Dejó esta fotografía a un lado y examinó otra, en la que aparecía su madre de pie junto a sus dos hermanos. Estaban cogidos del brazo, y saltaba a la vista que ella había logrado apretar el disparador justo en el momento en que alguien contaba el final de un chiste, porque los tres tenían la cabeza hacia atrás, riendo de forma inconfundible y desenfadada. Eso es lo que le gustaba a Diana de su madre, que parecía capaz de reírse de cualquier situación, por muy dura que hubiese sido. «Una mujer que plantaba cara a las malas noticias -pensó Diana-. Seguro que he salido a ella en lo tozuda. Seguramente ella también es tara muerta dentro de poco, o quizá será muy mayor y tendrá problemas de memoria.» Al bajar la vista para mirar la fotografía por segunda vez, la invadió una sensación de soledad absoluta y, por un instante, deseó poder recordar el chiste que habían contado en ese momento. «No pediría ninguna otra cosa -pensó-; me conformaría con saber cómo era ese chiste.»
Exhaló un suspiro profundo. Contempló a sus hermanos y les susurró «lo siento» a los dos. Por un momento se preguntó si el hecho de que ella desapareciera había sido más duro para ellos. Cumpleaños, aniversarios, Navidades. Seguramente también bodas, nacimientos, entierros, los avatares habituales en la vida de una familia, le habían sido arrancados de un tajo psicológicamente letal. No les había dirigido ni una palabra a título de explicación, ni siquiera una sílaba para dar señales de vida. Era lo único que ella sabía con toda certeza que ocurriría la noche que había huido de Jeffrey Mitchell y de la casa en que había convivido con él.
Si quería una nueva vida para sí y para sus hijos, debía buscarla en algún sitio seguro. Y la única manera en que podía garantizar su seguridad era permanecer siempre a la sombra, pues de lo contrario él la encontraría. Lo sabía con toda certeza.
«Morí aquella noche. Y volví a nacer también.»
Dejó las fotografías y echó un vistazo a la lista escrita a máquina. Contenía los nombres y las últimas direcciones que conocía de sus parientes. Algún día sus hijos la heredarían, o eso esperaba. Creía que llegaría un día en que sería posible recuperar el contacto.
Pensaba que tal vez ese día llegaría pronto cuando recibió la carta del abogado. Una prueba de su muerte. Llevaba décadas guardada en la caja de metal. Y era lo que tanto había estado esperando. De pronto se preguntó por qué no había salido a la luz cuando la había recibido.
Sacudió la cabeza.
Porque una parte de ella no se lo creía. Una parte lo bastante importante como para que ella no pusiera en riesgo la vida de sus hijos ni la suya propia, por muy convincente que pareciera la carta del abogado.
En el fondo de la caja había un sobre pequeño de papel de Manila, el último objeto que quedaba. Lo retiró con cuidado, como si fuera frágil. Lo abrió despacio, por primera vez en muchos años.
Se trataba de otra fotografía.
En ella, Diana aparecía mucho más joven y sentada en un sillón. Frunció el entrecejo cuando se fijó en su cara. Parecía muy poquita cosa. Oculta tras unas gafas. Tímida e indecisa. Débil. Susan, con cinco años de edad, se aferraba a su regazo, toda ella energía contenida. Jeffrey, de siete años, estaba de pie a su lado, pero inclinado hacia ella, con expresión muy seria y preocupada, como si ya supiese de algún modo que había madurado mucho para su edad. Le sujetaba la mano con fuerza a su madre.
De pie a la espalda de los tres, tras el respaldo de la silla, ligeramente separado, estaba Jeffrey padre. La cámara, accionada por medio del disparador automático, estaba colocada frente a ellos, y, por haberse situado él unos centímetros por detrás de ellos, aparecía con las facciones borrosas.
Nunca quería que le hicieran fotos. Diana contempló su rostro por un momento. «Cabrón», pensó.
