No dejó de escrutar a la concurrencia con la mirada. En la cuarta fila, a la derecha, había una joven que se revolvía inquieta. Se retorcía las manos sobre el regazo. «¿Síndrome de abstinencia de anfetaminas? -se preguntó-. ¿Psicosis inducida por la cocaína?» Sus ojos continuaron explorando y se fijaron en un chico alto sentado justo en el centro del auditorio que llevaba gafas de sol, a pesar de la penumbra que reinaba en la sala, tenuemente iluminada por los mortecinos fluorescentes amarillos del techo. El joven estaba sentado muy rígido, con los músculos tensos, como si la soga de la paranoia lo mantuviese atado a su silla. Tenía las manos ante sí, apretadas, pero vacías, tal como Jeffrey Clayton vio de inmediato. Manos vacías. Había que encontrar las manos que ocultaban el arma.
Se oyó a sí mismo dar la conferencia, como si su voz emanara de un espíritu separado de su cuerpo.
– … Cabe suponer, a modo de ejemplo, que el antiguo sacerdote azteca que se encargaba de arrancar el corazón aún palpitante a las víctimas de los sacrificios humanos, bueno, seguramente disfrutaba con su trabajo. Se trataba de asesinatos en serie socialmente aceptados y promovidos. Sin duda el sacerdote se iba a trabajar alegremente cada mañana después de darle un beso en la mejilla a su esposa y alborotarles el pelo a sus pequeños, con el maletín en la mano y el Wall Street Journal bajo el brazo para leerlo en el tren suburbano, ilusionado con pasar un buen día ante el altar de sacrificios…
En la sala resonó un murmullo de risitas ahogadas. Clayton aprovechó el momento para introducir una bala en la recámara de la pistola sin que se oyera el ruido metálico.
A lo lejos sonó una sirena que marcaba el final de la clase. Los más de cien estudiantes que estaban en la sala se rebulleron en sus asientos y comenzaron a recoger sus chaquetas y mochilas, afanándose durante los últimos segundos de la clase.
«Éste es el momento más peligroso», pensó él. De nuevo habló en voz alta.
– No lo olviden: les pondré un examen la semana próxima. Para entonces, tendrán que haberse leído las transcripciones de las entrevistas a Charles Manson en prisión. Las encontrarán en el fondo de reserva de la biblioteca. Esas entrevistas entrarán en el examen…
Los alumnos se levantaron de sus asientos, y él empuñó la pistola sobre sus rodillas. Unos pocos estudiantes empezaron a caminar hacia el estrado, pero él les hizo señas con la mano que le quedaba libre para que se alejaran.
– El horario de despacho está pegado fuera. No habrá más conferencias ahora…
Vio vacilar a una joven. A su lado había un muchacho muy desarrollado, con brazos de culturista y acné galopante, debido sin duda a un exceso de esteroides. Ambos llevaban téjanos y sudaderas con las mangas recortadas. El chico tenía el pelo corto como el de un presidiario. Sonreía de oreja a oreja. Al profesor lo asaltó la duda de si las tijeras romas con que había operado a su sudadera eran las mismas que había usado para su corte de pelo. En otras circunstancias, seguramente se lo habría preguntado. Los dos dieron un paso hacia él.
– Salgan por la puerta trasera -les indicó Clayton en alto, haciendo un gesto de nuevo.
La pareja se detuvo por unos instantes.
– Quiero hablar del examen final -dijo la chica, con un mohín.
– Pídale hora a la secretaria del departamento. La atenderé en mi despacho.
– Será sólo un momento -insistió ella.
– No -contestó él-. Lo siento. -Miraba detrás de la joven, y a ella y al chico alternadamente, temeroso de que alguien se estuviese abriendo paso contra el torrente de alumnos, arma en mano.
– Venga, profe, dele un minuto -pidió el novio. Exhibía su actitud amenazadora con tanta naturalidad como su sonrisa, torcida por el pendiente de metal que llevaba clavado en el labio superior-. Ella quiere hablar con usted ahora.
– Estoy ocupado -replicó Clayton.
