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La caja era de un metal negro y barato. En otro tiempo se cerraba con un pequeño candado, pero Diana había perdido la llave y se había visto obligada a cortarlo con una lima. Ahora sólo tenía un simple cierre. Pensó que probablemente ocurría lo mismo con la mayor parte de los recuerdos: por más que uno crea que los tiene guardados bajo llave, en realidad sólo están protegidos por una tapa de lo más frágil.

De pie junto a su cama, abrió la caja y esparció su contenido sobre el cubrecama, delante de sí. Hacía años que no metía ni sacaba nada de allí. Encima de todo había algunos papeles, una copia de su testamento -en el que repartía todas sus posesiones, que sabía que no eran muchas, a partes iguales entre sus hijos-, una póliza de un seguro por una cantidad bastante pequeña, y una copia de la escritura de la casa. Debajo de estos documentos había varias fotografías sueltas, una lista breve y escrita a máquina de nombres y direcciones, una carta de un abogado y una página de papel satinado arrancada de una revista.

Diana cogió primero la hoja de papel y se sentó pesadamente. En el margen inferior de la página había un número: el 52. Junto a él, escritas con una caligrafía primorosamente pequeña, estaban las palabras: «Boletín de la academia St. Thomas More. Primavera de 1983.»

En la página había tres columnas escritas a máquina. Las dos primeras tenían por encabezamiento «Bodas y nacimientos». La tercera se encontraba bajo la palabra «Necrológicas». No había más que una entrada en la columna, y Diana posó la mirada en ella:

Ha causado un hondo pesar a la Academia la noticia del fallecimiento reciente del ex profesor de Historia Jeffrey Mitchell. Muchos alumnos y colegas recuerdan al profesor Mitchell, violinista notable, por la energía, la diligencia y el ingenio que de mostró durante los pocos años en que dio clases en la Acade mia. Todos los amantes de la historia y de la música clásica lo echarán en falta.

A Diana le vinieron ganas de escupir. La boca le sabía a bilis.

– Lo echarán mucho en falta todos aquellos a quienes no tuvo la oportunidad de matar -susurró con rabia para sí.

Sujetando la página de la revista, recordó las sensaciones que la habían asaltado el día que vio el artículo. Asombro. Alivio. Y luego, curiosamente, había esperado sentirse libre, eufórica, como si se hubiera quitado un peso enorme de encima porque la nota le decía que su peor temor -que la encontraran- ya no tenía razón de ser. Sin embargo, la angustia no la había abandonado. Por el contrario, la duda había perdurado en su interior. Las palabras le indicaban una cosa, pero ella no se permitía el lujo de creérselas del todo.

Dejó la hoja de papel y cogió la carta.

En la parte superior aparecía el membrete de un abogado que tenía un bufete pequeño en Trenton, Nueva Jersey. La destinataria era una tal señora Jane Jones, y la carta había sido enviada a un apartado de correos en el norte de Miami. Había conducido hacia el norte durante dos horas desde los Cayos con el único propósito de alquilar una casilla en la oficina de correos más grande y concurrida de la ciudad, sólo para recibir esa carta.

Querida señora Jones:

Tengo entendido que éste no es su nombre verdadero, y por lo general sería reacio a comunicarme con una persona ficticia, pero, dadas las circunstancias, intentaré cooperar.

El señor Mitchell, su marido, del que estaba separada, se puso en contacto conmigo dos semanas antes de su muerte. Curiosamente, me dijo que había presentido su muerte y que por eso quería asegurarse de disponer de forma adecuada de sus escasos bienes. Preparé un testamento para él. Legó una colección sustanciosa de libros a una biblioteca local, y los beneficios de la venta del resto de sus posesiones se donaron a la asociación de música de cámara de una iglesia local. Tenía algunas inversiones, así como unos ahorros modestos.

Me avisó de que tal vez llegaría un día en que usted buscase información sobre su muerte, y me indicó que revelara lo que sabía sobre su fallecimiento y que hiciese una declaración adicional.

