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Poco después, entraron en otra sala grande, no tanto como la de Inmigración, pero aun así de tamaño considerable. Un resplandor blanco y limpio inundaba la estancia, y la luz de los fluorescentes del techo se fundía con el omnipresente verde de las pantallas de ordenador. No había ventanas, y el rumor del aire acondicionado se mezclaba con las voces mitigadas por las mamparas de vidrio y el aislamiento acústico. Clayton pensó que así era como se imaginaba las oficinas de una empresa, no de una comisaría, por muy moderna que fuera. La atmósfera no estaba contaminada por la suciedad del crimen. No había rabia o ira latentes, ni una locura oculta, ni furia ni contención. No había sillas rotas ni mesas rayadas por detenidos desquiciados al forcejear con las esposas que les sujetaban las muñecas. No se oían ruidos estridentes ni obscenidades; sólo el murmullo prolongado de la eficiencia y la síncopa del trabajo incesante.

Martin se detuvo frente a una mesa, y una joven vestida con una elegante blusa blanca y pantalones oscuros lo saludó. Un jarrón pequeño con una sola flor amarilla descansaba sobre una esquina del escritorio.

– Por fin ha vuelto, inspector. Se le echaba de menos por aquí. El agente Martin se rio.

– Seguro que sí-respondió-. ¿Puede llamar al jefe para que sepa que estoy aquí?

– Veo que le acompaña el famoso profesor.

La secretaria alzó la vista hacia Jeffrey.

– Tengo algo de papeleo para usted, profesor. Primero, un pasaporte y una identificación temporales. Luego, algunos documentos que debe leer y firmar cuando lo considere oportuno. -Le alargó una carpeta-. Bienvenido a Nueva Washington -dijo-. Estamos seguros de que será usted de gran ayuda para… -Se volvió hacia el agente Martin y añadió, con una sonrisa tímida-. Con el problema que el inspector no consigue resolver solo y que no comenta con nadie.

Jeffrey miró la carpeta de documentos.

– Bueno -empezó a replicar-, el agente Martin es más optimista que yo, pero eso es porque yo sé más sobre…

El corpulento inspector lo interrumpió.

– Nos esperan dentro. Vamos.

Asió a Clayton del brazo para apartarlo del escritorio de la secretaria y atravesar con él la puerta de un despacho. En ese momento lo atrajo hacia sí y le espetó, en susurros:

– Nadie, ¿lo entiende? ¡Nadie lo sabe! ¡Mantenga la boca cerrada!

En el interior del despacho había dos hombres sentados ante un escritorio de palisandro pulido. Dos sillones de cuero estaban dispuestos delante del escritorio. En contraste con el aspecto pulcro y utilitario de la sala principal que habían atravesado, ese despacho tenía un regusto más antiguo y definitivamente más lujoso. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de roble repletas de textos legales, y en el suelo había una alfombra oriental. Un sofá verde de piel gruesa estaba arrimado contra una pared, entre un asta con la bandera de Estados Unidos y otra con la enseña del futuro estado cincuenta y uno. Colgadas en una pared había numerosas fotografías enmarcadas que Clayton no tuvo tiempo de examinar con atención, aunque sí reconoció un retrato del presidente de Estados Unidos, elemento que, según creía, era obligatorio en todas las oficinas gubernamentales.

Un hombre alto y delgado como un junco con la cabeza calva estaba sentado justo en el centro del escritorio. A su lado había un hombre mayor, más bajo y de constitución más robusta, con la mandíbula cuadrada y el rostro torcido como el de un boxeador retirado. El calvo les indicó por señas a Jeffrey y al agente Martin que se sentaran en los sillones. A la derecha del profesor, se abrió otra puerta, y entró un tercer hombre. Parecía más joven que Jeffrey y llevaba un traje caro azul, de rayas finas. Se sentó en el sofá.

– Sigan con lo suyo -dijo simplemente.

