado cientos de testimonios de testigos oculares. Había visitado docenas de escenas del crimen. Sin embargo, había asimilado toda esa información a posteriori, paso a paso. Nunca había presenciado el momento justo en que ocurría, no había visto por sí mismo aquella demencia y aquella magia actuando juntas. Y ese impulso -no se atrevía a llamarlo curiosidad, pues sabía que se trataba de algo significativamente más profundo y poderoso que ardía en su interior- lo llevó a mantener la boca cerrada cuando los dos agentes municipales desenfundaron sus armas y entraron sigilosamente por la puerta del almacén, muy pocos metros por delante de él. Primero avanzaron con cautela, y luego a un paso más rápido, dejando de lado la prudencia, cuando oyeron el primer grito agudo de terror que desgarró la oscuridad lúgubre que reinaba en el interior.
Fue una equivocación, un capricho, un error de cálculo.
«Deberíamos haber esperado -pensó-, al margen de lo que le estuviera pasando a esa persona. Y no deberíamos haber hecho tanto ruido al irrumpir en los dominios de ese hombre, al penetrar en esa madriguera que él llamaba su hogar, donde estaba familiarizado con cada recoveco, cada sombra y cada tabla del suelo.»
«Nunca más», insistió.
Respiró hondo. El resultado de esa noche era un recuerdo de luz estroboscópica que le palpitaba en el pecho: un agente muerto, otro cegado, una prostituta de diecisiete años viva, pero por poco, y sin lugar a dudas con la vida destrozada para siempre. Él mismo resultó herido, pero no lisiado, al menos en un sentido ostensible y evidente.
El asesino acabó detenido, escupiendo y riéndose, no demasiado enfadado por el fin de su carnicería. Más bien era como si le hubiesen ocasionado algunas molestias, sobre todo dada la satisfacción única que le había proporcionado lo sucedido en el interior del almacén. Era un hombre de baja estatura, albino, de cabello blanco, ojos rojos y rostro macilento, como el de un hurón. Era joven, casi de la misma edad que Clayton, con el cuerpo delgado pero musculoso, y un enorme tatuaje rojo y verde de un águila extendido sobre su pecho blanco lechoso. La matanza de aquella noche le había causado un gran placer.
Jeffrey ahuyentó de su mente la imagen del asesino, negándose a evocar la voz monótona con que éste había hablado cuando se lo llevaban entre las luces parpadeantes de los vehículos policiales reunidos.
– ¡Me acordaré de ti! -había gritado, mientras transportaban a Jeffrey en una camilla hacia una ambulancia.
«Ya no está -pensó Clayton ahora-. Se encuentra en Tejas, en el corredor de la muerte. No vuelvas a ir allí -se dijo-. Jamás entres en un almacén como ése. Nunca más.»
Le echó un vistazo breve y furtivo al agente Martin. «¿Sabrá por qué opté por el anonimato -se preguntó-, por qué ya no hago precisamente lo que él me ha pedido que haga?»
– Ahí está -dijo Martin de pronto-. Hogar, dulce hogar. O al menos mi lugar de trabajo.
Lo que Jeffrey vio fue un edificio grande, de índole inconfundiblemente oficial. Un poco más funcional, de diseño menos elaborado que las oficinas frente a las que habían pasado. Su aspecto era algo menos fastuoso; en absoluto mísero, sino simplemente más austero, como el de un hermano mayor en medio de un patio lleno de niños más pequeños. Se trataba de una construcción sólida, imponente, de hormigón gris, con las esquinas afiladas de un cubo y una uniformidad que llevó a Clayton a sospechar que las personas que trabajaban allí eran tan rígidas y anodinas como el edificio en sí.
Martin entró con un viraje brusco en un aparcamiento que estaba a un lado de las oficinas y redujo la velocidad.
– Eh, Clayton -dijo rápidamente-, ¿ve a ese hombre ahí delante?
Jeffrey avistó a un hombre vestido con un modesto traje azul que llevaba un maletín de piel e iba caminando solo entre las filas de coches último modelo.
