Ella sacó su libreta y un bolígrafo, los dispuso junto a su copa y se encorvó sobre ellos para ponerse a trabajar.
«Previo», se dijo. ¿A qué se refería? A algo que pasó antes.
Hizo un gesto de afirmación para sí misma: algo referente al mensaje anterior. «Te he encontrado.»
Anotó esta frase en la parte superior de la página, y debajo escribió: «Virginia con cereal-r.»
«Se trata de nuevo de un sencillo juego de palabras -se dijo-. ¿Quiere quedar como un tipo listo? ¿Qué grado de complejidad tendrá esto? ¿O quizás empieza a impacientarse, y por tanto lo ha hecho lo bastante fácil para que yo no pierda demasiado el tiempo antes de dar con la respuesta?
«¿Conocerá mis fechas límite de entrega en la revista? -se preguntó-. En ese caso, sabrá que tengo hasta mañana para desentrañar esto y elaborar una respuesta adecuada que pueda publicar en la columna de pasatiempos habitual.»
Susan tomó un sorbo largo de whisky, notó cómo le quemaba la garganta, y luego lamió el borde del vaso con la punta de la lengua. El aguardiente descendió por su interior como la promesa de una sirena. Hizo un esfuerzo por beber despacio; la última vez que había visto a su hermano, lo había observado despachar un vaso de vodka como si fuese agua, echándoselo al cuerpo sin disfrutar, simplemente ansioso por notar los efectos relajantes del alcohol. «Él hace footing -pensó Susan-. Corre y hace deporte dejando de lado toda prudencia, y luego bebe para aliviarse de los desgarros musculares. -Tomó otro sorbo de su bebida y pensó-: Sí. "Previo" hace referencia al primer mensaje. Y ya he descifrado lo de "siempre".» Contempló las palabras, las sopesó, y de pronto dijo en voz alta:
– Siempre he…
– Yo también -respondió una voz a su espalda.
Ella se volvió en su asiento, sobresaltada.
El hombre que se le había acercado por detrás sujetaba una copa en una mano y sonreía confiadamente, con una avidez agresiva que produjo en ella una reacción de rechazo instantánea. Era alto, fornido, unos quince años mayor que ella, con una calva incipiente, y reparó en el anillo de casado que llevaba en el dedo. El sujeto pertenecía a un subtipo que ella reconoció al momento: un ejecutivo de bajo rango, último candidato al ascenso, con ganas de ligar. Buscando un rollo fácil de una noche; sexo anónimo antes de regresar a casa para tomar una cena de microondas, junto a una esposa a quien le importaba un bledo a qué hora volvería, y un par de adolescentes huraños. Seguramente ni siquiera el perro se molestaría en menear el rabo cuando él entrara por la puerta. Un breve escalofrío recorrió a Susan. Vio al tipo sorber de su bebida.
– Siempre he deseado lo mismo -añadió éste.
– ¿A qué te refieres? -preguntó ella.
– Sea lo que sea lo que tú siempre has, yo también siempre lo he -contestó él rápidamente-. ¿Te invito a una copa?
– Ya tengo una.
– ¿Quieres otra?
– No, gracias.
– ¿Qué es eso que te tiene tan concentrada?
– Cosas mías.
– Quizá podría hacer que fueran también cosas mías, ¿no?
– No lo creo.
Dejó al hombre ahí de pie y giró en su taburete al advertir que daba un paso hacia ella.
– No eres muy agradable -señaló el tipo.
– ¿Eso es una pregunta? -inquirió Susan.
– No -dijo él-. Una observación. ¿No te apetece hablar?
– No -respondió ella. Intentaba ser cortés, pero firme-. Quiero estar sola, acabar mi bebida y marcharme de aquí.
– Venga, no seas tan fría. Deja que te invite a una copa. Charlemos un poco, a ver qué pasa. Nunca se sabe. Apuesto a que tenemos mucho en común.
– No, gracias -dijo ella-. Y no creo que tengamos una mierda en común. Y ahora, disculpa, estaba ocupada haciendo algo.
El hombre sonrió, tomó otro trago de su bebida y asintió con la cabeza. Se inclinó hacia ella, no como un borracho, pues no lo estaba, ni con una actitud abiertamente amenazadora, pues hasta entonces sólo se había mostrado optimista, quizás un poco esperanzado, pero con una intensidad que la hizo retroceder.
– Zorra -siseó-. Que te den por el culo, zorra.
