– Cuando rastrearon ustedes la zona… -empezó a decir, pero el inspector lo interrumpió.
– Todo roca. Roca y algo de agua. No hay huellas. Además, la tarde anterior había llovido. Tampoco hubo la suerte de que se encontraran trozos de ropa enganchados en alguna espina. Revisamos toda la zona hasta el lugar donde hemos dejado el coche, con lupa, como suele decirse. Tampoco había huellas de neumáticos. No teníamos nada excepto un cadáver, justo aquí, como si hubiera caído directamente del cielo.
Martin tenía la mirada fija en la orilla opuesta, en el sitio exacto.
– Yo iba con el primer equipo que llegó aquí, así que sé que la escena no sufrió ningún tipo de contaminación. -Sacudió la cabeza. Hablaba en tono neutro, inexpresivo-. ¿Alguna vez ha visto algo que le recuerde a una pesadilla? No me refiero a un sueño que haya tenido o a una fantasía. Ni siquiera a una de esas situaciones de deja vu que todos conocemos. No, yo estaba justo ahí, de pie, y allí estaba ella, y fue como si estuviera reviviendo una pesadilla que había tenido una vez y que creía haber olvidado hacía tiempo. La vi con los brazos extendidos y las piernas juntas, sin sangre ni señales de lucha evidentes. Entonces supe, en cuanto recuperé el aliento, que no íbamos a encontrar una puta pista que nos sirviera. Y cuando nos acercamos, supe que iba a ver ese dedo cortado… y supe, profesor, justo en ese momento lo que tenía que saber, es decir, quién lo hizo. -La voz del inspector se apagó, ahogada por el ruido de la corriente impetuosa que pasaba junto a ellos.
Jeffrey no confiaba demasiado en su propia voz, y desde luego fue lo bastante sensato para no hacer algún comentario de listillo. Al observar a Martin contemplando la roca plana, supo que el agente veía aún el cuerpo de la chica tendido allí con la misma nitidez con que lo había visto aquel día.
– Él quería que encontraran el cadáver -dijo Clayton.
– Eso pensé yo también -respondió Martin-. Pero ¿por qué aquí?
– Buena pregunta. Seguramente tenía una razón.
– Un lugar aislado, pero no precisamente oculto. Por estos pagos habría podido encontrar algún sitio donde nadie la descubriese nunca. O, al menos, donde pasara suficiente tiempo antes de que la descubriesen como para quedar reducida a una pila de huesos. Joder, podría haberla tirado al río. Desde el punto de vista forense, eso incluso habría tenido más sentido, si lo que pretendía era evitar que hallásemos algún indicio revelador que lo relacionara con la víctima. En cambio la trajo hasta aquí, lo que, por muy menuda que fuera ella y muy fuerte que sea él, sería un buen tute, y dispuso su cadáver como si se tratara de un plato especial del día.
– Él debe de ser considerablemente más fuerte de lo que parece a simple vista -señaló Jeffrey-. ¿Cuánto pesaba ella? ¿Unos cincuenta kilos, tal vez?
– Era delgada. Bajita y delgada. Seguramente cincuenta es demasiado para ella.
Jeffrey dejaba que sus ideas se derramasen en forma de palabras.
– La transportó por el camino un kilómetro y medio y luego la colocó aquí porque quería que la encontrasen justo así. No es que la haya dejado aquí tirada sin más. Quería transmitir un mensaje.
Martin movió la cabeza afirmativamente.
– Yo pensé lo mismo, pero no es el tipo de opinión que conviene expresar en voz alta. Por razones políticas, no sé si me entiende. -Se cruzó de brazos y se quedó mirando la roca plana y el flujo incesante de agua que se rizaba en torno a sus bordes.
Jeffrey estaba de acuerdo con las palabras del inspector. Le vino a la memoria una frase de un político muy conocido en Massachusetts, que decía que todos los políticos son locales, y se preguntó si lo mismo valía para el asesinato. Comenzó a analizar la escena en su mente y luego a sumar, a restar, a reflexionar profundamente sobre lo que revelaba de sí mismo un hombre capaz de cargar con un cuerpo a través del bosque desierto, sólo para depositarlo sobre un pedestal en el que lo encontrarían al cabo de uno o dos días.
