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Del barrio residencial pasaron a un bulevar amplio con centros comerciales de una sola planta a ambos lados. Todos eran de estilo suroeste, con techumbre de tejas rojas y paredes de estuco beige claro, incluida la tienda de comestibles que ocupaba casi una manzana entera en el centro del complejo. Clayton se puso a leer los nombres de los establecimientos y cayó en la cuenta de que también estaban agrupados: las boutiques de ropa fina y las tiendas de objetos curiosos estaban en una punta del centro comercial, mientras que las de saldos y las ferreterías estaban en el extremo opuesto. Los restaurantes, las pizzerías y los locales de comida rápida estaban repartidos por todo el lugar.

– Ya hemos acabado las compras -comentó el inspector-. Bienvenido a Evergreen, zona residencial de las afueras de Nueva Washington.

El centro de la pequeña ciudad tenía un regusto anticuado, como de Nueva Inglaterra. Todo estaba dispuesto en torno a un parque extenso, verde y recubierto de césped. En un extremo Clayton divisó el chapitel blanco de una iglesia episcopaliana recortado contra el azul claro del cielo del oeste. A su derecha había otro campanario, rematado con una cruz: una iglesia metodista. Al otro lado del parque, había una sinagoga frente a las iglesias, con una estrella de David desacomplejadamente instalada en lo alto del tejado. Todas tenían un diseño moderno, abstracto. Cerca, Jeffrey vio un grupo de tres edificios con paredes de tablas pintadas de blanco. Uno tenía una placa que decía OFICINAS MUNICIPALES, el de al lado era la SUBCOMISARÍA DEL SERVICIO DE SEGURIDAD 6, y el tercero rezaba: CENTRO INFORMÁTICO.

Había también un letrero pequeño que señalaba una calle lateral con la indicación ESCUELA Y CENTRO DE SALUD REGIONALES DE EVERGREEN.

El agente Martin asintió con la cabeza y detuvo el coche a la orilla del parque. Clayton reparó en una estatua situada en un extremo, un soldado de la época de la Segunda Guerra Mundial en una pose heroica que se alzaba sobre un par de cañones antiguos pintados de negro. Se preguntó si el ayuntamiento habría importado a algún héroe de ficción para rendirle homenaje.

– ¿Lo ve, profesor? Todo cuanto se puede necesitar, ordenado y a mano. ¿Se va haciendo una idea?

– Creo que sí.

– Hay al menos tres lugares de culto en cada comunidad. No siempre son los mismos, claro está. Pueden ser mormones o católicos. Incluso pueden ser musulmanes, por el amor de Dios. Pero siempre son tres. Una sola iglesia implica exclusividad. Dos, competitividad. Pero tres implica diversidad, y sólo la suficiente para dar fuerza sin crear divisiones, no sé si me explico. Una mezcla étnica que fortalece en lugar de dividir. Lo mismo ocurre con la manera en que se organizan las comunidades. Todos los grupos económicos están representados, pero se relacionan entre sí en la ciudad o en el centro comercial. Podemos pasar junto a las fincas, si le interesa. Si a esto le sumamos un solo edificio que alberga desde el jardín de infancia hasta el instituto y otro que es una combinación de gimnasio y mini hospital, ¿qué más se puede necesitar?

– ¿Un centro informático?

– Todas las casas están conectadas por medio de fibra óptica. Si uno lo desea, puede hacer sus compras, votar en las elecciones municipales, presentar la declaración de impuestos, chismorrear, intercambiar recetas o vender acciones, lo que sea, desde casa. Enviar o recibir correo electrónico, fijar el horario de clases de música, lo que sea. Todo lo que figuraría en un tablón de anuncios municipal. Joder, los profesores pueden poner deberes por medio del ordenador y los niños pueden enviar sus ejercicios por el mismo procedimiento. Todo está conectado hoy en día. La biblioteca, la tienda de comestibles, el horario del equipo de baloncesto escolar y las actuaciones de la clase de danza. Cualquier cosa que se le ocurra.

– ¿Y el Servicio de Seguridad puede intervenir cualquier transmisión u operación?

Martin vaciló antes de contestar.

