Jeffrey titubeó, mirando al cielo. Parpadeó ante aquella inmensidad entre azul y negra, tachonada de estrellas. «Debería aprender astronomía -pensó-. Me gustaría saber dónde están Orion y Casiopea y todo lo demás. Así, al contemplar la bóveda celeste tendría la sensación de que lo entiendo todo, de que existe el orden y la armonía en el firmamento.»
Bajó la vista y miró al inspector.
– Es nuestro hombre -aseguró Jeffrey-. Simplemente está siendo astuto.
– Explíqueme por qué.
– Las otras eran ángeles, con los ojos abiertos a Dios y los brazos abiertos para recibirlo. Ésta lleva la marca de Satán en la espalda y le reza a la tierra. Y le falta un dedo de la mano izquierda, la mano del diablo. La derecha es la mano del cielo, al menos según algunas tradiciones. Lo único que ha hecho es darles la vuelta a algunos elementos. Son los mismos, pero distintos. El cielo y el infierno. ¿No es ésa la dualidad entre la que nos debatimos siempre? ¿No es precisamente lo que usted intenta impedir justo aquí? Martin soltó un resoplido de disgusto.
– Todo eso me suena a palabrería religiosa -dijo-. Chorradas sociorreligiosas. Dígame: ¿por qué con una pistola y no con un cuchillo, como en los otros casos?
– Porque no es el asesinato lo que lo excita -respondió Jeffrey con frialdad-. Dudo que le importe el instrumento que utiliza para cargarse a las chicas. Es el acto en su totalidad: raptar a la niña y poseerla, física, emocional, psicológicamente, y luego dejarla en algún sitio donde la encuentren. ¿Qué emoción tiene pintar un cuadro si luego uno no se lo muestra a nadie? ¿Qué satisfacción proporciona escribir un libro que uno no dejará que nadie lea?
Se le ocurrió otra pregunta. «¿Cómo deja uno su impronta en la historia si muchos otros ya han dejado una igual a lo largo de tantos siglos?»
– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Martin, despacio-. ¿Cómo puede estar tan seguro?
«Lo sé porque lo sé», dijo Jeffrey para sí, pero no se atrevió a responder a la pregunta en voz alta.
Ya era pasada la medianoche cuando Martin dejó a Clayton delante del edificio de las oficinas del estado. Habían intercambiado frases del tipo «duerma un poco, nos pondremos con ello por la mañana», y luego el inspector se había alejado en el coche, dejando al profesor solo frente a la imponente estructura de hormigón. Los edificios de las multinacionales estaban cerrados de noche, y sólo alguna que otra luz iluminaba el nombre y el logotipo de la empresa. Los aparcamientos estaban vacíos; a lo lejos se divisaba el tenue resplandor del centro de Nueva Washington, pero incluso esta mínima señal de humanidad se veía neutralizada por el silencio que envolvía al profesor. Encorvó los hombros, en parte para protegerse del aire frío que lo había perseguido durante toda la noche, y en parte por la sensación de aislamiento que lo invadió.
Dio la espalda a la oscuridad y entró a paso rápido por las puertas de las oficinas del estado. En el centro del vestíbulo había un puesto de seguridad e información, con un solo agente uniformado tras un gran mostrador. Le iluminaba el rostro el brillo de una pantalla de televisión pequeña. Saludó a Clayton con un gesto de la mano.
– Trabajando hasta tarde, ¿no? -comentó, sin esperar en realidad una respuesta-. ¿Me echa una firma en el registro?
– ¿Quién gana? -preguntó Jeffrey.
La hoja que le tendió el guardia estaba en blanco. No había habido otras visitas a altas horas de la noche. Su nombre sería el único que figurase en aquella página.
– Van empatados -respondió el hombre. No especificó qué equipos estaban jugando mientras recuperaba el sujetapapeles del registro de entradas y volvía a concentrarse en el partido.
Por un momento Jeffrey acarició la idea de darle conversación, pero al valorar su grado de agotamiento decidió que, por muy solo que se sintiera, era preferible dormir a conocer las opiniones del guardia de seguridad sobre la vida, el deporte y el deber, fueran las que fuesen. Caminó penosamente hasta el ascensor, subió hasta la planta en que se encontraba su despacho, y avanzó despacio por el pasillo mientras las pisadas de sus zapatillas resonaban en el corredor desierto.
