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Jeffrey respiró hondo y asintió con la cabeza.

– Por favor, profesor -dijo Manson con severidad-. Responda en voz alta. Para que quede constancia.

– Sí.

– Imaginaba que ésa sería su respuesta -aseguró el calvo. Hizo un gesto en dirección a la puerta, para indicar que daba por finalizada la reunión.

7 Virginia con cereal-r

A Diana Clayton ya no le gustaba salir de casa. Una vez por semana, porque no le quedaba otro remedio, se acercaba a la farmacia local para abastecerse de analgésicos, vitaminas y ocasionalmente algún fármaco experimental. Nada de eso parecía ayudar gran cosa a frenar el avance deprimente y continuo de su enfermedad. Mientras esperaba a que le entregaran las pastillas, entablaba charlas superficiales y falsamente animadas con el farmacéutico inmigrante de origen cubano, quien tenía aún un acento tan marcado que ella apenas entendía lo que decía, pero cuya compañía le era grata por su eterno optimismo y su empeño en que algún mejunje extraño u otro le salvaría la vida. Después cruzaba con cautela los cuatro carriles de la autopista 1, evitando cuidadosamente los vehículos, y luego caminaba una manzana por una calle lateral hasta llegar a la biblioteca pequeña y bien protegida del sol, hecha de bloques de hormigón, apartada de los chabacanos centros comerciales que había desperdigados a lo largo de la carretera de los Cayos.

Al bibliotecario auxiliar, un señor mayor que le debía de llevar unos diez años, le gustaba coquetear con ella. La esperaba encaramado en un asiento alto tras una de las ventanillas con barrotes, y pulsaba sin dudarlo el timbre que abría la puerta de seguridad doble. Aunque el bibliotecario estaba casado, se sentía solo y alegaba que su esposa estaba demasiado ocupada con sus dos pitbull y las vicisitudes de los protagonistas de los culebrones que seguía compulsivamente. Era un donjuán casi cómico, que seguía obstinadamente a Diana por entre las estanterías medio vacías, invitándola con susurros a cócteles, a cenar, al cine… a cualquier actividad que le diese la oportunidad de expresarle que ella era su único amor verdadero. A Diana sus atenciones le resultaban halagadoras y también agobiantes, casi en igual medida, de modo que lo rechazaba, aunque procurando no desanimarlo del todo. Se decía a sí misma que estaba decidida a morirse antes de tener que pedirle al bibliotecario que la dejara en paz de una vez por todas.

Sólo leía a los clásicos. Al menos dos por semana. Dickens, Hawthorne, Melville, Stendhal, Proust, Tolstói y Dostoievski. Devoraba las tragedias griegas y las obras de Shakespeare. Lo más moderno que llegaba a leer era, de vez en cuando, algún libro de Faulkner o Hemingway, este último por una especie de lealtad hacia los Cayos y porque a Diana le gustaba especialmente lo que escribía sobre la muerte. En sus textos ésta siempre parecía tener algo de romántico, de heroico, de sacrificio altruista, incluso en sus aspectos más sórdidos, y esto le infundía ánimos, aunque sabía que se trataba de ficción.

Una vez que elegía los libros que iba a llevarse, se despedía del bibliotecario, una separación que solía requerir cierta diligencia por su parte para rehusar sus últimas súplicas. A continuación, caminaba otra manzana por otra calle lateral bañada de sol hasta una vieja iglesia baptista, deteriorada por los elementos. Una palmera espigada y solitaria se alzaba en el patio delantero del edificio de madera pintada de blanco. Era demasiado alta para dar sombra, pero al pie tenía un banco astillado. Diana sabía que el coro estaría practicando, y que sus voces emanarían como un soplo de viento del interior penumbroso de la iglesia hacia el banco, donde ella acostumbraba a sentarse a descansar y escuchar.

