– Forasteros.
Martin hizo un gesto de afirmación y arrancó.
– Mantenga la boca cerrada -le avisó a Clayton-. Es decir, puede hacer preguntas en caso necesario, para llevar a cabo su trabajo, pero no llame la atención más de la cuenta sobre sí mismo. No quiero que nadie pregunte quién es usted. Y si lo hacen, simplemente les diré que es un especialista. Ésa es la clase de descripción genérica que suele satisfacer a todo el mundo, pero que en realidad no significa gran cosa si uno se para a pensar sobre ello.
Jeffrey no contestó. El coche salió disparado hacia delante, y luego el inspector se detuvo tras un par de furgonetas sin ventanas, blancas y resplandecientes, que lucían el logotipo del Servicio de Seguridad en los costados, pero ningún otro distintivo. Jeffrey echó un vistazo a los vehículos y supo qué eran: unidades de análisis de la escena del crimen. En un estado en el que supuestamente no se cometían crímenes, claro está, no les interesaba dar a conocer su presencia. Clayton se sonrió. Era un pequeño acto de hipocresía, sin duda, pero supo valorarlo. Sospechaba que habría otros en el estado cincuenta y uno en los que él no habría reparado. Se apeó del coche del inspector. La noche empezaba a refrescar, de modo que se subió el cuello de la chaqueta.
Otro agente les hizo señas y apuntó con el dedo.
– Cuatrocientos metros más allá -dijo, señalando hacia el origen de las luces.
Martin se adelantó a zancadas rápidas, y Clayton tuvo que trotar para seguirle el ritmo.
Los haces de los grupos de luces de arco voltaico hendían la oscuridad. Jeffrey vio enseguida que había varios equipos trabajando en el área delimitada por las luces. Distinguió tres grupos de búsqueda distintos que examinaban cuidadosamente la tierra arenosa y la roca en busca de fibras, huellas de pies o de neumáticos o cualquier otra pista que pudiera indicar quién había pasado por ahí antes. Clayton los observó por unos instantes, como un entrenador presente en las pruebas de selección de un equipo. Le pareció que se movían demasiado deprisa. No tenían suficiente paciencia, y probablemente tampoco suficiente experiencia. Si había algo allí que pudieran pasar por alto, lo pasarían por alto. Volvió la mirada hacia otro equipo que trabajaba en torno al cadáver, ocultándoselo a la vista en un principio. Este grupo estaba en lo alto de una meseta pequeña y polvorienta. Entre ellos avistó a un hombre que iba en mangas de camisa pese al fresco de la noche, agachado, con unos guantes de látex blancos que, cuando los iluminaba algún rayo procedente de los palpitantes reflectores, brillaban con un resplandor que parecía de otro mundo. Jeffrey supuso que era el jefe de forenses.
Siguió al agente Martin, que mientras tanto estaba reconociendo el terreno. Un pensamiento fugaz y doloroso le vino a la cabeza: «Es lo que debería haberme esperado. De hecho, quizá me lo esperaba.»
Sacudió la cabeza mientras caminaba hacia delante. «No encontrarán nada», se dijo.
Los agentes de seguridad se apartaron para dejar pasar a los dos hombres, y Clayton atisbo por primera vez el cadáver casi en el mismo momento en que el inspector profería una obscenidad breve y rotunda.
La adolescente estaba desnuda. La habían colocado sobre una superficie extensa, llana y pedregosa. Estaba boca abajo, con el rostro en sombra, los brazos extendidos ante ella y las rodillas encogidas debajo del torso. Esta posición le recordó a Jeffrey el modo en que los musulmanes se postraban cuando rezaban en dirección a La Meca. Advirtió que ella también estaba orientada hacia el este.
Al mirarla más de cerca vio que le habían grabado algo en la piel de la espalda descubierta. Después de muerta, advirtió: no había sangre en torno a los bordes de los cortes. De hecho, apenas había sangre en ningún sitio; sólo una mancha oscura que se había formado bajo el pecho de la chica, un residuo de la muerte y, él lo sabía, simplemente el último insulto líquido. La habían matado en otro sitio y luego la habían llevado allí.