– Por supuesto. Pero no lo proclamamos a los cuatro vientos. La gente es consciente de ello, pero al cabo de un año o dos se olvidan. O les da igual. Seguramente, a un matrimonio típico le trae sin cuidado que el Servicio de Seguridad lea todas las invitaciones a su cena o monitorice sus tratos con la empresa de catering. Probablemente ni siquiera les importe que sepamos cuándo extendieron un cheque para pagar por bebidas alcohólicas o arreglos florales. Y cuando ese cheque se cobra, también nos enteramos.

– No sé… -repuso Clayton. Estaba estupefacto. Su propio mundo parecía disiparse como el último sueño antes de despertar. De pronto le costaba recordar qué aspecto tenía la universidad, o a qué olía su apartamento. No se acordaba más que de una sensación de miedo. Frío, miedo y suciedad. Pero incluso eso le parecía distante. El inspector viró, y una explosión momentánea de luz del sol deslumbró a Clayton. Se puso una mano a modo de visera, entornando los párpados. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse, pero al final pudo ver con claridad de nuevo.

– ¿Quiere que pasemos junto a algunas de las fincas? Se encuentran a las afueras de la ciudad, pero están más aisladas. Por lo general, las separan de la carretera cuatro o cinco hectáreas. Gozan de más privacidad. Ese viene a ser el único privilegio de las capas altas de la sociedad. Pueden vivir en un mayor aislamiento. Pero ¿sabe qué? Hemos descubierto que algunos de los más ricos prefieren las zonas verdes, más propias de la clase media alta. Les gusta vivir al lado de un campo de golf o cerca del centro recreativo de la ciudad. Es curioso, supongo. En fin, ¿quiere intentar ver una zona de grandes fincas? Cuesta más contemplarlas desde la calle, pero uno puede formarse una idea de todos modos.

– ¿Están construidas a partir de los mismos diseños básicos que las otras viviendas?

– No. Las hacen todas por encargo. Pero, como el número de arquitectos y contratistas está limitado por la normativa de concesión de licencias por parte del estado, existen algunas similitudes.

A Jeffrey le vino una idea a la mente, pero optó por no comentarla. En cambio, señaló la rampa de acceso a la autopista.

– Quiero ver el lugar donde se encontró el cadáver -dijo.

Con un gruñido de asentimiento, Martin enfiló la rampa.

– ¿Qué me dice de usted, inspector? ¿Es usted marrón? ¿Amarillo? ¿Verde o azul? En este orden social, ¿dónde encajan los polis?

– En el amarillo -respondió despacio-. Tengo una casa urbana cerca del centro de Nueva Washington, lo que no me obliga a hacer grandes desplazamientos. Ya no tengo esposa. Nos separamos hace poco más de diez años. Fue un acuerdo amistoso, al menos tanto como pueden serlo estas cosas, supongo. Ocurrió antes de que yo viniera a trabajar aquí. Ahora ella vive en Seattle. Tengo un chaval en la universidad. El otro trabaja fuera. Los dos son mayorcitos. Ya no necesitan demasiado a su viejo. No los veo muy a menudo. En resumen, vivo solo.

Clayton movió la cabeza afirmativamente porque le pareció lo más educado.

– Claro que eso no es muy habitual por aquí.

– ¿A qué se refiere?

– En este estado no están bien vistos los varones adultos solteros. Aquí todo gira en torno a la familia. Los hombres solteros, en su mayoría, sólo lo joden todo. Tenemos que admitir a algunos (hombres en mi situación, por ejemplo, y por muchos estudios preinmigratorios que realicemos, sigue habiendo algunos divorcios, aunque sólo la décima parte que en el resto del país), pero, por lo general, no entran. Para venir y quedarse, hace falta una familia. Se te deniega el permiso si eres un solitario. No hay muchos bares para solteros en el estado. De hecho, debe de haber cerca de cero.

Jeffrey asintió de nuevo, pero esta vez porque se le había ocurrido algo. Abrió la boca para decir algo, pero acto seguido la cerró con fuerza, siguiendo su propio consejo. «Hay muchas cosas que no sé todavía -pensó-, pero empiezo a enterarme un poco.»