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Jeffrey aspiró despacio, por entre los dientes.

– Realmente deben de tener un problema muy gordo -dijo lentamente.

– Profesor Clayton, ¿tenemos un acuerdo?

– ¿Qué ayuda me darán? ¿Qué hay del acceso a…?

– El agente Martin es su compañero. El le proporcionará acceso a todos los registros, documentos, escenas, testigos… lo que necesite. Él correrá con los gastos, y se encargará de conseguirle alojamiento y transporte. Aquí sólo hay un objetivo, que tiene prioridad sobre cualquier otra cuestión, especialmente de índole económica.

– Cuando usted dice «nosotros le pagaremos», ¿a quién se refiere exactamente?

– Será dinero procedente de los fondos reservados del gobernador.

– Debe de haber alguna trampa. ¿Cuál es, señor Manson?

– No hay ninguna trampa oculta, profesor -aseveró el calvo-. Estamos bajo una presión considerable para llevar esta investigación a buen término a la mayor brevedad. No carece usted de inteligencia. Dos funcionarios del servicio de seguridad y un político deberían dejarle claro que hay mucho en juego. He aquí el porqué de nuestra generosidad. Sin embargo, también está la cuestión de la impaciencia. Del tiempo, profesor. El tiempo es de fundamental importancia.

– Necesitamos respuestas, y las necesitamos cuanto antes -terció el hombre más joven, de la oficina del gobernador.

Jeffrey sacudió la cabeza.

– Usted es Starkweather, ¿verdad? ¿Tiene novia? Porque, si la tiene, debería empezar a llamarla Caril Ann. Bien, señor Starkweather, ya se lo he dicho al inspector, y ahora se lo repetiré: estos casos no se prestan a explicaciones fáciles ni a soluciones rápidas.

– Ah, pero sus pesquisas resultaron particularmente eficaces en Tejas. ¿Cómo lo logró, y encima con resultados tan espectaculares?

Jeffrey se preguntó si había un atisbo de sarcasmo en las palabras del hombre. Fingió no percibirlo.

– Sabíamos que era una zona frecuentada por las prostitutas entre las que nuestro asesino elegía a sus víctimas. Así que, discretamente, sin montar escándalo, empezamos a detener a todas las fulanas; nada emocionante que atrajese la atención de la prensa, sólo las típicas redadas antivicio del sábado por la noche. Pero, en lugar de multarlas, las reclutamos. Equipamos a un porcentaje significativo de ellas con dispositivos pequeños de rastreo. Eran miniaturas, con un alcance limitado, y se activaban con un solo botón. Les indicamos a las mujeres que se los cosieran en la ropa. El plan se basaba en la suposición de que, al final, nuestro hombre raptaría a alguna de las mujeres, quien entonces podría poner en marcha el rastreador. Monitorizábamos los aparatos las veinticuatro horas del día.

– ¿Y dio resultado? -preguntó el hombre bajo y fornido, ansioso.

– En cierto modo sí, señor Bundy. Hubo unas cuantas falsas alarmas, tal como esperábamos. Luego, tres mujeres fueron asesinadas pese a llevar el dispositivo antes de que una de ellas lograra hacerlo funcionar. Era más joven que las demás, y nuestro objetivo debió de sentirse menos amenazado por ella, porque por una vez se lo tomó con calma antes de inmovilizarla, lo que le dio a la chica la oportunidad de enviarnos una señal. Como él no la vio pulsar el botón de alarma, cosa que lo habría puesto en fuga, llegamos allí a tiempo para salvarla, pero por muy poco. Yo diría que fue un éxito relativo.

El hombre bajo y fornido, Bundy, lo interrumpió.

– Pero proactivo. Eso me gusta. Usted tomó iniciativas. Fue creativo. Eso es lo que deberíamos hacer. Algo por el estilo. Tender una trampa. Eso me gusta: una trampa.

El joven también intervino, hablando atropelladamente.

– Estoy de acuerdo. Pero toda iniciativa de ese tipo deberá someterla a la aprobación de cada uno de nosotros tres, agente Martin. ¿Entendido?

– Sí.