No lo dijo en voz alta, pero pensó: «Es un hombre cuidadoso. Un hombre que hace planes y luego los pone en práctica con precisión y seguridad. Un hombre que comprende exactamente cuáles serán las repercusiones de sus actos. Un hombre que conoce la ciencia de la detección y la naturaleza de la medicina forense, pues sabe cómo evitar dejar información sobre sí mismo junto a la víctima. Lo que deja es un mensaje, no un rastro.»
A continuación añadió, de nuevo en su fuero interno: «Un hombre peligroso.»
– Los dos tipos que la encontraron, los pescadores… ¿a qué conclusión llegaron?
– Les dijimos que había sido un suicidio. Se quedaron hechos polvo.
En ese momento sonó el busca que el inspector llevaba al cinto, con un pitido electrónico que parecía ajeno a los árboles y los ruidos acuáticos del río. Martin lo miró con expresión de extrañeza por un instante, como si le costara volver al presente desde sus recuerdos. Entonces lo apagó y, casi en el mismo movimiento, extrajo un teléfono móvil del bolsillo de su americana. Marcó un número en silencio y de inmediato se identificó. Luego escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza.
– De acuerdo -dijo-. Vamos para allá. Calculo que tardaremos una hora y media. -Cerró el teléfono de un golpe-. Es hora de marcharnos -anunció-. Han encontrado a nuestra fugitiva.
Jeffrey advirtió que las cicatrices de quemaduras en las manos del inspector se habían puesto rojas.
– ¿Dónde? -preguntó.
– Ya lo verá.
– ¿Y?
Martin se encogió de hombros con amargura.
– Le he dicho que la han encontrado. No he dicho que haya vuelto por su propio pie a casa para abrazar a sus padres enfadados pero rebosantes de alegría.
Dio media vuelta y echó a andar rápidamente por el sendero en dirección al camino y al apartadero donde habían dejado el coche. Clayton lo siguió a toda prisa, y el murmullo de la corriente se extinguió a su espalda.
El profesor vislumbró el resplandor de las luces a más de un kilómetro de distancia. Los reflectores parecían desgarrar el manto de oscuridad. Bajó la ventanilla y alcanzó a oír la impasible disonancia de los generadores eléctricos que colmaba la noche. Habían atravesado a toda velocidad y sin detenerse una extensión desértica, en dirección oeste, hacia la frontera con California. El inspector no habló durante el trayecto salvo para informarle de que se dirigían de nuevo a una zona no urbanizada del estado. Sin embargo, la topografía había cambiado; las colinas rocosas y los árboles habían cedido el paso a un matorral llano. Era el tipo de paisaje que los escritores del Oeste loaban tan elocuentemente, pensó Clayton; a sus ojos inexpertos de la Costa Este les parecía un territorio en el que Dios debió de distraerse momentáneamente mientras se dedicaba a crear el mundo.
A varios cientos de metros de los generadores y los reflectores, había un control de carretera solitario. Un policía uniformado del Servicio de Seguridad, de pie junto a un conjunto de conos de tráfico color naranja y varias señales luminosas, les indicó por gestos que se detuvieran, y al ver el adhesivo rojo en la ventanilla del coche les hizo señas de que siguieran adelante.
El agente Martin paró el vehículo de todos modos. Bajó el cristal de la ventana.
– ¿Qué le están diciendo a la gente? -preguntó sin rodeos.
El agente asintió, le dedicó un breve saludo y respondió:
– Que un escape en una cañería de distribución ha anegado la carretera. Estamos desviando a todos los vehículos a la Sesenta. Por suerte, de momento sólo han sido un puñado.
– ¿Quién la ha encontrado?
– Un par de topógrafos. Siguen aquí.
– ¿Son residentes del estado o forasteros con permiso?