Выбрать главу

– ¿Alguna prueba? -preguntó Jeffrey. Sabía que había hecho la misma pregunta antes, pero aun así se le escapó de los labios, cargada de buena parte del sarcasmo escéptico que debió de mostrar su padre cuando se abordó el tema de una adolescente desaparecida-. Aún no he oído nada que vincule de manera fehaciente a mi viejo con este caso, o con ninguno de los otros.

– Vamos, profesor. Sólo sé que ella encaja en el perfil general de mujer joven, y que ha desaparecido sin otra explicación verosímil. Es como esas viejas historias de abducciones extraterrestres que abundaban en la prensa amarilla. ¡Zap! Luces cegadoras, un ruido ensordecedor, ciencia ficción y se acabó. El problema es que no hay ningún ser venido de otro mundo. Al menos del tipo de mundo al que se referían esos plumíferos. Jeffrey asintió con la cabeza.

– Tiene que entender el lugar donde se encuentra, profesor -continuó el inspector-. Cuando todos esos peces gordos de las multinacionales concibieron la idea de crear un estado libre de crímenes hace más de una década, su objetivo era simple y precisamente eso: la seguridad. Aquí, tiene que haber una explicación evidente para cualquier suceso que se salga de lo normal, pues ésa es la base sobre la que se sustenta todo el Territorio. Joder, incluso legislamos lo que es normal. La normalidad es la ley que rige esta tierra. Está en cada bocanada de aire que respira aquí. Es lo que hace que este lugar resulte tan jodidamente atractivo. Así que, en cierto modo, sería más razonable para mí presentarme ante los padres de esa adolescente y decirles: «Sí, señora, y sí, señor, su tesorito realmente fue abducida por alienígenas. Estaba caminando al aire libre cuando de repente la succionó un puto platillo volante enorme.» Y es que eso al final tendría mucho más sentido, pues nuestra razón de existir es la de ser lo contrario al resto del país. Los padres lo comprenderían… -Se interrumpió para tomar aliento y añadió-: Apuesto a que en su pequeña población universitaria, cuando esa chica desapareció de su clase, por muy desagradable que fuera lo ocurrido, no le hizo perder el sueño, ¿verdad, profesor? Porque al fin y al cabo no se trataba de algo tan raro. Sucede todos los días, o tal vez no todos, pero sí muy a menudo, ¿me equivoco? No fue más que una desgracia al viejo estilo. La chica tuvo mala suerte. Le tocó sufrir en carne propia una pequeña muestra de la versión corriente y local del salvajismo y la tragedia. Algo cotidiano. Nada excepcional, en un sentido u otro. La vida sigue tal como es. Seguramente ni siquiera saltó a los titulares, ¿verdad?

– Correcto.

– En cambio aquí, profesor, garantizamos la seguridad. Garantizamos que es seguro volver andando a casa a solas, de noche; que uno no tiene por qué cerrar la puerta con llave, que puede dejar las ventanas abiertas. De modo que, cuando el estado no consigue estar a la altura de su promesa, bueno, eso debería salir en primera plana, ¿no? ¿No cree que a algún periodista del New Washington Post le parecería una noticia sensacional?

– Entiendo adónde quiere llegar.

– ¿Ah, sí? Bueno, aunque no sea verdad, pronto lo entenderá. Lea las ordenanzas, lea las normas que debemos cumplir los que vivimos aquí. Se hará una idea. La gente no desaparece. Aquí no. No sin una explicación procedente del resto del mundo.

– Pues esa chica desapareció -señaló Jeffrey-, y eso nos dice algo importante, ¿no?

– ¿Qué nos dice, profe?

Jeffrey bajó la voz de modo que parecía surgir de algún rincón profundo y ronco de su interior.

– Alguien se está saltando las normas.

El agente Martin frunció el entrecejo.

Jeffrey respiró hondo.

