Susan Clayton salió de la oficina aquella tarde en una falange compuesta por otros empleados de la revista, bajo la mirada atenta y la protección de las armas automáticas de los guardias de seguridad. La escoltaron hasta su coche sin que se produjeran incidentes.
Por lo general, el trayecto desde el centro de Miami hasta los Cayos Altos le llevaba poco más de una hora, aunque circulara por los carriles de velocidad libre. El problema, por supuesto, era que casi todo el mundo quería utilizar esos carriles, lo que requería cierta sangre fría a ciento sesenta kilómetros por hora y a una distancia de un solo coche entre los vehículos. A su juicio, la hora punta se parecía más a una carrera de stock-cars que a un desplazamiento vespertino benigno; sólo faltaban unas gradas repletas de paletos deseosos de presenciar una colisión. En las autovías que partían del centro, no se habrían llevado muchas desilusiones.
Susan disfrutaba con ello, por la descarga de adrenalina que le provocaba, pero sobre todo porque ejercía un efecto purificador sobre su imaginación; sencillamente no había tiempo para concentrarse en otra cosa que no fuera la calzada y los coches que tenía delante y detrás. Le despejaba la cabeza de ensoñaciones diurnas, de preocupaciones relacionadas con el trabajo y de temores sobre la enfermedad de su madre. En las ocasiones en que no era capaz de abismarse exclusivamente en la conducción había desarrollado la disciplina mental necesaria para dejar el carril de alta velocidad e incorporarse al tráfico lento, donde el riesgo no era tan elevado y le permitía dejar vagar la mente.
Hoy era uno de esos días, lo que le resultaba frustrante.
Lanzó una mirada cargada de envidia a su izquierda, donde vehículos borrosos relucían bajo la luz residual de la zona comercial del centro. Pero, casi en ese momento, mientras la invadían los celos por la libertad ilimitada con que circulaban a su izquierda, cayó en la cuenta de que no dejaba de dar vueltas a las palabras del mensaje del corresponsal anónimo que aún no había descifrado. Previo Virginia cereal-r.
Estaba convencida de que el estilo del acertijo era el mismo que el del anterior, y más o menos el mismo que el de la respuesta que ella había ideado: un simple juego verbal en que cada palabra guardaba una relación lógica con alguna otra que constituiría la solución al enigma y desvelaría la respuesta del remitente.
El truco residía en desentrañar cada una; en preguntarse si eran independientes o estaban relacionadas entre sí; si había alguna cita oculta o alguna vuelta de tuerca añadida que oscurecería aún más el mensaje que el hombre intentaba transmitirle. Lo dudaba. Su corresponsal quería que ella llegase a entender lo que le había escrito. Sólo pretendía que fuera un acertijo ingenioso, razonablemente difícil y lo bastante críptico para incitarla a elaborar otra respuesta.
«Es manipulador», pensó.
Un hombre que quería tener el control.
¿Qué más? ¿Un hombre con una intención oculta?
Sin lugar a dudas.
¿Y qué intención era ésa?
No lo sabía con certeza, pero estaba segura de que sólo había dos motivaciones posibles: sexual o sentimental.
Un coche que iba delante dio un frenazo brusco y ella pisó el pedal con fuerza. Al instante notó que el pánico le subía por la garganta mientras el mecanismo de freno vibraba, y sin articular la palabra «choque», notó la picazón del calor que se apoderaba de ella. Oyó los neumáticos en derredor chirriar de dolor, y temía oír el ruido del metal al aplastarse contra el metal. Sin embargo, eso no ocurrió; se produjo un silencio momentáneo, y acto seguido el tráfico comenzó a avanzar de nuevo, cada vez más deprisa. Un helicóptero de policía pasó rugiendo por encima de sus cabezas; ella alcanzó a ver al artillero de la parte central, inclinado sobre el cañón de su arma, observando el flujo de vehículos. Susan imaginó que tendría una expresión de aburrimiento, tras el plexiglás ahumado de la visera de su casco.
