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1 El Profesor de la Muerte

Se acercaba el final de su decimotercera hora de clase y no estaba seguro de que alguien lo estuviera escuchando. Se volvió hacia la pared donde antes había una ventana que habían entablado y después tapiado. Se preguntó por un momento si el cielo estaría despejado, luego supuso que no. Se imaginaba un mundo extenso, gris y encapotado al otro lado de los bloques de hormigón con que estaban construidas las paredes de la sala de conferencias. Miró de nuevo a la concurrencia.

– ¿Nunca se han preguntado a qué sabe en realidad la carne humana? -preguntó de pronto.

Jeffrey Clayton, un joven vestido con una estudiada indiferencia hacia la moda que le confería un aspecto poco atractivo y anónimo, estaba dando una clase sobre la propensión de ciertas clases de asesinos en serie a caer en el canibalismo, cuando vio con el rabillo del ojo bajo su mesa la luz roja y parpadeante de la alarma silenciosa. Contuvo la repentina oleada de ansiedad que le subió por la garganta y, con sólo un breve titubeo al hablar, se apartó disimuladamente del centro del pequeño estrado y se situó tras la mesa. Se sentó despacio en su silla.

– Así pues -dijo mientras fingía rebuscar alguna nota en los papeles que tenía delante-, podemos apreciar que el fenómeno de devorar a la víctima tiene antecedentes en muchas culturas primitivas, en las que se creía, por ejemplo, que al comerse el corazón del enemigo, uno adquiría su fuerza o su valor, o que al ingerir su cerebro, aumentaría su inteligencia. Algo sorprendentemente parecido le sucede al asesino que se obsesiona con los atributos de su presa. Intenta transformarse en la víctima elegida…

Mientras hablaba deslizó la mano cuidadosamente bajo el escritorio. Escudriñó cautelosamente a los cerca de cien alumnos que se removían en su asiento ante él en la sala mal iluminada, paseando la vista por sus rostros oscuros como un marinero solitario que escruta el océano en tinieblas en busca de una boya conocida.

Sin embargo, no veía más que la bruma habituaclass="underline" aburrimiento, dispersión y algún destello ocasional de interés. Clayton buscaba odio. Rabia.

«¿Dónde estáis? -dijo para sus adentros-. ¿Quién de vosotros quiere matarme?»

No se preguntó por qué. El porqué de tantas muertes había pasado a ser una cuestión irrelevante, intrascendente, casi eclipsada por lo frecuentes y comunes que eran.

La luz roja continuaba parpadeando bajo su mesa. Con el dedo índice, Clayton pulsó el botón que activaba la alerta de seguridad media docena de veces. En principio, una alarma se dispararía en la comisaría del campus, que enviaría automáticamente a su unidad de Operaciones Especiales. Pero, para ello, el sistema de alarma tendría que funcionar, cosa que él dudaba. Ninguno de los retretes en el servicio de caballeros funcionaba esa mañana, y a Clayton le parecía improbable que la universidad se ocupase de tener en buen estado un circuito electrónico endeble cuando ni siquiera mantenía la instalación de agua en condiciones.

«Puedes manejar la situación -se dijo-. Ya lo has hecho antes.»

Continuó recorriendo la sala con la mirada. Sabía que el detector de metales instalado en la puerta trasera tenía la mala costumbre de fallar, pero también era consciente de que a principios del semestre otro profesor había hecho caso omiso de la misma señal y como resultado había recibido dos disparos en el pecho. El hombre había muerto desangrado en el pasillo, balbuciendo algo sobre los deberes para el día siguiente, mientras un alumno desquiciado de posgrado bramaba obscenidades de pie junto al cuerpo agonizante del profesor. Al parecer, un suspenso en un examen parcial había sido el detonante de la agresión; una explicación tan comprensible como cualquier otra.