– Obsérvelo un rato y aprenderá algo -agregó el agente.
Jeffrey miró al hombre, que se detuvo junto a una ranchera pequeña. Vio que se quitaba la chaqueta del traje y la echaba al asiento trasero junto con el maletín. Dedicó unos momentos a remangarse la camisa blanca de cuello abotonado y a aflojarse la corbata antes de sentarse al volante. El vehículo salió de la plaza de aparcamiento marcha atrás y se alejó. Martin ocupó a toda prisa el hueco que acababa de quedar libre.
– ¿Qué ha visto? -preguntó el inspector.
– He visto a un hombre que tenía una cita. O que tal vez se dirigía a su casa, por estar incubando una gripe. Eso es todo.
Martin sonrió.
– Tiene que aprender a abrir los ojos, profesor. Le creía más observador. ¿Cómo ha entrado en su coche?
– Ha caminado hasta él y se ha subido. Nada del otro mundo.
– ¿Le ha visto abrir el seguro de la puerta?
Jeffrey negó con la cabeza.
– No. Debe de tener uno de esos cierres centralizados con mando a distancia. Como prácticamente todo el mundo…
– No lo ha visto apuntar al vehículo con una luz infrarroja, ¿verdad?
– No.
– Es un detalle difícil de pasar por alto, ¿no? ¿Sabe por qué?
– No.
– Porque las puertas no tenían el seguro puesto. En eso reside justamente el sentido de todo esto, profesor. Las puertas no tenían el seguro puesto, porque no hacía falta. Porque si había dejado algo dentro, no corría el menor peligro, pues nadie vendría a este aparcamiento a robárselo. Ningún adolescente con una pistola y una adicción iba a salir de detrás de otro coche para exigirle su cartera. ¿Y sabe qué? No hay cámaras de videovigilancia. No hay guardias de seguridad que patrullen la zona. No hay perros dóberman ni detectores de movimiento electrónicos ni sensores de calor. Este lugar es seguro porque es seguro. Es seguro porque a nadie se le ocurriría siquiera llevarse algo que no le pertenece. Es seguro por el sitio en el que estamos. -El inspector apagó el motor-. Y mi intención es que siga siendo seguro.
En el vestíbulo del edificio había una placa grande con estas palabras:
BIENVENIDOS A NUEVA WASHINGTON LAS NORMAS LOCALES DEBEN CUMPLIRSE EN TODO MOMENTO TODA IRREGULARIDAD EN EL PASAPORTE ESTÁ PENADA CON LA CÁRCEL PROHIBIDO FUMAR LES DESEAMOS UN BUEN DÍA
Jeffrey se volvió hacia el agente Martin.
– ¿Normas locales?
– Hay una lista considerablemente larga. Le facilitaré una copia. Refleja bastante bien nuestra razón de ser.
– ¿Y lo de las irregularidades en el pasaporte? ¿A qué se refieren con eso?
Martin sonrió.
– Ahora mismo está usted infringiendo las normas relativas al pasaporte. Aquí eso forma parte del paquete. El acceso al estado en ciernes está controlado, tal como lo estaría en cualquier otro país o terreno privado. Necesita permiso para estar aquí. A fin de conseguirlo, debe acudir al Control de Pasaportes. Pero no hay problema. Es usted mi invitado. Y en cuanto le concedan el permiso, podrá viajar libremente por todo el estado.
Jeffrey se fijó en un letrero que indicaba el camino a la oficina de Inmigración y dirigió la vista a una sala espaciosa situada al final de un pasillo, repleta de mesas, ante cada una de las cuales había un oficinista sentado, trabajando diligentemente frente a una pantalla de ordenador. Se quedó mirando trabajar a la gente por unos instantes y luego tuvo que echar a andar a toda prisa para alcanzar a Martin, que avanzaba a paso ligero por un pasillo contiguo, siguiendo una indicación que rezaba: SERVICIOS DE SEGURIDAD. Un tercer letrero señalaba la dirección de la guardería. Sus pasos sonaban como bofetadas contra el pulido suelo de terrazo y resonaban entre las paredes.