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Exhaló despacio y preguntó en cambio:

– ¿En qué circunstancias desapareció?

– Regresaba a casa caminando de una casa en la que había estado haciendo de canguro, a menos de tres calles de distancia. Justo lo bastante cerca para que no tuviera que pedirle a nadie que la llevara en coche. Y justo lo bastante temprano, también. La pareja para la que estaba trabajando había hecho una reserva de primera hora en un restaurante para cenar y luego ir al cine a la sesión de las ocho de la tarde. Llegaron a casa, le pagaron un par de pavos, y ella salió por la puerta después de las once. Ya nadie la volvió a ver.

– Vamos a la casa donde había estado trabajando -le pidió Jeffrey a Martin, que gruñó en señal de asentimiento.

Clayton se reclinó en su asiento y dejó funcionar la imaginación. Contempló la tranquila calle de la zona residencial y le resultó fácil visualizarla envuelta en un denso velo nocturno. ¿Había habido luna esa noche? «Averigúalo», se dijo. Los grupos de árboles habrían proyectado sombras, bloqueando toda la luz del cielo. Y había pocas farolas, que no eran, desde luego, de alta intensidad ni de vapor de sodio como las que iluminaban gran parte del resto del país. Seguramente no hacían falta, y los propietarios de las casas se quejarían con toda probabilidad del resplandor que se colaría por sus ventanas.

Clayton lo entendía. Si uno se traga el mito de la seguridad, no le interesa que una luz brillante le recuerde todas las noches que podría estar equivocado.

Continuó reconstruyendo el momento en su mente. Así pues, ella iba andando, sola, mucho después del anochecer, dándose algo de prisa, porque incluso allí la noche debía de resultar inquietante y porque, aun cuando creyera no tener nada que temer, estaba sola. A paso ligero, oyendo las suelas de sus deportivas repiquetear la acera, sujetando los libros contra su pecho, como alguien en algún retrato pintado por Norman Rockwell. Y después, ¿qué? ¿Un coche acercándose despacio por detrás, con los faros apagados? ¿La había acechado él como un depredador nocturno?

Jeffrey podía responder a esa pregunta: sí.

Clayton tomó nota para sus adentros: la agresión tuvo que ser rápida, silenciosa y repentina. Una sorpresa absoluta, porque un grito habría dado al traste con la operación. Por tanto, ¿qué había necesitado él para conseguir eso?

¿Aquélla había sido una noche idónea para la caza y número tres simplemente había pasado por allí en el momento equivocado por azar o porque así lo había querido el destino? ¿O era ella la presa que él ya había elegido y estudiado, y la noche simplemente le había brindado la oportunidad que había estado esperando pacientemente?

Clayton asintió para sí. Era una distinción interesante. Un tipo de cazador se mueve sigilosamente por el bosque, rastreando. El otro se agazapa en su escondrijo, aguardando a la víctima que sabe que se dirige hacia allí. Había que encontrar la respuesta.

Tras toda muerte violenta siempre hay un nexo. Un motivo oculto. Un conjunto de reglas y de respuestas que, como una ecuación matemática diabólica, tienen como resultado el asesinato.

¿De qué se trataba esta vez? En la mente de Jeffrey Clayton se agolpaban las preguntas, algunas de las cuales no estaba ansioso por responder.

Llegaron al final de la manzana y torcieron por una segunda calle flanqueada por casas que desembocaba en una calle cerrada cerca de un kilómetro más adelante. Mientras daban la vuelta a la pequeña rotonda ajardinada, el inspector señaló una cuesta que descendía hacia una casa un poco más apartada de la calle que las demás. Por un capricho del trazado, la siguiente casa en la calle cerrada había quedado orientada hacia el exterior de la manzana, y su camino particular discurría por entre unos setos verdes y enmarañados. Una tercera casa, situada al otro lado de la línea divisoria, también estaba construida de tal manera que sus ventanas daban a la calzada y no a la rotonda. Se encontraba también en lo alto de un promontorio, tras un par de pinos grandes.