Clayton ya nunca ponía notas inferiores a notable precisamente para evitar enfrentamientos de ese tipo. No valía la pena jugarse el pellejo por suspender a un estudiante de segundo. A los alumnos que a su juicio estaban al borde de la psicosis asesina les ponía automáticamente notables altos por sus trabajos, independientemente de si los entregaban o no. El responsable de gestión académica del Departamento de Psicología sabía que todo estudiante que obtuviese esa nota del profesor Clayton debía considerarse una amenaza e informaba sobre ello al cuerpo de seguridad del campus.

El semestre anterior, había puesto esas notas a tres alumnos, todos ellos matriculados en su curso de Introducción a las Conductas Aberrantes. Los estudiantes habían rebautizado el curso como «introducción a matar por diversión», nombre que, si bien no del todo exacto, al menos le parecía creativamente rítmico.

– … pues, a fin de cuentas, convertirse en su víctima es lo que motiva las acciones del asesino. Entra en juego una extraña dualidad entre el odio y el deseo. A menudo desean lo que odian, y odian lo que desean. También los mueven la fascinación y la curiosidad. La mezcla da lugar a un volcán de emociones diferentes. Esto, a su vez, se traduce en perversión, que trae consigo el asesinato…

«¿Es eso lo que te está pasando a ti?», preguntó en su fuero interno a la amenaza invisible.

Su mano palpó la parte inferior de la mesa hasta cerrarse en torno a la culata de la pistola semiautomática que tenía allí escondida, en su funda. Acarició el gatillo con el dedo mientras quitaba el seguro con el pulgar. Desenfundó el arma lentamente. Permaneció ligeramente encorvado, como un monje atareado con un manuscrito, intentando ofrecer un blanco más pequeño. Notó una punzada de rabia; el proyecto de ley para asignar fondos a la compra de chalecos antibalas para el profesorado aún estaba pendiente de aprobación por la comisión legislativa, y el gobernador, alegando limitaciones presupuestarias, había vetado hacía poco una partida para modernizar las cámaras de videovigilancia en aulas y salas de conferencias. En cambio, al equipo de fútbol americano se le proporcionarían uniformes nuevos ese otoño, y al entrenador de baloncesto le habían concedido una vez más un aumento, mientras que a los profesores no se les hacía el menor caso, como de costumbre.

La mesa era de acero reforzado. El Departamento de Edificios y Terrenos del campus le había asegurado que sólo podía atravesarla la munición de alta velocidad recubierta de teflón. Sin embargo, tanto Clayton como todos los demás profesores sabían perfectamente que esas balas podían adquirirse en varias tiendas de artículos de caza desde las que se podía llegar caminando a la universidad. También había balas explosivas y de punta hueca disponibles para quienes estuviesen dispuestos a pagar los precios inflados de los establecimientos próximos al campus.

Jeffrey Clayton era un hombre más joven, aún en la etapa optimista de la mediana edad, y libre todavía de la inevitable barriga, los ojos legañosos y desilusionados, y el tono de voz nervioso y asustado tan comunes entre los profesores mayores. Las expectativas de Clayton en la vida, que ya eran mínimas de entrada, no habían empezado a reducirse sino hasta hacía poco tiempo, marchitándose como una planta apartada de la luz en algún rincón sombrío. Todavía conservaba los músculos de brazos y piernas enjutos pero fuertes que le proporcionaban la rapidez de una liebre, y una actitud alerta disimulada por un tic ocasional en la comisura del párpado derecho y las gafas anticuadas de montura metálica que llevaba. Tenía andares de atleta y porte de corredor, pues lo era desde su época de instituto. Algunos profesores apreciaban su sarcástico sentido del humor, un antídoto que contrarrestaba, según él, los efectos de su estudio concienzudo de las causas de la violencia.

«Si me tiro hacia la izquierda -pensó-, el arma quedará en posición de disparo, y mi cuerpo protegido por la mesa. El ángulo para devolver el fuego no será óptimo, pero tampoco quedaré del todo indefenso.»

Se esforzó por hablar con voz monótona.

– … Algunos antropólogos sostienen la teoría de que varias culturas primitivas no sólo producían individuos que en la sociedad actual se convertirían con toda probabilidad en asesinos en serie, sino que los veneraban y los elevaban a categorías sociales destacadas.