Le habían cortado la garganta, que presentaba un tajo ancho, de color rojo negruzco, una especie de sonrisa secundaria y particularmente irónica.
La sangre le había manchado la pechera de la camisa blanca y formado un charco en torno a él. Tenía la bragueta abierta y los genitales al aire.
Susan retrocedió para apartarse del cuerpo, tambaleándose.
La conmoción, el miedo y el pánico le recorrieron el cuerpo como descargas eléctricas. No sólo le costó aclarar en su mente lo que había ocurrido, sino también lo que debía hacer a continuación. Por unos momentos se quedó mirando la automática que aún empuñaba en la mano, como si no recordase si la había utilizado, si de alguna manera le había pegado un tiro al hombre que ahora yacía con la mirada perdida, sorprendido por la muerte. Susan guardó el arma en el bolso mientras las arcadas le convulsionaban el cuerpo. Tragó aire y combatió las ganas de vomitar.
No cobró conciencia de que había reculado, casi como si hubiera recibido un puñetazo, hasta que sintió la pared a su espalda. Tomó la determinación de mirar el cadáver y, para su sorpresa, descubrió que ya lo estaba mirando, y que no había sido capaz de despegar la vista de él. Intentando recobrar la calma, se propuso intentar averiguar los detalles, y de pronto se le ocurrió que su hermano sabría exactamente qué hacer. Sabría reconstruir con precisión lo sucedido, el cómo y el porqué, además de examinar este asesinato en concreto a la luz de las estadísticas pertinentes para valorarlo en un contexto social más amplio. Sin embargo, estas reflexiones sólo sirvieron para marearla aún más. Apoyó la espalda contra la pared con todo su peso, como si quisiera atravesarla para poder marcharse sin tener que pasar por encima del cadáver.
Lo observó con atención. La billetera del hombre estaba abierta, a su costado, y le dio la impresión de que se la habían registrado. «¿Un atraco?», se preguntó. Sin pensar, alargó el brazo hacia ella, luego la retiró, como si hubiera estado a punto de coger una serpiente. Decidió que lo más conveniente era no tocar nada.
– No has estado aquí -musitó para sí. Respiró hondo y añadió-: Nunca has estado aquí.
Intentó poner en orden sus pensamientos, pero se le agolpaban en la cabeza, llevándola al borde del pánico. Empeñada en recuperar el control, logró que el ritmo de su corazón volviese a algo parecido a la normalidad al cabo de unos segundos. «No eres una niña -se recordó-. Ya has visto la muerte antes.» Sin embargo, sabía que esa muerte era la que había presenciado más de cerca.
– ¡El retrete! -exclamó.
No había tirado de la cadena. ADN. Huellas digitales. Entró de nuevo en el compartimento, cogió un trozo de papel higiénico y limpió con él el cerrojo. Luego, accionó la palanca de la cisterna. Mientras la taza borbotaba, volvió a salir y echó una ojeada al cuerpo. La frialdad se apoderó de ella.
– Te lo merecías -dijo. No estaba del todo segura de creerlo de verdad, pero le pareció un epitafio tan adecuado como cualquier otro-. ¿Qué tenías pensado hacer con eso?
Susan se obligó a mirar una vez más la herida en el cuello del hombre.
¿Qué había pasado? Le habían seccionado la yugular con una navaja, supuso, o con un cuchillo de caza. Seguramente había pasado por unos momentos de pánico al comprender que iba a morir, y luego se había desplomado como un fardo.
Pero ¿por qué? ¿Y quién?
Estas preguntas le aceleraron el pulso de nuevo.
Moviéndose con cautela, como si temiera despertar a una fiera dormida, abrió la puerta de los servicios y salió al pasillo. En el suelo vio una huella de zapato solitaria e incompleta, estampada en sangre. Pasó por encima sin pisarla y, mientras la puerta se cerraba a su espalda, se aseguró de no estar dejando tras de sí un rastro parecido. Sus zapatos estaban limpios.
