Выбрать главу

Jugueteó con el trozo de tiza por unos instantes, consciente de que el inspector lo observaba. Luego, en la parte superior derecha de la pizarra, escribió: «SOSPECHOSO A: Si el asesino es alguien a quien conocemos.» a continuación, en el lado izquierdo, escribió: «SOSPECHOSO B: Si el asesino es alguien a quien no conocemos.» Subrayó la palabra «no».

El agente Martin asintió con la cabeza, acercándose a la pizarra.

– Eso tiene sentido. Llegará un punto en el que tendremos que borrar uno u otro lado. Para empezar, encontremos algo que nos ayude a hacerlo. -Dio un golpecito con el dedo en la mitad izquierda, levantando una nubecilla de polvo de la palabra «no -. Apuesto a que borraremos esta parte primero.

9 La chica encontrada

Los dos hombres se dirigían en coche al norte a través del estado número cincuenta y uno, hacia las estribaciones rocosas donde, unos meses atrás, se había descubierto el cadáver de la joven designada con el número tres. Jeffrey Clayton escuchaba distraídamente el golpeteo rítmico de las ruedas del automóvil contra los sensores electrónicos incrustados en el asfalto de la carretera. Avanzaban deprisa, aunque en una sala de control lejana, su velocidad y su posición podían leerse en un mapa informático de todo el sistema viario del estado. Aun así, los dejaron en paz. Al principio del viaje, el agente Martin había dado un código de tráfico a la oficina central por teléfono para que ningún helicóptero del Servicio de Seguridad apareciera sobre sus cabezas exigiéndoles que redujesen la velocidad para ceñirse al límite que normalmente se hacía cumplir a rajatabla.

De cuando en cuando pasaban zumbando junto a salidas que conducían a zonas pobladas. Todas ellas tenían nombres agresivamente optimistas como Victoria, Éxito o Valle Feliz, o bien los tipos de nombres inventados con el fin de suscitar imágenes de una vida pura en plena naturaleza, según la visión de algún ejecutivo en su despacho, como Río Viento o Trote del Ciervo. La entrada a cada una de estas zonas se anunciaba con un letrero distinto, codificado con colores. Al final, Clayton preguntó por qué.

– Muy sencillo -respondió el agente Martin-. Cada color indica un tipo distinto de vivienda. Hay cuatro niveles dentro del estado: amarillo, las casas y apartamentos urbanos; marrón, casas unifamiliares de dos o tres habitaciones; verde, residencias de cuatro o cinco habitaciones; y azul, fincas grandes. Todo se basa en un concepto urbanístico ideado por Disney para la primera de sus ciudades privadas, erigida a las afueras de Orlando, pero llevado un poco más lejos.

Clayton dio unos golpecitos con el dedo a un adhesivo rojo pegado a la ventana lateral.

– ¿Y el rojo? -inquirió.

– Significa que tengo acceso a todas partes.

Cuando pasaron junto a una señal verde que anunciaba un sitio llamado Cañada del Zorro, Clayton lo señaló.

– Enséñeme.

Con un gruñido, el inspector dio un bandazo para enfilar la rampa de salida.

– Buena elección -comentó crípticamente.

Casi al instante se encontraban en medio de una urbanización residencial de las afueras, un barrio de patios amplios y de pinares. El sol se colaba por entre las ramas y ocasionalmente arrancaba destellos al capó metálico de algún coche último modelo bien pulido aparcado en algún camino particular. Se formaban arcos iris pequeños cuando la luz daba de lleno en el rocío de los aspersores que regaban automáticamente el césped. Las casas en sí parecían espaciosas, cada una de ellas rodeada por cerca de media hectárea de terreno y bastante apartadas de la modesta carretera. Más de una estaba equipada con una piscina cubierta.

A Clayton le dio la impresión de que había varios diseños básicos para cada casa; reconoció los estilos colonial, del Oeste y mediterráneo. Todas las viviendas estaban pintadas de blanco, gris o beige, o bien teñidas con una capa translúcida que resaltaba el revestimiento de tablas de madera. En el trazado de cada modelo, sin embargo, sólo había diferencias menores -un atrio, una galería con vidrieras o ventanas en forma de media luna-, de manera que los barrios parecían iguales, pero no del todo; similares, pero ligeramente distintos. O quizá, pensó él, únicos pero no demasiado, lo que tuvo que reconocer que era un contrasentido, aunque resultaba bastante adecuado. La arquitectura de la urbanización era suticlass="underline" aparentemente proclamaba que cada hogar era diferente pero que el conjunto era uniforme. Clayton se preguntó si podría decirse lo mismo de quienes vivían en las casas.