– Por supuesto, si al final resulta que la joven se fugó con algún novio que lleva chaqueta de cuero y conduce una moto grande, se anulan las apuestas. En el caso de la otra chica, aquella cuyo cadáver sí consiguieron encontrar, ¿cuánto tiempo transcurrió entre la desaparición y el hallazgo?

– Un mes.

– ¿Y en los otros dos casos?

– Una semana.

– ¿Y hace veinticinco años?

– Tres días.

Jeffrey hizo un gesto de afirmación.

– Supongamos, inspector, que es el mismo hombre quien comete estos crímenes. Es una suposición basada en indicios de lo más endebles. Aun así, la daremos por buena unos instantes. Entonces, podríamos deducir que él ha aprendido algo, ¿no es así?

El agente Martin asintió.

– Eso parece. -Tosió con fuerza una vez, antes de agregar una frase aterradora-: A tener paciencia.

Jeffrey se frotó la frente con una mano. Se notó la piel fría y pegajosa al tacto.

– Me pregunto cómo ha aprendido eso -dijo.

Martin no contestó.

El profesor se levantó de su asiento ayudándose con las manos y, sin hablar, entró en el reducido cuarto de baño situado al fondo del despacho. Cerró la puerta tras de sí, echó el cerrojo y se inclinó sobre el lavabo. Creía que iba a vomitar, pero lo único que salió de su boca fue una bilis nociva y amarga. Se echó agua fría en la cara y, mirándose a los ojos en el pequeño espejo, se dijo: «Estoy en un lío.»

Jeffrey tardó unos momentos en recuperar la compostura. Estudió con atención su reflejo, como para cerciorarse de que no quedaran restos de angustia en sus ojos, y salió al despacho, donde Martin se movía de un lado a otro en su silla, sonriendo ante su desazón.

– Ya ve que el cheque que le espera al final de todo esto difícilmente podría considerarse dinero fácil, profe. No, no le resultará fácil en absoluto…

Jeffrey se sentó en su propia silla y por un instante hizo un esfuerzo por pensar.

– Supongo que no tendremos suerte, pero se me ha ocurrido algo. Esta última chica salía de un colegio, y la primera víctima, hace un cuarto de siglo, iba a un colegio privado, y la chica secuestrada de mi clase también era una estudiante. O sea, inspector Martin, que en lugar de quedarse ahí sentado sonriendo y pasándoselo bomba por la situación en que usted me ha metido, quizá debería empezar a actuar como un investigador.

Martin dejó de balancearse en su asiento.

Jeffrey señaló el ordenador.

– Dígame. Esa máquina suya, ¿qué cosas fantásticas sabe hacer?

– Es un ordenador del Servicio de Seguridad. Tiene acceso todos los bancos de datos del estado.

– Pues echemos un vistazo a los profesores y al personal del colegio en el que se quedó hasta tarde. Supongo que usted podrá hacer que aparezcan fotos y biografías en la pantalla. ¿Puede clasificarlas por edades? Al fin y al cabo, buscamos a alguien de sesenta y tantos años, quizá de poco menos de sesenta. Un varón de raza blanca.

Martin se volvió hacia el monitor y comenzó a introducir códigos.

– Puedo cotejar los datos con los del Control de Pasaportes y el Departamento de Inmigración -dijo.

– ¿Exactamente qué datos recoge Inmigración? -preguntó Jeffrey mientras el inspector trabajaba.

– Fotografía, huellas digitales, mapa de ADN… aunque esto llevan pocos años haciéndolo… declaraciones de Hacienda de los últimos cinco años, referencias personales, historial familiar verificable, informes sobre coche y casa e historia clínica. Si quieres vivir aquí, tienes que poner a disposición del estado buena parte de tu vida personal. Es la principal razón por la que algunos tipos ricos no se animan a establecerse aquí. Prefieren vivir, por ejemplo, en San Francisco, con guardaespaldas y en el interior de muros con alambradas, pero sin tener que desvelar su vida privada ni el origen de su fortuna.