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A Diana le pareció que las palabras de su hija reverberaban en el reducido espacio de la habitación.

– Ibas armada-señaló-. ¿Qué habría ocurrido?

– Ese pobre borracho cabrón iba a echar la puta puerta abajo de una patada, y yo iba a pegarle un tiro entre los ojos o entre las piernas, lo que fuera más apropiado según las circunstancias.

Susan masculló un par de palabrotas y se dirigió a la ventana para escrutar la oscuridad del exterior. Apenas veía nada, de modo que ahuecó las manos en torno a sus sienes para bloquear la luz de la sala y apretó la cara contra el cristal. La noche refulgía con el bochorno resultante de la tormenta que había estallado esa tarde y que no había dejado tras de sí más que algunas hojas de palmera caídas en la calzada, los baches y otras concavidades de la calle encharcados, y un calor residual que la tormenta parecía haber intensificado, reforzándolo o imprimiéndole más fuerza. Dejó que sus ojos escudriñasen la penumbra, no muy segura en ese momento de si prefería ver la desolación, que ponía de relieve su aislamiento, o la silueta de un hombre al moverse furtivamente entre las sombras, acechando justo al borde de su patio, que es lo que creía más probable.

No vio a nadie, lo que no la convenció de nada. Al cabo de un momento extendió el brazo y tiró de la persiana, que bajó con un breve repiqueteo.

– Lo que de verdad me molestaba -dijo pausadamente, volviéndose hacia su madre-, conforme más vueltas le daba, no era lo que había ocurrido sino la manera en que había ocurrido.

Diana asintió con la cabeza para animar a su hija a continuar, creyendo que eso era precisamente lo que la molestaba también.

– Prosigue -dijo la mujer mayor.

– Verás, actuó sin vacilar ni por un momento -dijo Susan-, o al menos, esa impresión me dio. Ahí está ese borracho, sabe Dios con qué intenciones en la cabeza, pero como mínimo la de violarme, insultándome y aporreando la puerta. Luego oigo que se abre la otra puerta, y al cabrón apenas le da tiempo de decir «¿Y tú quién coño eres?» y entonces, ¡zas!, ese cuchillo o navaja o lo que sea que tiene en la mano está listo para entrar en acción. Cuando él entró en los aseos, ya sabía lo que iba a hacer, y no perdió ni un segundo en calibrar la situación, ni en preocuparse, preguntarse qué estaba pasando, pensárselo dos veces o hacer algún amago o tal vez simplemente amenazar al tipo. Debió de dar un paso al frente y ¡pum!

Susan avanzó un paso hacia el centro de la sala y describió un arco rápidamente con el brazo, como si asestara una cuchillada.

– «Pum» no es la expresión adecuada -murmuró-. No hubo un «pum». Todo sucedió más deprisa.

Diana se mordió con fuerza el labio antes de hablar.

– Piensa -dijo-. ¿Había algo allí que pudiera indicar que el crimen fue una cosa distinta de la que tú describes? ¿Había algo…?

– ¡No! -la interrumpió Susan. Luego hizo una pausa y se quedó pensativa, visualizando la escena en el servicio de señoras del bar. Recordaba el color carmesí de la sangre que formó un charco debajo del muerto y el contraste tan fuerte con el linóleo de tonos claros del suelo-. Le robó -añadió despacio-. Al menos, su cartera estaba desplegada y tirada en el suelo, a su lado. Eso es algo. Y tenía la bragueta abierta.

– ¿Algo más?

– Que yo recuerde, no. Salí de allí con bastante rapidez. Diana reflexionó sobre la cartera vacía.

– Creo que deberíamos llamar a Jeffrey -aseveró-. Él sabría decirnos con certeza qué pasó.

– ¿Por qué? Esto es mi problema. Sólo conseguiremos asustarlo. Innecesariamente.

