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– Está usted bien informado.

El hombre empezó a acercarse a él, bajando despacio por los escalones de la sala de conferencias. Clayton alineó la mira situada en la punta de la pistola y la sujetó firmemente con ambas manos, en posición de disparar. Advirtió que el hombre era mayor que él, de entre cincuenta y cinco y sesenta años, y tema el cabello entreverado de gris y muy corto, al estilo militar. Pese a su corpulencia, parecía ágil, casi ligero de pies. Clayton lo observó con ojos de deportista; el hombre no serviría como corredor de fondo, pero resultaría peligroso en distancias cortas, pues seguramente era capaz de alcanzar velocidades considerables durante lapsos breves.

– Avance despacio -le indicó Clayton-. Mantenga las manos a la vista.

– Le aseguro, profesor, que no soy una amenaza.

– Lo dudo. El detector de metales se ha disparado cuando ha entrado usted.

– De verdad, profesor, que no soy yo el problema.

– Eso también lo dudo -replicó Jeffrey Clayton, cortante-. En este mundo hay amenazas y problemas de toda clase, y sospecho que usted encarna unos cuantos. Ábrase la chaqueta. Sin movimientos bruscos, por favor.

El hombre se había detenido y se encontraba a unos cinco metros de él.

– La educación ha cambiado desde que yo estudiaba -comentó.

– Eso es una obviedad. Enséñeme su arma.

El hombre dejó al descubierto la sobaquera en la que llevaba una pistola similar a la que empuñaba Clayton.

– ¿Me permite enseñarle también mi identificación? -preguntó.

– Luego. Llevará otra de refuerzo, ¿no? ¿En el tobillo, quizás? ¿O en el cinturón, a la espalda? ¿Dónde está?

El hombre sonrió de nuevo.

– A la espalda. -Se levantó lentamente el faldón de la chaqueta y dio media vuelta, mostrándole una pistola automática más pequeña que llevaba enfundada, al cinto-. ¿Satisfecho? -inquirió-. Por favor, profesor, vengo por un asunto oficial…

– «Asunto oficial» es un eufemismo maravilloso que puede aplicarse a varias actividades peligrosas. Ahora, levántese las perneras. Despacio.

El hombre suspiró.

– Vamos, profesor. Déjeme enseñarle mi identificación.

Por toda respuesta, Clayton le hizo una seña con la pistola, para conminarlo a obedecer. El hombre se encogió de hombros y se remangó primero la pernera izquierda, luego la derecha. La segunda reveló una tercera funda, que en este caso contenía un puñal de hoja plana.

El hombre sonrió una vez más.

– Toda protección es poca para alguien de mi profesión.

– ¿Y qué profesión es ésa? -quiso saber Clayton.

– Pues la misma que la suya, profesor. Me dedico a lo mismo que usted. -Vaciló por unos instantes, dejando que otra sonrisa se le deslizara por el rostro como una nube por delante de la luna-. La muerte.

Jeffrey Clayton señaló con la pistola un asiento de la primera fila.

– Puede enseñarme su identificación ahora -dijo.

El visitante de la sala de conferencias se llevó la mano cautelosamente al bolsillo de la chaqueta y extrajo una cartera de piel sintética. Se la tendió al profesor.

– Tírela aquí y luego siéntese. Póngase las manos detrás de la cabeza.

Por primera vez, el hombre dejó que la exasperación asomara a las comisuras de sus ojos, y casi al instante la disimuló con la misma sonrisa burlona y desenfadada.

– Tanta precaución me parece excesiva, profesor Clayton, pero si así se siente más cómodo…

El hombre ocupó el asiento en la primera fila, y Clayton se agachó para recoger la cartera de identificación, sin dejar de apuntar al pecho del hombre con la pistola.

