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Si él estaba esperándola, eso le daría a ella ventaja. Quizás incluso conseguiría burlarlo del todo.

Tomó la decisión al instante, y atravesó las puertas, que daban a un angosto pasillo posterior. No había más que una bombilla solitaria y desnuda, que arrojaba una luz difusa sobre las paredes sucias y amarillentas. Había varias cajas de bebidas alcohólicas apiladas en el pasillo. En una pared, un segundo letrero, más pequeño y escrito a mano, con una flecha negra gruesa y toscamente dibujada que señalaba el camino a los aseos. Ella supuso que la salida estaría justo al otro lado. El pasillo estaba más silencioso, y cuando las puertas insonorizadas se cerraron tras ella, el ruido del bar se atenuó. Susan avanzó por el pasillo a paso veloz y torció a la izquierda. El estrecho espacio se prolongaba poco más de cinco metros, y desembocaba en dos puertas enfrentadas; una marcada con un letrero que decía HOMBRES, y la otra con la palabra MUJERES. La salida estaba entre las dos. Sin embargo, se le cayó el alma a los pies al ver dos cosas más: la advertencia SÓLO PARA EMERGENCIAS / SE ACTIVARÁ LA ALARMA y una gruesa cadena sujeta con candado al tirador de la puerta y a la pared contigua.

– Pues menos mal que esto no es una emergencia -musitó para sí.

Titubeó por un momento, retrocedió un paso hacia el pasillo que conducía al bar y, tras volver la cabeza en derredor para cerciorarse de que estaba sola, decidió entrar en el servicio de señoras.

Era una habitación reducida, en la que sólo cabían un par de retretes y dos lavabos en la pared opuesta. De manera incongruente, había un solo espejo instalado entre los dos lavamanos gemelos. Los servicios no estaban especialmente limpios, ni bien equipados. La luz de los fluorescentes le habría conferido a cualquiera un aspecto enfermizo, por muchas capas de maquillaje que llevara. En un rincón había una máquina expendedora combinada de condones y Tampax de color rojo metálico. El olor a exceso de desinfectante le inundaba las fosas nasales.

Exhaló un profundo suspiro, se dirigió a uno de los compartimentos y, con cierta resignación, se sentó en la taza. Acababa de terminar y se disponía a accionar la palanca de descarga de la cisterna cuando oyó que la puerta de los servicios se abría.

Se detuvo y aguzó el oído, esperando percibir el repiqueteo de unos tacones contra el manchado suelo de linóleo. En cambio, lo que oyó fue el sonido de unos pies que se arrastraban, seguido del golpe seco de la puerta al cerrarse de un empujón.

Entonces sonó la voz del hombre:

– Zorra -dijo-. Sal de ahí.

Ella se arrimó al fondo del compartimento. Había un pequeño cerrojo en la puerta, pero dudaba que resistiera la más leve patada. Sin responder, introdujo la mano en el bolso y sacó la automática. Le quitó el seguro, alzó la pistola hasta una posición de disparo y aguardó.

– Sal de ahí -repitió el hombre-. No me obligues a entrar a por ti.

Ella se disponía a contestar con una amenaza, algo así como «lárgate o disparo», pero cambió de idea. Haciendo un gran esfuerzo por controlar su corazón desbocado, se dijo, serenamente: «No sabe que vas armada. Si fuera listo, lo sabría, pero no lo es. En realidad no ha bebido lo bastante para perder la cabeza, sólo para enfadarse y portarse como un idiota.» Probablemente no merecía morir, aunque si ella se parase a pensar sobre ello, llegaría a una conclusión distinta.

– Déjame en paz -dijo, con sólo un ligero temblor en la voz.

– Sal de ahí, zorra. Tengo una sorpresa para ti.

Ella oyó el sonido de su bragueta al abrirse y cerrarse.

– Una gran sorpresa -añadió él con una risotada.

