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El agente Martin alzó la vista de la pantalla de ordenador.

– Según esto hay veintidós nombres que responden más o menos a esa descripción: varón de raza blanca, de más de cincuenta y cinco años y relacionado con ese colegio.

– Tal vez esto resulte fácil. Muéstreme las fotos en la pantalla, una detrás de otra, despacio.

– ¿Usted cree?

– No, no lo creo. Pero reconozca que quedaríamos como unos idiotas si nos saltáramos los pasos más obvios. La respuesta a la pregunta que aún no ha formulado es no. No creo que reconociera a mi padre después de veinticinco años. Pero quizá podría. ¿Una posibilidad de un millón contra uno? Vale la pena intentarlo, supongo.

El inspector soltó un gruñido y pulsó otras teclas. Una por una, imágenes acompañadas de información personal aparecieron en el monitor de ordenador.

Por unos instantes, Jeffrey estuvo fascinado.

Eso era el no va más en voyeurismo, pensó.

Los pormenores de las vidas destellaban en colores electrónicos en la pantalla. Un subdirector había atravesado un complicado proceso de divorcio hacía más de una década, y su ex esposa había presentado una denuncia por malos tratos que fue desestimada; el entrenador del equipo de fútbol americano no había declarado unos ingresos por venta de acciones, y Hacienda lo había pillado; un profesor de Ciencias Sociales tenía un problema con la bebida, o al menos eso parecía desprenderse de sus tres condenas por conducir bajo los efectos del alcohol a lo largo de los últimos doce años, y había seguido un programa de rehabilitación. Pero las biografías iban más allá y ofrecían datos secundarios; el profesor de lengua inglesa tenía una hermana internada por esquizofrenia, y el hermano del conserje principal había muerto de sida. Los detalles se sucedían en la pantalla, ante sus ojos.

Cada informe llevaba adjunta una foto frontal del rostro, una del perfil derecho y otra del izquierdo, junto con el historial clínico completo. Trastornos cardiacos, renales y hepáticos, descritos brevemente en jerga médica. Pero eran las fotografías de cada sujeto lo que le interesaba. Las estudió minuciosamente, como midiendo el largo de la nariz, la prominencia del mentón, intentando determinar la arquitectura de cada rostro y comparándola con la visión de su infancia que mantenía guardada al fondo de algún armario emocional de su interior.

Jeffrey se dio cuenta de que respiraba despacio, con inspiraciones poco profundas. Se tranquilizó y exhaló a través de unos labios ligeramente fruncidos. Le sorprendió descubrir que se sentía aliviado.

– No. No está ahí. Hasta donde yo sé. -Se frotó los párpados con los dedos-. De hecho, no hay nadie que se le parezca ni remotamente. O que se parezca a la imagen que tengo en la cabeza.

El inspector hizo un gesto de asentimiento.

– Habría sido un auténtico golpe de suerte.

– De todos modos, no sé si sería capaz de reconocerlo.

– Claro que sí, profe.

– ¿Eso cree? Yo no. Veinticinco años es mucho tiempo. La gente cambia. A la gente se la puede cambiar.

Martin no respondió enseguida. Estaba contemplando la última fotografía en la pantalla. Era de un administrador escolar de cabello cano cuyos padres habían sido detenidos en su adolescencia en una manifestación contra la guerra.

– No, ya lo recordará -aseguró-. Quizá no quiera, pero se acordará. Y yo también. El no lo sabe, ¿verdad? Pero hay dos personas en el estado que le han visto la cara y saben lo que es. Sólo nos falta encontrar un modo de hacer aparecer esa imagen en esta pantalla para ir bien encaminados. -El inspector apartó la mirada del ordenador-. Bueno, ¿y ahora qué, profesor? -Se reclinó en el asiento-. ¿Quiere echar un vistazo a todos los varones blancos de más de cincuenta y cinco años que hay en el territorio? No debe de haber más de un par de millones. Podríamos hacerlo.

Jeffrey sacudió la cabeza.

– Lo imaginaba -comentó Martin-. Entonces, ¿qué?