Diana abrió la boca para decir algo, pero luego cambió de idea. Contempló a su hija, intentando ver más allá de su expresión de rabia y sus hombros tensos, y un enorme y lúgubre abatimiento se apoderó de ella, pues comprendió que en otro tiempo había estado tan obsesionada con salvarlos físicamente que no había sido consciente de otras cosas que también había que salvar. «Daños colaterales -se dijo-. La tormenta derriba un árbol que cae encima de un cable de alta tensión, que a su vez cae en un charco y carga el agua de una electricidad letal que mata al hombre que pasea a su perro sin sospechar nada cuando escampa y aparecen las estrellas en el cielo. Eso es lo que les ha ocurrido a mis hijos -pensó con amargura-. Los salvé de la tormenta, pero nada más.» La duda imprimió dureza a su voz.

– Jeffrey es un experto en homicidios. En toda clase de homicidios. Y, si de verdad nos están amenazando (cosa que no sabemos con seguridad pero que es una posibilidad real), tiene derecho a saberlo, porque quizá posea conocimientos que nos ayuden en esa situación también.

Susan soltó un resoplido.

– Tiene su propia vida y sus propios problemas. Deberíamos estar seguras de que necesitamos ayuda antes de pedírsela.

Pronunció estas palabras como estableciendo una verdad irrebatible, como demostrando algo, aunque su madre no sabía muy bien qué.

Diana se disponía a replicar algo, pero notó una punzada repentina y aguda en las entrañas y tomó una bocanada anhelosa del aire de la habitación para mitigarla. El dolor fue como una descarga que estremeció su organismo, poniéndole las terminaciones nerviosas de punta. Esperó a que la oleada se estabilizase y luego remitiese, cosa que ocurrió al cabo de unos momentos. Se recordó a sí misma que al cáncer que la corroía por dentro le preocupaban poco los sentimientos, y desde luego le importaban un bledo los otros problemas que pudiera tener. Era justo lo contrario del homicidio que su hija había presenciado esa noche. Era lento y cruelmente paciente. Podía causar tanto dolor como el cuchillo del hombre, pero se tomaría su tiempo antes. No habría nada rápido en ello, aunque pudiera resultar tan singularmente letal como una cuchillada o un tiro.

Se sentía un poco mareada, pero se recuperó con una serie de respiraciones profundas, como las de un buceador que se dispone a sumergirse.

– De acuerdo -dijo con cautela-. ¿Qué te dice esa cartera abierta que viste?

Susan se encogió de hombros y, antes de que pudiera responder, su madre prosiguió:

– Lo que tu hermano te diría es que vivimos en un mundo violento en que hay demasiado poco tiempo y demasiadas pocas ganas como para que alguien realmente llegue a resolver un crimen. La función de la policía es intentar mantener el orden, cosa que hace de forma algo despiadada. Y cuando se comete un crimen que tiene una solución fácil, lo solucionan, porque así consiguen que la rutina continúe su accidentada marcha. Pero casi siempre, a menos que el muerto sea importante, hacen caso omiso de él y simplemente lo entierran como una víctima más de esta época anárquica. Y el asesinato de algún ejecutivo de segunda categoría obseso y medio borracho no me parece un caso al que la policía vaya a darle mucha importancia. Además, aunque supongamos por un momento que algún inspector se interesaría en el caso, ¿qué es lo que encontraría? Una cartera abierta y una cremallera de pantalón bajada. Un homicidio por robo, y ya está. Bingo. Y su conclusión sería que había algunas chicas del oficio en ese bar que no es precisamente de clase alta, y que una de ellas, o su chulo, se cargó al tipo. Y para cuando ese inspector agobiado de trabajo se dé cuenta de que eso que parece tan obvio no fue lo que pasó en realidad, el interés por el asunto se habrá enfriado mucho ya y tendrá pocas ganas de hacer otra cosa que archivarlo debajo de una pila de casos. Sobre todo cuando descubra que no había ninguna cámara de seguridad que grabase imágenes útiles de todas las idas y venidas. En fin, esto es lo que tu hermano te diría que el asesino consiguió con sólo embolsarse el dinero del hombre y dejar la cartera ahí tirada. Así de sencillo.