Ella cambió de opinión. Afianzó el dedo en torno al gatillo. «Lo mataré», pensó.

– De aquí no me muevo. Si no te marchas, gritaré -lo previno. Apuntaba con el arma a la puerta del retrete, justo delante de ella. Se preguntó si una bala podría atravesar el metal y conservar el impulso suficiente para herir al hombre. Era posible pero poco probable. Se armó de valor. «Cuando eche la puerta abajo de una patada, no dejes que el ruido ni la impresión afecten a tu puntería. Mantén el pulso firme, apunta bajo. Dispara tres veces: reserva algunas balas por si fallas. No falles.»

– Venga -la apremió el hombre-, vamos a pasarlo bien.

– Que me dejes en paz -repitió ella.

– Zorra -espetó una vez más el hombre, de nuevo en susurros.

La puerta del compartimento se combó ante la fuerte patada que le asestó el hombre.

– ¿Crees que estás a salvo? -preguntó él. Dio unos golpecitos a la puerta como un vendedor que visita una casa-. Esto no me va a detener.

Ella no contestó, y él llamó de nuevo. Se rio.

– Soplaré y soplaré, y tu casa derribaré, cerdita.

La puerta retumbó cuando le dio una segunda patada. Ella apuntó, con la vista fija en la mira. Le sorprendía que la puerta aguantase aún.

– ¿Tú qué crees, zorra? ¿A la tercera va la vencida?

Susan amartilló la pistola con el pulgar e irguió la espalda, lista para disparar. Sin embargo, la tercera patada no llegó de inmediato. En cambio, oyó que la puerta de los servicios se abría de pronto, también con violencia.

El hombre tardó unos segundos en reaccionar.

– Bueno, ¿y tú quién coño eres? -le oyó decir Susan.

No hubo respuesta.

En cambio, Susan percibió un gruñido grave seguido de un gorgoteo y una respiración rápida y entrecortada. Sonaron un golpe seco y un siseo, después un estrépito y un pataleo que recordaba a unos pasos frenéticos de claque y que cesó al cabo de unos segundos. Hubo un momento de silencio, y luego ella oyó un silbido prolongado como el de un globo al que se le escapa el aire. No podía ver lo que ocurría ni estaba dispuesta a abandonar la pose de tiradora para agacharse y echar un vistazo por debajo de la puerta.

Oyó unos jadeos breves de esfuerzo. Del grifo de uno de los lavabos salió un chorro de agua que se interrumpió con un rechinido. A continuación, unas pisadas y el sonido pausado de la puerta al abrirse y cerrarse.

Susan siguió esperando, sujetando la pistola ante sí, intentando imaginar qué había sucedido.

Cuando el peso del arma amenazaba con doblegarle los brazos, Susan exhaló y notó el sudor que le empapaba la frente y la sensación pegajosa del miedo en las axilas. «No puedes quedarte aquí para siempre», se dijo.

No tenía idea de si habían transcurrido segundos o minutos, un rato largo o corto, desde que la persona había entrado y salido de los servicios. Lo único que sabía es que el silencio había invadido la habitación y que, aparte de su propio resuello, no se oía nada más. La adrenalina comenzó a palpitarle en la cabeza de forma abrumadora mientras bajaba la pistola y alargaba la mano hacia el cerrojo de la puerta del retrete.

Lo descorrió despacio y entreabrió la puerta con sumo cuidado.

Lo primero que vio fueron los pies del hombre. Apuntaban hacia arriba, como si estuviera sentado en el suelo. Llevaba unos zapatos caros de piel marrón, y ella se preguntó por qué no había reparado antes en ello.

Susan salió del compartimento y se volvió hacia el hombre.

Se mordió el labio con fuerza para ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta.

Estaba desplomado, en posición sedente, apretujado en el espacio reducido que había bajo los lavamanos gemelos. Sus ojos abiertos la miraban con una especie de asombro escéptico. Tenía la boca abierta de par en par.