Ella soltó un grito ahogado.
El hombre se acercó aún más, de modo que ella percibió el fuerte olor de su loción para después de afeitarse y el licor en su aliento.
– ¿Sabes lo que me gustaría hacer? -preguntó él en un susurro, pero era una de esas preguntas que no exigen respuesta-. Me gustaría arrancarte el puto corazón y pisotearlo delante de ti.
Antes de que tuviera oportunidad de contestar, el hombre se volvió bruscamente y se alejó por el bar, sin detenerse, hasta que su ancha espalda desapareció en el mar cambiante de trajeados y regresó al anonimato del que había salido.
Susan tardó unos momentos en recuperar la entereza.
La ráfaga de obscenidades le había sentado como otras tantas bofetadas. Respirando agitadamente, se dijo: «Todo el mundo es peligroso. Nadie es de fiar.»
Se sentía torcida por dentro, con un nudo en el estómago, que notaba apretado como un puño. «No lo olvides -se recordó-. No bajes la guardia, ni por un instante.»
Se llevó el vaso a la frente, aunque no la tenía caliente, luego tomó un trago largo y alzó la vista hacia el camarero, que estaba trabajando de espaldas a ella. Echaba café molido en una máquina exprés. Susan dudaba que él hubiese visto al hombre abordarla. Se volvió en su asiento, pero aparentemente nadie prestaba atención a otra cosa que no fuera el espacio de pocos centímetros que tenían delante. Las sombras y el ruido parecían contradictorios, inquietantes. Ella se inclinó hacia atrás y, con cautela, recorrió la barra con la mirada, escudriñando el gentío para intentar averiguar si el hombre seguía allí, pero no lo localizó. Trató de grabarse la imagen de su rostro en la mente, pero no recordaba más que el sonido y la furia súbita de su susurro. Se volvió de nuevo hacia el bloc que tenía enfrente, miró las palabras y luego otra vez al barman, que había colocado una cafetera bajo la salida de la máquina y retrocedido para contemplar el goteo constante de líquido negro.
«Un estado -pensó Susan de pronto-. Virginia es un estado.»
«Siempre he estado.»
Escribió la frase y acto seguido irguió la cabeza.
Se sentía observada, de modo que se volvió de nuevo, buscando al hombre. Sin embargo, tampoco esta vez pudo distinguirlo entre la multitud.
Por un momento intentó ahuyentar esa sensación, pero no lo consiguió. Recogió con cuidado su bloc y su lápiz y se los guardó en el bolso, junto a la pistola automática de calibre.25 que acechaba en el fondo. Bromeó para sus adentros, al tocar el metal azul, frío y reconfortante del arma: «Al menos no estoy sola.»
Susan examinó su situación: un local atestado, docenas de testigos poco fiables, seguramente ninguno que recordaría que ella había estado allí. Mentalmente volvió sobre sus pasos hacia el aparcamiento, midiendo la distancia hasta su coche, acordándose de cada sombra o recoveco oscuro donde el hombre que había dicho querer arrancarle el corazón podría estar esperándola. Pensó en pedirle al barman que la acompañara afuera, pero dudaba que él accediese. Estaba solo tras la barra y se jugaría el empleo si dejara su puesto.
Tomó otro sorbo de su bebida. «Estás perdiendo la cabeza -se dijo-. Vete por donde haya luz, evita las sombras, y no te pasará nada.»
Apartó de sí lo poco que quedaba de su whisky y cogió su bolso. Se echó la larga correa de cuero sobre el hombro derecho de tal manera que le permitió dejar caer la mano disimuladamente en el interior del bolso y rodear el gatillo con el dedo.
La muchedumbre del bar prorrumpió en carcajadas como consecuencia de algún chiste contado en voz alta. Ella se levantó con decisión de su asiento y se abrió paso a toda prisa por entre la aglomeración de gente, con la cabeza ligeramente gacha y paso resuelto. Al final de la barra, a su izquierda, había una puerta doble con un letrero que indicaba el aseo de señoras. Por encima de las puertas, en rojo, estaba la palabra SALIDA. Trazó un plan rápidamente; se detendría por un momento en el servicio para darle al hombre más tiempo de perderse en el aparcamiento, aguardando a que ella saliese por la puerta principal, y luego se escabulliría por la salida trasera, fuera la que fuese, hasta su coche, cambiando su itinerario, acercándose desde una dirección distinta.