Junto al banco, había un letrero que rezaba:

IGLESIA BAPTISTA DE NEW CALVARY OFICIOS: DOMINGO A LAS 10 DE LA MAÑANA Y AL MEDIODÍA CATEQUESIS: 9 DE LA MAÑANA EL SERMÓN DE ESTA SEMANA: CÓMO HACER DE JESÚS TU MEJOR Y MÁS ESPECIAL AMIGO, POR EL REVERENDO DANIEL JEFFERSON

En varias ocasiones durante los últimos meses, el pastor había salido a intentar convencer a Diana de que estaría más cómoda y considerablemente más fresca dentro de la iglesia, y de que a nadie le molestaría que ella escuchara los ensayos del coro en la mayor seguridad del interior. Ella había declinado su invitación. Lo que le gustaba era escuchar las voces elevarse en el calor, hacia el sol que brillaba sobre su cabeza. Disfrutaba del esfuerzo de intentar distinguir las palabras. No quería que le hablaran de Dios, como sabía que el pastor, de apariencia bondadosa, haría inevitablemente. Y, lo que es más importante, no quería ofenderlo al negarse a escuchar su mensaje, por muy sincera que fuese al expresarlo. Lo que deseaba era escuchar la música, porque había descubierto que, mientras se concentraba en el jubiloso sonido del coro, olvidaba el dolor que sentía en el cuerpo.

Eso, pensó, era por sí solo un pequeño milagro.

Puntualmente, a las tres de la tarde, concluía el ensayo del coro. Diana se levantaba del banco y echaba a andar despacio de regreso a casa. Sabía que la regularidad de sus salidas, la uniformidad del itinerario que seguía, el paso de hormiga al que avanzaba, todo ello la convertía en un objetivo evidente y moderadamente atractivo. Que ningún atracador ávido por arrebatarle sus escasos fondos o ningún yonqui desesperado por conseguir calmantes la hubiese descubierto ni asesinado aún la sorprendía un poco. Pensaba, con cierto asombro, que quizás ése fuera el segundo milagro que se producía durante sus excursiones semanales.

A veces se permitía el lujo de pensar que morir a manos de algún vagabundo de ojos vidriosos o de un adolescente drogadicto no sería tan terrible, y que lo verdaderamente terrorífico era seguir viva, pues su enfermedad la torturaba con un entusiasmo paciente que a ella le parecía diabólicamente cruel. Se preguntaba si experimentar unos momentos de espanto no sería preferible en cierto modo a los interminables horrores de su dolencia. La libertad casi estimulante que percibía en su actitud la impulsaba a seguir adelante, a continuar tomando la medicación y a luchar y batallar internamente contra la enfermedad durante cada instante de vigilia. Creía que esta combatividad derivaba del sentido del deber, de la obstinación y del deseo de no dejar solos a sus dos hijos, aunque ya eran adultos, en un mundo en el que nadie confiaba ya en nada.

Le habría gustado que al menos uno de ellos le hubiera dado un nieto.

Estaba convencida de que tener un nieto sería una auténtica gozada.

Sin embargo, era consciente de que eso no iba a pasar a corto plazo, así que, mientras tanto, se daba el capricho de fantasear sobre cómo serían sus futuros nietos. Inventaba nombres, imaginaba rostros y fabricaba recuerdos del porvenir con los que reemplazar los reales. Se representaba escenas de vacaciones, mañanas navideñas y obras escolares. Casi percibía la sensación de sujetar en brazos a un nieto y enjugarle las lágrimas causadas por un rasguño o desolladura, o la de la respiración constante y embriagadora del niño o niña mientras ella le leía en voz alta. Esto se le antojaba un mimo quizás excesivo por su parte, pero no perjudicial.

Y el nieto ficticio que ella no tenía le ayudaba a aliviar las preocupaciones por los hijos que sí tenía.

A menudo, el extraño alejamiento y la soledad que ambos habían abrazado le parecían a Diana tan dolorosos como su enfermedad. Pero ¿qué pastilla podían tomarse para reducir la distancia que habían puesto el uno respecto al otro?

En esa tarde concreta, mientras recorría los últimos cinco metros de su camino de entrada, pensando con inquietud en sus hijos, con las notas de Onward Christian Soldiers resonándole aún en los oídos, y los ejemplares de Por quién doblan las campanas y Grandes esperanzas bajo el brazo, advirtió que un nubarrón enorme y furioso estaba formándose al oeste. Unas nubes grandes y de color gris oscuro se habían aglomerado en una masa de energía intensa que se cernía siniestra en el cielo como una amenaza lejana. Ella se preguntó si el cúmulo se dirigiría hacia los Cayos, trayendo consigo relámpagos y cortinas de lluvia peligrosos y cegadores, y esperó que su hija llegara a casa sana y salva antes de que estallara la tormenta.