Era mediodía y la temperatura templada empezaba a subir levemente conforme el sol ascendía en lo alto. El barrio estaba tranquilo. Salvo por alguna que otra mujer que vigilaba pacientemente a unos niños pequeños que jugaban en los columpios y las estructuras de barras de madera en un patio lateral, las calles estaban desiertas. Clayton miraba en torno a sí, buscando atisbos de deterioro o abandono, pero todo era demasiado nuevo. Unas manzanas más adelante, avistó a un par de mujeres vestidas con atuendos de corredoras de colores vistosos, haciendo footing despacio tras unos relucientes cochecitos de tubos de acero con sendos bebés en su interior. Las dos eran jóvenes, quizá de la edad del propio Jeffrey, aunque de repente se sintió mayor. Las mujeres saludaron con un gesto cuando pasaron junto a ellas en el coche.

Clayton reparó en otra cosa: no había cercas de seguridad.

– No está mal, ¿no? -preguntó el inspector.

– No -admitió Clayton-. Parece agradable. ¿Hay normas que regulen los estilos de las casas?

– Por supuesto. Hay normas sobre el color, normas sobre el diseño, normas sobre lo que uno puede y no puede instalar. Hay normas de todo tipo, sólo que no las llamamos normas. Las llamamos pactos, y todo el mundo firma el acuerdo necesario antes de establecerse aquí.

– ¿Nadie protesta?

El inspector negó con la cabeza.

– Nadie protesta.

– Pongamos que tienes una colección de objetos artísticos caros que requiere sensores de presión y alarmas. ¿Te los dejarían instalar?

– Sí. Tal vez. Pero todos los sistemas tienen que registrarse, someterse a la inspección y la aprobación del Servicio de Seguridad. Cualquier arquitecto autorizado por el estado puede encargarse del papeleo. Forma parte del paquete.

Martin frenó poco a poco y detuvo el coche frente a una construcción grande y de diseño moderno. No obstante, estaba claramente vacía, y un letrero de SE VENDE colgaba junto al camino de acceso. El césped del patio era un poco más tupido que el de otros patios de la misma manzana, y los setos no estaban podados. Al profesor la casa le recordaba a un adolescente desgarbado, presentable en general, pero despeinado y sin afeitar, como si se hubiera ido a dormir muy tarde la noche anterior, tras ingerir demasiadas cervezas ilegales.

– Ahí es donde vivía Janet Cross -dijo el inspector en voz baja, señalando con un gesto las carpetas que Clayton tenía sobre las piernas-. Era hija única. La familia acabó por mudarse a otro sitio hace dos, tal vez tres semanas.

– ¿Adónde fueron?

– Tengo entendido que a Minneapolis. El lugar del que habían venido. Tenían parientes allí.

– ¿Y los vecinos? ¿Ellos qué opinan?

El agente Martin metió la marcha y avanzó lentamente por la calle.

– ¿Quién sabe? -contestó al cabo de un momento.

Clayton se disponía a hacer otra pregunta, pero cambió de idea. Echó una ojeada al inspector, que mantenía la vista al frente. Al profesor le pareció que acababan de darle una respuesta sorprendente. Tendrían que haber interrogado a los vecinos a fondo. ¿Habían visto u oído algo? ¿Se habían fijado en si algún desconocido rondaba por allí durante los días previos al secuestro de la joven? ¿Y después? ¿No se habían quejado a las autoridades? ¿No habían formado asociaciones vecinales anticrimen, ni celebrado reuniones para asignar turnos de guardia? ¿No, habían insistido en reforzar la seguridad ni hablado de instalar cámaras de videovigilancia en la calle? En un segundo se le ocurrió más de media docena de posibles reacciones típicas de la clase media frente al crimen violento. Tal vez fueran reacciones inútiles, pero reacciones al fin y al cabo.