Se fijó en sus manos y vio que le faltaba el índice de la mano izquierda. No el derecho, como en el caso de las otras víctimas, sino el izquierdo. Esto ocasionó que enarcara una ceja involuntariamente. No pudo determinar de inmediato qué otros daños había sufrido el cuerpo. No alcanzaba a verle el rostro; estaba apoyado contra el suelo, bajo sus brazos extendidos.
«Una súplica», pensó.
– ¿Causa de la muerte? -preguntó Martin en voz alta y autoritaria a un técnico de guantes blancos, señalando el torso-. ¿Cómo la han matado?
El técnico se inclinó y le mostró una pequeña zona rojiza en la base del cráneo de la joven, donde su cabellera larga y castaña estaba apelmazada por la sangre.
– El agujero de entrada -dijo el hombre-. Ahora veremos el de salida, por el otro lado. Parece ser grande. Lo bastante grande, al menos. Nueve milímetros, seguramente. Quizás una.357. Sabremos más cuando le demos la vuelta. Tal vez la bala siga allí.
Jeffrey contempló la figura tallada en su espalda y la reconoció. Retrocedió un paso. Las luces lo hacían sentirse acalorado, sofocado. Quería refugiarse en la oscuridad, donde estaría más fresco y podría respirar. Se alejó unos metros del cadáver, luego se volvió hacia todos los hombres allí agolpados. Se agachó para tocar la tierra arenosa y frotó unos granos entre sus dedos. Cuando alzó la vista, vio que Martin se dirigía hacia él.
– No es nuestro hombre, maldita sea -espetó el inspector-. Dios santo, qué desastre. Resultará ser un novio o quizás el vecino cuyos niños cuidaba la chica o algún pervertido del instituto que da clase de gimnasia o trabaja de conserje y consiguió burlar de alguna manera los controles de inmigración, maldita sea, pero no es nuestro hombre. ¡Mierda! ¡Esto no tendría que pasar! Aquí no. Alguien la ha cagado de verdad.
Jeffrey se reclinó contra una roca grande.
– ¿Por qué cree que no ha sido nuestro hombre? -preguntó.
Martin clavó en él la mirada por un momento antes de contestar.
– Joder, profesor, usted lo ve tan claro como yo. Posición del cuerpo distinta. Causa de la muerte, un disparo: eso es distinto. Algo grabado en la espalda, eso es distinto. Y el puto dedo que falta es de la otra mano. En las otras tres, era el de la mano derecha. En ésta, es el de la izquierda.
– Pero la mataron en otro sitio y la trajeron aquí. ¿Qué hacían los topógrafos que la han encontrado?
Martin frunció el entrecejo por un instante.
– Mediciones preliminares para la construcción de una nueva ciudad -contestó-. Hoy es el primer día que vienen. Llevaban toda la mañana trabajando en ello y estaban a punto de dejarlo por hoy, pero han decidido hacer algunas mediciones más, y entonces la han encontrado. Guy la ha visto directamente a través del visor. ¿Y qué?
– Pues que en algún sitio habrá un calendario de trabajo, ¿no? ¿O algo que indicase a la gente que ellos vendrían tarde o temprano?
– Así es. Salió en los periódicos. Siempre ocurre, cuando se inicia la planificación de una nueva ciudad. También se anuncia en las vallas electrónicas.
– ¿Sabe qué es eso que lleva grabado en la espalda? -preguntó Clayton.
– Ni idea. Algún tipo de figura geométrica.
– Una estrella de cinco puntas.
– Sí, vale, eso ya lo he visto. ¿Y qué?
– Suele relacionarse con el demonio y con cultos satánicos.
– ¿De veras? Tiene razón. ¿Cree que estarán celebrando algún aquelarre desenfrenado por aquí? ¿Desnudos y aullándole a la luna y follando entre ellos y hablando de degollar gallinas y gatos? ¿Algún tipo de chaladura del sur de California? Es todo lo que necesito saber.
– No, aunque es posible, incluso probable, que el asesino diera por sentado que usted lo interpretaría así. Hacer las averiguaciones correspondientes le llevaría tiempo y energía. Mucho tiempo y mucha energía.
– ¿Adónde quiere llegar, profesor?