– Pare el coche -dijo Clayton de pronto.

Martin lo miró extrañado y luego obedeció.

Clayton se apeó y se alejó unos pasos, volviéndose para mirar cada casa, tomando medidas a ojo.

El inspector bajó su ventanilla.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Justo aquí -respondió Clayton. Notaba una sensación fría y pegajosa en la piel.

– ¿Aquí?

– Aquí es donde él esperó.

– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Martin.

Clayton hizo un gesto rápido en dirección a las tres casas.

– En este punto nadie alcanzaría a verlo desde ninguna de las tres casas. Es como un punto ciego. No hay farolas. Un coche oscuro, después del anochecer. Simplemente aparcó aquí y se puso a esperar.

El inspector bajó del coche y miró en derredor. Se alejó caminando por unos instantes, se volvió, se quedó mirando el sitio en que se encontraba Clayton y regresó. Frunció el ceño, volvió a contemplar los ángulos que formaban las casas, midiendo mentalmente la intersección. Al cabo de un momento asintió y soltó un silbido.

– Seguramente está en lo cierto, profesor. No está mal. No está nada mal. Todas estas casas están ocultas a la vista. Treinta metros más adelante, en la calle, ella habría estado en la acera, visible desde ambos lados. Y también más cerca de las casas, desde donde se habrían podido oír sus gritos. Si es que gritó. Si es que pudo gritar. -El inspector hizo una pausa y dejó que sus ojos recorrieran la zona de nuevo-. No. Quizá tenga usted razón, profesor. No entiendo cómo lo he pasado yo por alto. Me quito el sombrero.

– ¿Se llevó a cabo una batida después de la desaparición? ¿En esta zona?

– Claro. Pero debe usted entender que no fue sino hasta el momento en que vimos el cadáver cuando comprendimos a qué nos enfrentábamos. Y para entonces… -Su voz se apagó.

Clayton movió la cabeza afirmativamente y volvió a subir al coche. Echó otro vistazo alrededor, con mil preguntas rondándole la cabeza. Los clientes de la canguro llegaron seguramente en su coche. ¿Cómo se las arregló él para evitar que lo vieran a la luz de los faros? Muy fácil. Llegó después. ¿Cómo sabía que ella se iría a casa a pie y que no la acompañarían? Porque la había visto antes. ¿Cómo sabía que no habría vecinos entrando o saliendo? Porque conocía sus horarios también.

Clayton respiró hondo en silencio e intentó convencerse de que no era una cosa terrible estar recorriendo una apacible calle residencial y descubrir de inmediato el mejor lugar donde podía aguardar un asesino. Se dijo que era necesario ver el barrio a través de los ojos del asesino, pues de lo contrario no tendrían la menor posibilidad de dar con él, por lo que su habilidad era algo que debía causar admiración y no espanto. Él sabía, claro está, que eso era mentira. Aun así, se aferró a ello en su fuero interno, pues la alternativa era algo que no deseaba contemplar.

Avanzaron durante unos minutos más en el coche y dejaron atrás la exclusiva urbanización. Clayton divisó un parque pequeño. Vio que había una pista de arcilla para hacer footing en torno al perímetro, unas canchas de tenis, una canasta de baloncesto y una zona de juegos en la que había varios niños pequeños. Un corrillo de mujeres sentadas en unos bancos conversaban mientras prestaban a sus hijos una atención intermitente que denotaba seguridad. Al pasar junto al parque, advirtió que las casas del otro lado eran más pequeñas, estaban más juntas y próximas a la acera. Ahora las señales de la calle eran marrones.

– Estamos en Ecos del Bosque -le informó Martin-. Una urbanización marrón. De clase media, pero en el otro extremo de ese espectro. Justo en el límite de la ciudad.