Colocó la mano en el sistema de apertura electrónico, y el cerrojo de la puerta se descorrió con un chasquido seco. La empujó para abrirla, entró en el despacho y se encaminó hacia el dormitorio contiguo, intentando despejar su mente de lo que había visto y oído ese día, así como de sus hipótesis al respecto. Se dijo que había muchas cosas que debía poner por escrito, pues era importante tomar nota de sus observaciones e ideas, para que, cuando llegara el momento de presentar los argumentos de la acusación ante los tribunales, él tuviese la ventaja de contar con una exposición clara de todo lo que había asimilado. Como remate de los deberes que se había fijado para el día siguiente, Clayton cayó en la cuenta de que había obtenido información pertinente para su pizarra. Recordó las dos columnas que había trazado, y se volvió para echar una ojeada a la pizarra mientras se dirigía hacia la habitación.
Lo que vio lo hizo pararse en seco.
Se recostó contra la pared, respirando agitadamente.
Miró en torno a sí con rapidez, para comprobar si faltaba algo, y luego sus ojos se posaron de nuevo en la pizarra. «Debe de ser fruto de la casualidad -pensó-. Alguien del personal de limpieza, tal vez. Tiene que haber una explicación sencilla.»
Pero no se le ocurría ninguna excepto la más evidente.
Jeffrey dio un silbido lento y prolongado y se dijo: «No hay lugar seguro.»
Permaneció así, contemplando la pizarra durante varios minutos, sin despegar la vista de un espacio vacío. La categoría: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» había sido borrada.
Moviéndose despacio, como si estuviera a oscuras y temiera tropezar con algo, se acercó a la pizarra. Jugueteó con un trozo de tiza y dio media vuelta bruscamente, como si creyera que alguien lo observaba. A continuación, luchando contra la vorágine que se había desatado en su interior, volvió a escribir con todo cuidado las palabras borradas, sin dejar de repetir para sus adentros: «Procuremos que nadie aparte de ti y de mí sepa que has estado aquí.»
10 Las preocupaciones de Diana Clayton
Diana Clayton miró a su hija y pensó que, aunque había mucho que temer, en cierto modo era importante no mostrar abiertamente su miedo, por muy profundo que fuera. Se sentó imperturbable en un rincón del raído sofá de algodón blanco en su sala de estar pequeña y decididamente estrecha, bebiendo con parsimonia de una botella de cerveza fría de importación. Cuando la apartó de sus labios, se la apoyó en el muslo y se puso a deslizar los dedos arriba y abajo por el cuello de la botella, un movimiento que en la mujer más joven habría resultado auténticamente provocativo, pero que en ella sólo delataba los restos de su nerviosismo.
– No hay manera de saber realmente si hay una conexión -dijo de pronto-. Puede haber sido cualquiera.
Susan estaba de pie. Se había dejado caer en un sillón, luego había cruzado la habitación para sentarse en una mecedora de respaldo rígido; después, al no sentirse cómoda allí, se había levantado de nuevo y caminado de un lado a otro de la habitación con un estilo que recordaba la dolorosa frustración de un pez grande que forcejea contra un sedal tirante.
– Claro -dijo en un tono sarcástico y empleando un lenguaje que sabía que, más que ofender a su madre, la inquietaría-. Puede haber sido cualquiera. Sólo un tipo cualquiera que casualmente nos siguió a ese pobre gilipollas y a mí a los aseos de mujeres, que casualmente llevaba encima un cuchillo de caza y que, al hacerse cargo de la situación de inmediato, decidió usarlo contra ese pobre imbécil, cosa que hizo con gran pericia y entusiasmo. Después, convencido de que me había rescatado de un destino peor que la muerte, salió a toda prisa porque sabía que no era momento para largas presentaciones y porque al fin y al cabo tampoco tiene mucho don de gentes normalmente. -Lanzó una mirada dura al otro extremo de la sala-. Venga ya, mamá. Tiene que haber sido él. -Exhaló despacio-. Sea quien sea. -La hija sostuvo en alto la página del bloc en que constaba el mensaje críptico del hombre-. «Siempre he estado contigo» -dijo con hosquedad-. Es una suerte que haya estado allí esta noche.