El joven dio otro paso hacia él.
– Dudo que tenga tantas putas cosas que hacer como para…
Pero la chica extendió el brazo y le tocó el hombro. Eso bastó para contenerlo.
– Puedo volver en otro momento -dijo ella, dejando al descubierto sus dientes amarillentos al sonreírle a Clayton con coquetería-. No pasa nada. Necesito una nota alta, y puedo ir a verle a su despacho. -Se pasó la mano en silencio por el pelo, que llevaba muy corto en la mitad de la cabeza que se había afeitado, y que le crecía en una cascada de rizos exuberantes en la otra mitad-. En privado -añadió.
El chico giró sobre sus talones hacia ella, dándole la espalda al profesor.
– ¿Qué coño significa eso? -preguntó.
– Nada -respondió ella sin dejar de sonreír-. Concertaré una cita. -Pronunció la última palabra en un tono demasiado preñado de promesas y le dedicó a Clayton una sonrisita provocativa acompañada de un ligero arqueo de las cejas. Acto seguido, cogió su mochila y dio media vuelta para marcharse. El culturista soltó un gruñido en dirección al profesor y luego echó a andar a toda prisa en pos de la joven. Clayton lo oyó recriminarla con frases como «¿A qué coño ha venido eso?» mientras la pareja subía las escaleras hacia la parte posterior de la sala de conferencias hasta desaparecer en la oscuridad del fondo.
«No hay luz suficiente -pensó-. Los fluorescentes siempre se funden en las últimas filas, y nadie los cambia. Debería estar iluminado hasta el último rincón. Muy bien iluminado.» Escudriñó las sombras próximas a la salida, preguntándose si alguien se ocultaba en ellas. Recorrió con la mirada las hileras de asientos ahora vacíos, buscando a alguien agazapado, listo para atacar.
La luz roja de la alarma silenciosa seguía parpadeando. Clayton se preguntó dónde estaría la unidad de Operaciones Especiales y luego llegó a la conclusión de que no acudiría.
«Estoy solo», repitió para sí.
Y de inmediato cayó en la cuenta de que no era así.
La figura estaba encogida en un asiento situado muy al fondo, al borde de la oscuridad, esperando. Clayton no podía ver los ojos del hombre, pero, incluso agachado, se notaba que era muy corpulento.
Clayton alzó la pistola y apuntó con ella a la figura.
– Te mataré -dijo en un tono categórico y duro.
Como respuesta, oyó una risa procedente de las sombras.
– Te mataré sin dudarlo.
Las carcajadas se apagaron y cedieron el paso a una voz.
– Profesor Clayton, me sorprende. ¿Recibe a todos sus alumnos con un arma en la mano?
– Cuando es necesario -contestó Clayton.
La figura se levantó de su asiento, y el profesor comprobó que la voz pertenecía a un hombre maduro, alto y robusto con un terno que le venía pequeño. Llevaba un maletín pequeño en una mano, y Clayton reparó en él cuando el hombre abrió los brazos de par en par en un gesto amistoso.
– No soy un alumno…
– Ya se ve.
– … pero me ha gustado eso de que el asesino se transforma en su víctima. ¿Es cierta esa afirmación, profesor? ¿Puede documentarla? Me gustaría ver los estudios que respaldan esa teoría. ¿O sólo se lo dice la intuición?
– La intuición -respondió- y la experiencia. No hay estudios clínicos satisfactorios. Nunca los ha habido, y dudo que los haya en un futuro.
El hombre sonrió.
– Habrá leído sobre Ross y su innovadora investigación relativa a los cromosomas anómalos, ¿no? ¿Y qué me dice de Finch y Alexander y el estudio de Michigan sobre la composición genética de los asesinos compulsivos?
– Estoy familiarizado con ellos -dijo Clayton.
– Claro que lo está. Usted fue ayudante de investigación de Ross, la primera persona que él contrató cuando se le concedió una asignación federal. Y tengo entendido que usted escribió en realidad el otro artículo, ¿verdad? Ellos firmaron, pero usted realizó el trabajo, ¿no? Antes de doctorarse.