Esto es lo que he averiguado respecto a su muerte: fue repentina. Murió al colisionar su coche con otro vehículo a altas horas de la noche. Ambos circulaban a gran velocidad, y chocaron de frente. Fue necesario consultar la ficha dental para identificar a las víctimas. La policía de la pequeña población de Maryland donde se produjo el suceso concluyó, basándose en los testimonios de supervivientes, que su marido interpuso su vehículo en la trayectoria del tractor remolque que circulaba en la dirección contraria. El caso se clasificó como el de un conductor suicida.

El cuerpo del señor Mitchell se incineró posteriormente, y las cenizas se enterraron en el cementerio de Woodlawn. No había tomado disposiciones previas sobre una lápida, sólo respecto a unos servicios funerarios mínimos. Hasta donde tengo conocimiento, nadie asistió al entierro. El había dejado claro que no le quedaban parientes vivos ni amigos de verdad.

Durante nuestras breves conversaciones, nunca mencionó que tuviera hijos ni dio a entender en modo alguno que deseara dejarles algo.

La declaración que me pidió que tuviese lista para presentarle a usted en caso de que algún día se pusiera en contacto con este bufete es, de acuerdo con sus instrucciones, su legado para usted. Dicha declaración dice: «Para bien o para mal, en la riqueza o en la pobreza, en la salud o en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.»

Lamento no poder facilitarle más información.

El abogado había firmado la carta con rúbrica: H. Kenneth Smith. Ella había querido telefonearlo, pues le parecía que en la carta había más insinuaciones que respuestas, pero había resistido la tentación. En cambio, en cuanto hubo leído la misiva, dio de baja su apartado de correos sin indicar otra dirección para que le enviaran la correspondencia.

Ahora, depositó la carta en la cama junto a la nota necrológica de la academia St. Thomas More y se quedó mirando las dos cosas.

Le vinieron imágenes a la memoria. En cierto modo, sus hijos todavía parecían bebés cuando llegaron al sur de Florida. Eso había deseado ella; quería encontrar una manera de erradicar todos los recuerdos de los primeros tiempos en la casa de Nueva Jersey. Había hecho un esfuerzo consciente por cambiarlo todo: la ropa que llevaban, los alimentos que comían. Se había deshecho de toda tela, todo sabor y todo olor que pudiera recordarles el lugar del que habían huido. Incluso había cambiado su acento. Se había esmerado por adoptar algunos de los localismos que se usaban en los Cayos Altos. El habla bubba, como la llamaba la gente del lugar. Hizo todo cuanto pudo por conseguir que, al crecer, tuvieran la impresión de que llevaban allí toda la vida.

Metió la mano en la caja de seguridad y extrajo una lista escrita a máquina de nombres y un pequeño fajo de fotografías. Las manos le temblaron al ponérselas sobre el regazo. Hacía muchos años que no las miraba. Las sostuvo en alto, una por una.

Las primeras eran de sus padres, de su hermana y de su hermano, de cuando ellos mismos eran jóvenes. Las habían hecho en una playa de Nueva Inglaterra, y tanto los trajes de baño como las tumbonas, las sombrillas y las neveras portátiles se veían ahora pasados de moda y, por tanto, resultaban ligeramente ridículos. Había un foto de su padre con una caña larga, botas de pescador y una gorra con el dibujo de un pez espada echada hacia atrás de modo que le dejaba la frente al descubierto, luciendo una sonrisa de oreja a oreja y señalando la enorme lubina americana que sujetaba por las branquias. «Ahora está muerto -pensó ella-. Debe de estarlo. Han pasado demasiados años. Ojalá lo supiera con seguridad, pero tiene que estarlo. Le enorgullecería saber que su nieta es una pescadora tan experta como lo era él. Le encantaría que ella lo llevara consigo, al menos una vez, en esa barca que tiene.»