Jeffrey vaciló, luego habló en voz baja y cortante.

– Déjeme hacerle ahora una pregunta estúpida, inspector. Si está tan convencido de que el hombre que lleva a cabo estos actos es mi padre, ¿qué ha hecho usted para localizarlo? Es decir, ¿qué pasos ha dado para encontrarlo aquí? Debe de estar registrado en su Departamento de Inmigración, ¿no? Desplegó usted una astucia acojonante para dar conmigo. ¿Qué hay de él?

El inspector hizo una ligera mueca.

– No habría acudido a usted, profesor, si no hubiese agotado esas vías. No soy idiota.

– Entonces, si no es usted idiota -dijo Jeffrey, no sin cierta satisfacción-, tendrá usted en algún sitio un dossier que no me ha facilitado, con los detalles sobre todo lo que ha hecho usted hasta ahora para encontrarlo y los motivos de su fracaso.

El inspector movió la cabeza afirmativamente.

– Quiero que me lo dé -dijo Jeffrey-. Ahora.

El agente Martin titubeó.

– Sé que es él -dijo con suavidad-. Lo sé desde el momento en que vi el primer cadáver.

Se agachó y abrió despacio la cerradura del cajón inferior de su escritorio. Extrajo un sobre amarillo cerrado de papel de Manila y se lo tiró a Clayton.

– La historia de mi frustración -dijo el inspector con una risita-. Léala cuando le venga bien. Descubrirá que su viejo dominaba una técnica que al parecer me ha derrotado. Al menos hasta ahora.

– ¿Qué técnica?

– Desaparecer -respondió el inspector-. Ya lo comprobará. En fin, volvamos al presente. ¿Qué desea hacer primero, profesor? Estoy a su disposición.

Jeffrey reflexionó por un instante mientras toqueteaba la cinta adhesiva que mantenía el sobre cerrado.

– Quiero ver el sitio donde encontraron el último cadáver. El que figura en el tercer lugar de la lista. Luego, elaboraremos un plan de investigación. Y, como ya le he dicho, podríamos hablar con los familiares de la desaparecida más reciente.

– ¿Para averiguar qué?

– Todas tienen algo en común, inspector. Algo las une. ¿La edad? ¿El aspecto? ¿El lugar? O quizás algo más sutil, como, por decir algo, que todas sean rubias y zurdas. Sea lo que sea, hay algo que llevó al asesino a convertirlas en sus presas. El reto está en descubrir de qué se trata. En cuanto lo sepamos, quizá comprendamos las reglas de juego por las que se rige. Y entonces, quizá podamos jugar con él.

El inspector asintió con la cabeza.

– De acuerdo -dijo-. Suena como el principio de un plan. Además, así podrá conocer usted un poco el estado.

Jeffrey recogió el expediente de la víctima de asesinato. Advirtió que su nombre, Janet Cross, estaba escrito con rotulador negro en el exterior de la carpeta que contenía el análisis de la escena del crimen, el informe de la autopsia y notas sueltas de la investigación policial. «No quiero saber cómo te llamabas -se dijo-. No quiero saber quién eras. No quiero saber nada de tus ilusiones, tus sueños o tus creencias, ni si eras la querida hija de alguien, o quizá la esperanza de alguien para el futuro. No quiero que tengas un rostro. Quiero que seas la número tres, y nada más que eso.» Guardó el expediente y el sobre cerrado en una cartera de piel.

El profesor se puso en pie y se acercó a la pizarra. Trazó una línea vertical en medio de la superficie verde con un trozo romo de tiza amarilla. Le dio la impresión de que había algo vagamente divertido en lo que estaba haciendo; en un mundo que dependía en gran medida de la instantaneidad electrónica de los ordenadores, una pizarra al viejo estilo seguramente seguía siendo el mejor utensilio para esbozar teorías; retroceder unos pasos, contemplarlas y luego borrar las ideas que no dan fruto. El había solicitado la pizarra; había utilizado una en la investigación de Galveston, y también en Springfield. Le gustaban las pizarras; eran una reliquia, como el asesinato en sí.