«¿Qué es lo que sé?», se preguntó.
«Todavía muy poco», respondió.
«Pero el juego no consiste en eso -insistió-, sino en que yo lo descifre al final. Después de todo, no sería un rompecabezas si él no quisiera que lo resolviera. Lo único que quiere es controlar el ritmo.»
«Es peligroso», hubo de admitir.
A medio camino entre Miami e Islamorada había un bar, el Last Stop Inn, situado a las afueras de un centro comercial de postín en el que hacían sus compras los vecinos de las zonas residenciales amuralladas más elegantes. El bar era el tipo de local que a ella le gustaba frecuentar, no todos los días, pero lo bastante a menudo para saludarse con algunos de los camareros y reconocer de vez en cuando a algunos de los otros clientes habituales. No compartía nada con ellos, desde luego, ni siquiera conversación. Simplemente le gustaba la falsa familiaridad de los rostros sin nombre, las voces sin personalidad, la camaradería sin pasado. Cruzó la autovía en dirección a la salida que la llevaría hasta el bar.
El aparcamiento estaba a unas tres cuartas partes de su capacidad. La luz dibujaba un extraño claroscuro sobre el macadán negro y brillante; el primer resplandor de la tarde se mezclaba con el baile irregular de los faros de la autovía contigua. El centro comercial cercano contaba con senderos cubiertos con suelo de madera y zonas verdes bien cuidadas, en las que había plantados sobre todo helechos y palmeras para crear una jungla artificial y dar a los clientes la impresión de que habían viajado a la versión de diseño de una selva tropical que en lugar de animales salvajes incontrolables estaba repleta de boutiques caras. Los guardias de seguridad vestían en los tonos caquis de los aficionados a la caza mayor y llevaban salacots, aunque sus armas eran de tendencia más urbana. El Last Stop Inn se había contagiado en parte de la pretenciosidad de su vecino, pero sin los mismos recursos económicos. Sus propias zonas verdes habían creado sombras y rincones oscuros en los alrededores del aparcamiento. Susan pasó caminando a toda prisa junto a una palmera rechoncha y densa que se erguía como un centinela ante la puerta de entrada del bar.
La sala principal del lugar estaba en penumbra, mal iluminada. Había unas cuantas mesas pequeñas y un par de camareras que se movían afanosamente entre los grupos de hombres de negocios sentados con sus Martinis y las corbatas aflojadas. Un solo barman, a quien ella no reconoció, trabajaba sin descanso tras la oscura y larga barra de caoba. Era un joven de pelo enmarañado y unas patillas que le daban un aire de estrella del rock de la década de 1960, por lo que parecía un poco fuera de lugar. Claramente era alguien que habría preferido tener un empleo distinto, o quizá lo tenía, pero se veía obligado a preparar copas para ganarse la vida. Una veintena de personas ocupaban los taburetes frente a la barra, las suficientes para darle a la zona un aspecto abarrotado pero no opresivo. El establecimiento no cumplía con todas las características de un bar de ligue -aunque probablemente una tercera parte de la clientela estaba integrada por mujeres-; era más bien un lugar donde lo principal era beber, si bien siempre cabía la posibilidad de relacionarse con gente del sexo opuesto. Dedicaba menos energías que otros bares a establecer lazos; el volumen de las voces era moderado, la música ambiental permanecía en un segundo plano, sin imponerse. Al parecer, era un local acondicionado para albergar cualquier actividad que pudiera realizarse con una copa en la mano.
Susan se sentó hacia el final de la barra, a tres sillas de distancia del parroquiano más próximo. El barman se acercó discretamente, limpió la superficie de madera pulida con una toalla de mano y asintió con la cabeza cuando ella le pidió un whisky con hielo. Regresó casi de inmediato con la bebida, la colocó delante de ella, cogió el dinero que le tendía y se desplazó de nuevo a lo largo de la barra.