– No quiero que albergue la menor duda sobre esto. Todos y cada uno de los aspectos de este caso tienen ramificaciones políticas. Debemos decantarnos siempre por la opción que nos permita mantener el máximo control y confidencialidad y que al mismo tiempo elimine nuestro problema.

Jeffrey sonrió de nuevo.

– Señor Starkweather, señor Bundy, por favor, recuerden que la probabilidad de identificar siquiera al hombre responsable de su problema político es mínima. Crear las circunstancias que nos permitirían tenderle una trampa resultará incluso más difícil. A menos que quieran que les ponga un rastreador a todas las mujeres que hay dentro de las fronteras de su estado, después de lanzar una especie de alerta general.

– No, no, no… -replicó Bundy rápidamente.

Manson se inclinó hacia delante y habló en un tono bajo, como conspirando.

– No, profesor, evidentemente, no queremos sembrar el pánico generalizado que su sugerencia traería consigo. -Hizo un gesto amplio de rechazo con la mano antes de proseguir-: Pero, profesor, el agente Martin nos ha dado a entender que podría haber un vínculo entre nuestro escurridizo objetivo y usted que nos facilitaría la tarea de localizarlo. ¿Es eso correcto?

– Tal vez -respondió Jeffrey, con una rapidez que no concordaba con la incertidumbre que denotaban sus palabras.

El calvo asintió y se reclinó despacio en su asiento.

– Tal vez -dijo con una ceja arqueada. Se frotó las manos, como lavándoselas-. Tal vez -repitió-. Bueno, sea como fuere, profesor, el dinero está sobre la mesa. ¿Cerramos el trato?

– ¿Acaso tengo elección, señor Manson?

La silla de despacho sobre la que estaba sentado el calvo chirrió cuando la hizo girar por un momento.

– Es una pregunta interesante, profesor Clayton. Intrigante. Una pregunta con un gran peso filosófico. Y psicológico. ¿Tiene usted elección? Examinemos la cuestión: desde el punto de vista económico, por supuesto, la respuesta es no. Nuestra oferta es de lo más generosa. Aunque ese dinero no le hará fabulosamente rico, es mucho más del que, siendo razonables, puede aspirar a ganar dando clase en aulas atestadas, a alumnos de licenciatura aburridos hasta rayar en la psicosis. Ahora bien, ¿emocionalmente? Teniendo en cuenta lo que sabe (y lo que sospecha), lo que es posible… ah, no sé. ¿Puede usted elegir dejar eso atrás, sin respuestas? ¿No estaría condenándose a vivir atormentado por la curiosidad para el resto de sus días? Por otra parte, naturalmente, está el aspecto técnico de todo esto. Una vez que le hemos traído hasta aquí, ¿cree que estamos ansiosos por verle partir, sin prestarnos ayuda, tanto más cuanto que el agente Martin nos ha persuadido de que usted es la única persona en el país verdaderamente capaz de solucionar nuestro problema? ¿Espera que sencillamente nos encojamos de hombros y le dejemos marchar?

La última pregunta quedó flotando en el aire.

– Esto es un país libre -soltó Jeffrey.

– ¿Lo es, ahora? -repuso Manson.

Se inclinó hacia delante de nuevo, con el mismo aire de depredador en que Jeffrey había reparado antes. Pensó que, si al calvo de pronto le diera por ponerse un hábito oscuro con capucha, tendría el estilo y el aspecto idóneos para desempeñar un cargo importante en la Inquisición española.

– ¿Acaso alguien es realmente libre, profesor? ¿Lo somos nosotros ahora, en esta habitación, ahora que sabemos que esta fuerza del mal actúa en nuestra comunidad? ¿Nuestro conocimiento no nos hace prisioneros de ese mal?

Jeffrey no contestó.

– Plantea usted preguntas interesantes, profesor. Por supuesto, no esperaba menos de un hombre de su reputación académica. Pero, por desgracia, no es momento de discutir estos temas tan elevados. Quizás en circunstancias distintas, en un ambiente más cordial, podríamos intercambiar ideas al respecto. Pero, por ahora, nos ocupan asuntos más apremiantes. Así que se lo pregunto de nuevo: ¿cerramos el trato?