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Esta idea le resultaba difícil de digerir, de modo que le dio vueltas en su mente: «El asesino me ha salvado.»

Se sorprendió a sí misma contemplando el gigantesco letrero de la tienda de electrodomésticos. El rótulo le estaba diciendo algo, pero parecía distante, como cuando alguien a lo lejos toca una y otra vez el mismo acorde en algún instrumento musical. Continuó mirando el letrero, dejando que la distrajese de sus reflexiones sobre lo acontecido aquella noche en el bar. Por último, pronunció la frase publicitaria de los almacenes en voz alta pero suave:

– Llévatelo contigo.

«¿Qué es lo que te pasa?», se preguntó.

Notó que la garganta se le secaba de golpe.

«Cereal-r.»

El trigo era un cereal.

Sacó el bloc de notas de su bolso, tras apartar bruscamente la pistola, que estaba por en medio. «Número/siempre Previo Virginia con cereal-r.»

La inundó un torrente de sensaciones: miedo, curiosidad, una extraña satisfacción. «La última palabra -pensó-. Debería haberla descifrado antes. Era casi tan fácil como la primera.» No había tantos cereales; sólo era cuestión de pensar en el nombre de cada uno de ellos. El trigo, por ejemplo. Y luego, quitarle una letra. La erre.

– Número Previo Virginia con cereal menos erre -dijo en voz alta.

Y escribió en su bloc: «Siempre he estado contigo.»

El repentino temblor de sus manos ocasionó que el lápiz se le cayera al suelo del coche. Susan aferró el volante para que dejaran de moverse. Respiró hondo, y durante ese segundo no fue capaz de determinar si lo que sentía era el miedo residual de lo sucedido hacía un rato aquella noche, o un nuevo terror que emanaba de las palabras que acababa de anotar en la página que tenía delante, o una combinación aún más siniestra de ambas cosas.

8 Un equipo de dos

El agente Martin había conseguido un despacho pequeño, situado aparte del cuartel general del Servicio de Seguridad del Estado, una planta por encima de la guardería, en el edificio de las Oficinas del Estado. Era allí donde los dos hombres debían poner en marcha su investigación. El inspector había mandado instalar ordenadores, ficheros, una línea de teléfono segura y un sistema de acceso por identificación de la palma de la mano diseñado para que nadie pudiera entrar excepto ellos dos. En una pared, había colocado un mapa topográfico grande del estado número cincuenta y uno, y al lado, una pizarra. Había un escritorio sencillo, de acero, pintado de color naranja, para cada hombre; una mesa de reunión pequeña, de madera, una nevera, una cafetera y, en una habitación contigua, dos camas plegables, un aseo y una ducha. Era un espacio funcional, minimalista. A Jeffrey Clayton le gustó que no estuviese atestado de cosas. Y cuando se sentó frente a su pantalla de ordenador por la mañana, cayó en la cuenta de que los revoltosos sonidos de los niños al jugar penetraban la capa de aislamiento acústico bajo sus pies y llegaban hasta sus oídos. Le resultaba reconfortante.

Le parecía que tenía un problema doble.

La primera incógnita, por supuesto, era si el hombre que había dejado tres cadáveres con las extremidades extendidas a lo largo de veinticinco años en zonas desoladas era su padre. A Clayton lo invadió una especie de mareo, como el causado por la embriaguez, cuando se planteó esa pregunta mentalmente. El erudito pedante que llevaba dentro inquinó: «¿Qué sabes tú de esos crímenes?» Él respondió para sí: sólo que se encontraron tres cadáveres en una posición muy característica que, en un mundo regido por las probabilidades, demostraba casi sin lugar a dudas que el mismo hombre los había colocado así. Sabía también que su compañero en la investigación estaba obsesionado con el primer asesinato, que, por algún motivo que guardaba en secreto, le había dejado una huella profunda hacía veinticinco años.

Jeffrey exhaló un suspiro largo, soltando el aire como un globo dado de sí.