Susan avanzó por el pasillo, giró a la derecha, en dirección a la puerta doble e insonorizada del bar y apretó el paso, aunque procurando no darse demasiada prisa. Por unos instantes, contempló la posibilidad de acudir al barman y decirle que llamara a la policía. Luego, tan rápidamente como la idea le había venido a la cabeza, la desechó. Había sucedido algo de lo que ella formaba parte, pero no sabía con certeza de qué forma, ni qué papel había desempeñado en ello.
Ocultó sus emociones bajo una capa de hielo y entró de nuevo en el bar.
El ruido la envolvió. La multitud había crecido durante los minutos que había pasado en los servicios. Echó un vistazo a las pocas mujeres que había en el bar y pensó que, más temprano que tarde, alguna de ellas tendría que hacer una visita al aseo también. Escudriñó a los hombres con la mirada.
«¿Quién de vosotros es un asesino?», se preguntó.
¿Y por qué?
Ni siquiera se atrevió a aventurar una respuesta. Deseaba huir de allí.
A velocidad constante, en silencio, casi de puntillas, procurando no llamar la atención, se encaminó hacia la salida principal. Un puñado de ejecutivos se dirigía también hacia la puerta, y ella los siguió, aparentando que formaba parte de su grupo. Se apartó de ellos en cuanto salieron a la oscuridad del exterior.
Susan tomó grandes bocanadas de aquel aire negro como si fuera agua en un día caluroso. Alzó la cabeza e inspeccionó los bordes del edificio del bar, dejando que su vista trepara por las pocas farolas que arrojaban una luz amarilla y mortecina sobre el aparcamiento. Buscaba cámaras de videovigilancia. En los mejores establecimientos siempre se monitorizaba, tanto el interior como el exterior, pero no logró vislumbrar cámara alguna, y agradeció entre dientes a los propietarios del Last Stop Inn, estuvieran donde estuviesen, que fueran tan tacaños. Se preguntó si quizás una cámara habría captado su encuentro con el hombre en el bar, pero lo dudaba. De todos modos, si a pesar de todo había un sistema de videovigilancia, la policía acabaría por localizarla y ella podría contarles lo poco que sabía. O mentir y callárselo todo.
Sin darse cuenta, había apretado el paso y caminaba a toda prisa por entre los coches, hasta que llegó junto al suyo. Abrió la puerta, se dejó caer en el asiento del conductor y metió la llave en el contacto. Deseaba arrancar y largarse de ahí de inmediato, pero, tal como había hecho antes, se esforzó por dominar sus impulsos y obligarlos a obedecer el sentido común y la cautela. Lenta y pausadamente, puso en marcha el motor y metió la marcha atrás. Echando algún que otro vistazo a los retrovisores, maniobró para sacar el coche del espacio en que estaba aparcado. A continuación, sin dejar de reprimir sus pensamientos y emociones como si fueran a traicionarla en cualquier momento, huyó de allí de manera contenida y parsimoniosa. En aquel momento no era consciente de que a un criminal profesional le habrían parecido admirables la firmeza de su mano sobre el volante y la serenidad de su partida, aunque este pensamiento le vino a la cabeza muchas horas después.
Susan condujo durante unos quince minutos antes de decidir que se había alejado lo bastante del hombre degollado. Una debilidad voraz empezaba a apoderarse de ella, y sintió que sus manos tenían la necesidad de soltar el volante para echarse a temblar.
De un bandazo metió el coche en otro aparcamiento y se detuvo en una plaza vacía y bien iluminada situada justo enfrente del bloque sólido y cuadrado de un gran almacén que pertenecía a una cadena nacional de aparatos electrónicos. En la fachada, la tienda tenía un enorme rótulo de neón rojo que despedía una mancha de color contra el cielo oscuro.
Quería reconstruir en su mente lo sucedido en el bar, pero no conseguía sacar nada en claro. «Me he encerrado en los servicios de señoras -se dijo-, cuando el hombre ha entrado con la intención de violarme, tal vez, o tal vez sólo de exhibirse, pero sea como sea me tenía acorralada, y entonces otro hombre ha entrado y, sin decir nada, ni una palabra, lo ha matado sin más, le ha robado su dinero y me ha dejado ahí. ¿Sabía que yo estaba allí? Por supuesto. Pero ¿por qué no ha abierto la boca, ni siquiera después de salvarme?»