– ¿Excesiva? -repuso-. Entiendo. Un hombre que no es un estudiante pero lleva al menos tres armas diferentes entra en mi sala de conferencias por la puerta trasera, sin cita previa, sin presentarse, informado al parecer sobre quién soy, ¿y me asegura rápidamente que no representa una amenaza y me intenta convencer de que no sea precavido? ¿Tiene idea de cuántos profesores han sufrido agresiones este semestre, cuántos tiroteos causados por estudiantes se han producido? ¿Sabe que una orden judicial nos obliga a abandonar los tests psicológicos de admisión, gracias a la Unión Americana por las Libertades Civiles? Lo consideran violación de la privacidad y demás. Encantador. Ahora ni siquiera podemos descartar a los chalados antes de que vengan con sus armas de asalto. -Clayton sonrió por primera vez-. La precaución -dijo- es una parte esencial de la vida.

El hombre del traje asintió con la cabeza.

– Donde yo trabajo, eso no constituye un problema.

El profesor continuó sonriendo.

– Esa afirmación es una mentira, supongo. De lo contrario, no estaría usted aquí.

El hombre abrió su cartera, y Clayton vio un águila grabada en oro sobre las palabras SERVICIO DE SEGURIDAD DEL ESTADO. El águila y la inscripción tenían como fondo la inconfundible silueta cuadrada del nuevo territorio del Oeste. Debajo, con cifras rojas bien definidas, estaba el número 51. En la tapa opuesta figuraba el nombre del individuo, Robert Martin, junto con su firma y su cargo, que, según constaba, era el de agente especial.

Jeffrey Clayton nunca había visto antes una placa de identificación del territorio propuesto como estado número cincuenta y uno de la Unión. Se quedó mirándola durante un rato.

– Bien, señor Martin -dijo despacio, al cabo-, ¿o debería llamarle agente Martin, suponiendo que sea su verdadero nombre? ¿De modo que trabaja usted para la S. S.?

El hombre frunció el entrecejo por unos instantes.

– Nosotros preferimos llamarlo Servicio de Seguridad, profesor, a emplear las siglas, como sin duda comprenderá. Las iniciales tienen alguna connotación histórica siniestra, aunque a mí, personalmente, eso no me preocupa. Sin embargo, otros son, por así decirlo, más sensibles a estos temas. Por otra parte, tanto la placa como el nombre son auténticos. Si lo prefiere, podemos buscar un teléfono y le daré un número para que haga una llamada de verificación. Quizás así se tranquilice.

– Nada relacionado con el estado cincuenta y uno me tranquiliza. Si pudiera, votaría contra su reconocimiento como estado.

– Por suerte, está usted en franca minoría. ¿Nunca ha estado en el nuevo territorio, profesor? ¿No ha notado la sensación de seguridad que impera allí? Muchos creen que representa los auténticos Estados Unidos, un país que se ha perdido en este mundo moderno.

– También hay muchos que creen que son una panda de criptofascistas.

El agente volvió a sonreír de oreja a oreja con una expresión de autosuficiencia que sustituyó la sombra de ira que había pasado por su rostro unos momentos antes.

– ¿No se le ocurre nada mejor que ese tópico manido? -preguntó el agente Martin.

Clayton no respondió al instante. Le devolvió la cartera con la placa al agente. Se percató de que el hombre tenía cicatrices de quemaduras en la mano y que sus dedos eran fuertes y gruesos como garrotes. El profesor se imaginó que el puño del agente debía de ser un arma poderosa por sí solo, y se preguntó qué marcas tendría en otras partes del cuerpo. Bajo aquella luz tan tenue, sólo alcanzaba a distinguir una franja rojiza en el cuello del hombre, y sintió curiosidad por la historia que habría detrás, aunque sabía que, fuera cual fuese, seguramente había engendrado una rabia que permanecía latente en el cerebro del agente. Bastaban conocimientos elementales de las psiques aberrantes para sacar esta conclusión. Aun así, Clayton había investigado a fondo la relación entre la violencia y la deformidad física, así que decidió tomar buena nota de ello.

Bajó su arma muy despacio, pero la depositó sobre la mesa, ante sí, y tamborileó brevemente con los dedos contra el metal.

– No sé lo que va a pedirme, pero la respuesta es no -dijo tras un momento de titubeo-. No sé qué necesita, pero no lo tengo. No sé qué le ha traído aquí, pero me da igual.