Se sentía acosado por las preguntas. Sabía poco de ese primer asesinato, de la relación del agente Martin con los hechos, de la posible implicación de su padre. Tenía miedo de buscar respuestas en cualquiera de esos ámbitos, pues el miedo a lo que podría descubrir prácticamente lo paralizaba. Jeffrey se sorprendió a sí mismo debatiendo interiormente, manteniendo conversaciones enteras entre facciones enfrentadas de su imaginación, intentando negociar con las pesadillas más atroces que llevaba dentro.

Centró sus pensamientos en la reunión que había mantenido con los tres funcionarios, Manson, Starkweather y Bundy. «Al menos me pagarán bien por desvelar mi pasado.»

La ironía de su situación resultaba casi cómica, y casi imposible también.

«Encuentra a un asesino. Encuentra a tu padre. Encuentra a un asesino. Exculpa a tu padre.»

De pronto le entraron ganas de vomitar.

«Menuda herencia me dejó», pensó.

– «Y ahora -dijo en voz alta-, mi última voluntad es legar a mi hijo, a quien hace muchos años que no veo, todos mis…»

Se interrumpió a media frase. ¿Qué? ¿Qué le había legado su padre?

Se quedó mirando los documentos que empezaban a amontonarse sobre su escritorio. Tres crímenes. Tres carpetas. Sólo ahora comenzaba a entender cuan profundo era realmente su dilema. La cuestión secundaria a la que se enfrentaba era igual de problemática: independientemente de quién fuera el autor de los asesinatos, ¿cómo iba a dar con él? El científico que llevaba dentro le exigía que estableciese un protocolo, una lista de tareas, una serie de prioridades.

«Eso puedo hacerlo -insistió-. Tiene que haber algún plan para descubrir al asesino. El secreto está en determinar qué puede funcionar.»

Entonces cayó en la cuenta: dos planes. Porque encontrar a su padre -su difunto padre, el padre que una parte de él creía desterrado de su vida hacía un cuarto de siglo y muerto de forma anónima y apartado de la familia- requeriría una investigación distinta que encontrar a un asesino desconocido y por el momento indefinido.

«Otra ironía -pensó-. Les facilitaría mucho las cosas al agente Martin y al Servicio de Seguridad del Estado que el responsable de esos crímenes fuera de verdad mi padre.» Tomó nota mentalmente de que los funcionarios aprovecharían la menor oportunidad para llevar la investigación por ese camino. Después de todo, era la razón aparente de que lo hubiesen llevado allí. Y la alternativa -que se tratara únicamente de un tipo nuevo, anónimo y terrorífico- representaría la peor de dos pesadillas posibles para ellos, pues alguien sin identificar resultaría mucho más difícil de detener.

Él sabía, por supuesto, que para atrapar a cualquiera de los dos tendría que familiarizarse con ciertos datos, los detalles de los asesinatos, a fin de llegar a entender al asesino. Si lograse llegar a esa comprensión, podría cotejar ese conocimiento con las pruebas recogidas y ver adónde lo conducía todo ello.

El proceso lo fascinaba tanto como lo horrorizaba. Se comparaba a sí mismo con los científicos enloquecidos pero entregados que se inoculaban cuidadosamente alguna enfermedad tropical virulenta para estudiar a fondo sus efectos y llegar a comprender del todo la naturaleza de ese mal.

«Deberás infectarte de esos asesinatos y luego comprenderlos.»

Con el entusiasmo de un estudiante que se prepara para un examen final tras un curso en el que su asistencia a clase fue cuando menos irregular, Jeffrey se puso a leer de principio a fin los expedientes de los casos, dejando para el final la entrevista entre el agente Martin y su padre.

Cuando llegó a esas últimas páginas, sintió un vacío interior. Oía la voz de su padre -locuaz, sarcástica, sin asomo de miedo, siempre con un toque de rabia-, que resonaba en su mente, inmune al paso de las décadas. Hizo una pausa por un momento para examinar su propia memoria. «¿Qué recuerdo de esa voz? Recuerdo que siempre humeaba con una especie de ira contenida. ¿ Gritaba? No. Una rabia exteriorizada habría sido muy preferible. Sus silencios resultaban mucho peores.»