El calvo se inclinó hacia delante con un movimiento suave, de depredador, como un águila pescadora posada en la rama desnuda de un árbol, observando a los roedores corretear por la hierba.

– Profesor, soy el superior del agente Martin en el Servicio de Seguridad. El hombre a mi derecha también es un experto en seguridad. El caballero del sofá es representante de la oficina del gobernador del Territorio.

Algunas cabezas asintieron, pero ninguna mano se tendió para saludar.

El hombre bajo y fornido situado a un costado del escritorio dijo, sin rodeos:

– Quiero repetir, para que quede constancia, que no apruebo la decisión de convocar aquí al profesor. Me opongo a implicarlo en este caso bajo ningún concepto.

– Ya hemos tratado ese tema -repuso el calvo-. Tomamos nota de su objeción. Sus opiniones constarán en los informes del cierre del caso y en los documentos del sumario.

El hombre mostró su conformidad con un resoplido.

– Con mucho gusto me iré -dijo Jeffrey-, ahora mismo, si así lo desean. Si ni siquiera deseo estar aquí.

El calvo hizo caso omiso de sus palabras.

– El agente Martin le habrá puesto en antecedentes, supongo.

– ¿Tienen ustedes nombre? -preguntó Jeffrey-. ¿Con quién estoy hablando?

– Los nombres son irrelevantes -aseguró el hombre joven, removiéndose en su asiento, haciendo crujir el cuero del sofá-. Toda la información sobre esta reunión está estrictamente controlada. De hecho, hay órdenes de que su presencia aquí se mantenga en el más estricto secreto.

– Quizás a mí los nombres me parezcan relevantes -dijo Jeffrey con terquedad. Le echó una ojeada rápida al agente Martin, pero el corpulento inspector se había hundido en el sillón, ocultando su expresión. El calvo sonrió.

– Muy bien, profesor. Ya que insiste, le diré que yo me llamo Tinkers, él es Evers y el hombre del sofá, allí, se llama Chance.

– Muy gracioso. Así que esto va de jugadores de béisbol -comentó Jeffrey -. Pues yo soy Babe Ruth. O Ty Cobb.

– ¿Le gustan más Smith, Jones y esto… Gardner?

Jeffrey no contestó.

– ¿Tal vez -prosiguió el calvo- podríamos llamarnos Manson, Starkweather y Bundy? Casi suena como el nombre de un bufete de abogados, ¿verdad? Y son apellidos más relacionados con su especialidad profesional, ¿no?

Jeffrey se encogió de hombros.

– De acuerdo, señor Manson. Lo que usted diga.

El calvo hizo un gesto de asentimiento y sonrió de oreja a oreja.

– Bien, llámeme Manson, pues. Ahora, permítame que intente hacer más fácil esta conversación, profesor. O como mínimo, menos tensa. Le expondré los parámetros financieros de su visita, que sin duda serán de su interés.

– Continúe.

– Sí. Bien, si su investigación aporta información que más tarde pueda utilizarse como prueba para llevar a cabo una detención, le pagaremos un cuarto de millón de dólares. Si consigue identificar y localizar a nuestro objetivo, así como colaborar en la aprehensión de dicho individuo, nosotros le pagaremos un millón de dólares. Ambas sumas, o cualquier suma intermedia que consideremos justificada por el alcance de su contribución a solucionar nuestro problema, se le entregarán libres de impuestos y en efectivo. A cambio, usted debe prometer que se abstendrá de dejar constancia alguna, ya sea por medios físicos o electrónicos, de toda información que reúna, toda impresión que se forme, todo recuerdo de su visita; y que no comentará ni dará a conocer en modo alguno su estancia aquí o el propósito de la misma. No concederá entrevistas a periódicos, ni firmará contratos con editoriales. No redactará artículos académicos, ni siquiera para el circuito limitado de las agencias encargadas del cumplimiento de la ley. En otras palabras: los sucesos que le han traído aquí, y aquellos que se produzcan en adelante, no existirán oficialmente. Se le recompensará con creces por guardar esta confidencialidad.