«Jeffrey sabría cómo», se dijo, dándose cuenta de repente. El sabría cómo escanear la imagen y procesarla de modo que los rasgos quedaran más nítidos y mejor definidos. Después podrían envejecerlo digitalmente para saber qué aspecto tendría en la actualidad.
Interrumpió estos pensamientos.
– Pero si estás muerto -dijo en voz alta. El rostro de la fotografía no respondió.
Ella había hecho todo cuanto había podido, pensó. Había intentado, en la medida de sus posibilidades, seguirle la pista a él; leía diligentemente los boletines de la academia St. Thomas More, y se había suscrito en secreto al Princeton Packet, el semanario que publicaba noticias de Hopewell. Había acariciado la idea de contratar a un detective privado, pero, como siempre, había sido consciente de un hecho fundamentaclass="underline" la información puede fluir en dos direcciones. Todo paso que ella diera para saber de él, por muy sutil que fuera, podría acabar por volverse en su contra. Así pues, a lo largo de los años, se había limitado a seguir las pocas vías en las que se sentía relativamente segura. Se trataba sobre todo de medios a disposición del público, como periódicos y boletines. Seleccionaba las revistas de ex alumnos de todos los centros de enseñanza a los que él había asistido o en los que había impartido clases. Leía esquelas y diarios y prestaba especial atención a las transacciones de bienes inmuebles. Pero, en general, todo ello había resultado infructuoso, especialmente en los muchos años que habían transcurrido desde que el abogado le enviara aquella carta. Aun así, perseveró. Estaba orgullosa de ello. La mayoría de la gente habría concluido que estaba a salvo, pero ella no, ni por asomo.
Alzó la vista y se dirigió a su marido como si se encontrara en aquella habitación con ella. Que fuera un fantasma o un hombre de carne y hueso le daba igual.
– Creías que podrías engañarme. Pensabas en todo momento que yo haría precisamente lo que querías, lo que esperabas, lo que deseabas. Pero no lo hice, ¿verdad?
Sonrió.
«Eso debe de dolerte lo indecible», pensó.
«Si estás vivo, debe de ser una herida abierta y terrible para ti.
«Y si efectivamente estás muerto, espero que eso te haga rabiar en ese infierno con que te hayas encontrado, esté donde esté.»
Diana Clayton respiró hondo otra vez.
Se levantó y juntó los objetos esparcidos sobre su cama para guardarlos de nuevo en la caja de seguridad. Reflexionó sobre lo que le había ocurrido a su hija y sobre los mensajes que había recibido.
«Todo es un juego», pensó con amargura. Siempre era un juego.
En ese momento decidió llamar a Jeffrey, por mucho que se enfadara su hija. «Si quien está enviando los mensajes es quien yo me temo -se dijo-, si al cabo de todos estos años nos ha encontrado al fin, Jeffrey tiene derecho a saberlo, pues corre el mismo peligro que nosotras. Y tiene derecho a participar también en este juego.»
Se acercó a una mesita de noche y descolgó el auricular del teléfono. Vaciló por unos instantes y marcó el número de su hijo en Massachusetts.
Los tonos de llamada sonaron repetidamente y de forma exasperante. Contó diez, y luego esperó a que sonaran otros diez. Después colgó.
Se dejó caer sobre la cama.
Diana sabía que no podría dormir esa noche. Alargó el brazo para coger sus pastillas para el dolor y se tomó un par sin agua, tragando con dificultad, consciente de que no aliviarían el dolor que de verdad la embargaba por dentro, un miedo repentino, terrible, teñido de negro.
11 Un lugar de contradicciones
Jeffrey Clayton se removió incómodo en el banco de madera noble pulida de la iglesia mientras los fieles que lo rodeaban rezaban en silencio con la cabeza gacha. Hacía muchos años que no se encontraba en un templo durante la celebración de los oficios, y se sentía incómodo con el entusiasmo que veía en torno a sí. Estaba sentado en la última fila de la iglesia unitaria en la población donde había vivido la joven a quien mentalmente no podía identificar más que como la número cuatro.