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La ciudad, llamada Liberty, todavía estaba en plena construcción. Había varias excavadoras inactivas alineadas en una extensión de tierra marrón claro que pronto se convertiría en la plaza principal de la ciudad. En otros puntos se alzaban pilas de vigas de metal y bloques de hormigón ligero.

El día anterior el ruido de las obras había sonado ininterrumpidamente: los pitidos y bramidos de las excavadoras, el zumbido agudo de la maquinaria, el rugido sordo de los motores diesel de los camiones. Hoy, sin embargo, era domingo, y las bestias del progreso guardaban silencio. Y en el interior de la iglesia, le parecía encontrarse en las antípodas de las sierras, los clavos y los materiales de construcción. Todo era nuevo y reluciente aquella mañana soleada, y rayos de luz coloreada se filtraban por un gran vitral que representaba a Cristo en la cruz, si bien el artesano había concebido un Salvador menos transido por el dolor de su muerte prematura que pletórico de dicha ante el paraíso que lo esperaba. El resplandor que iluminaba el dibujo de la corona de espinas de Jesús proyectaba destellos multicolores e iridiscentes sobre las paredes de un blanco inmaculado de la iglesia.

Jeffrey paseó la vista por la concurrencia. La iglesia estaba completamente llena y, salvo por él, no había más que familias. En su mayoría eran blancos, pero el profesor vio entre ellos algunos rostros negros, hispanos y asiáticos. Calculó que gran parte de los adultos eran ligeramente mayores que él, y que la media de edad de los niños era la correspondiente a los tres primeros años de la escuela secundaria. Había personas con bebés en brazos, y algunos adolescentes mayores que parecían más interesados los unos en los otros que en los oficios. Todos llevaban ropa bien lavada y planchada, e iban pulcramente peinados. Jeffrey recorrió con la mirada las caras de los niños, intentando descubrir a alguno a quien le molestara tener que llevar sus galas dominicales, pero, pese a unos pocos posibles candidatos -un chico con la corbata torcida, otro con los faldones de la camisa fuera del pantalón y un tercero que no dejaba de moverse en su asiento pese a que su padre le había echado el brazo sobre los hombros-, no logró encontrar a uno que fuera evidentemente un rebelde en potencia. «No hay ningún Huckleberry Finn por aquí», pensó.

Jeffrey deslizó la mano sobre el pulido banco de caoba marrón rojizo y se percató también de que la sobrecubierta negra del himnario apenas estaba gastada. Se volvió de nuevo hacia la vidriera de colores y pensó: «Debe de haber una lista de prioridades y un calendario de trabajo en algún sitio para que un artesano dedicara tanto tiempo a idear y elaborar tan meticulosamente esa imagen. Así que recibió el encargo, con sus dimensiones y otras especificaciones, meses antes de que la primera excavadora se pusiera en marcha, antes de que se construyesen el ayuntamiento, el supermercado o el centro comercial.»

El coro se puso en pie. Sus miembros llevaban una túnica de color burdeos intenso ribeteada de dorado. Sus voces inundaron la iglesia, pero él no les prestó mucha atención. Estaba esperando que comenzara el sermón, y posó la vista en el pastor, que buscaba algo entre unas notas, sentado a un lado de la tribuna. Se puso de pie justo cuando las últimas notas del himno resonaban bajo las vigas antes de apagarse.

El pastor llevaba unas gafas colgadas al cuello de una cadena y de vez en cuando las levantaba para colocárselas sobre el tabique de la nariz. Curiosamente, gesticulaba sólo con la mano derecha, mientras que mantenía la izquierda rígida, a su costado. Era un hombre de baja estatura con una cabellera rala y más bien larga que parecía alborotada por la brisa, pese a que el aire en el interior de la iglesia estaba en calma. Su voz, sin embargo, era más imponente que su aspecto, y atronaba sobre las cabezas de los fieles.

– ¿Cuál es el mensaje de Dios cuando dispone que se produzca un accidente que nos arrebata a un ser querido?

«Por favor, dígamelo», pensó Jeffrey cínicamente, pero escuchó con atención. Era por eso por lo que estaba en la iglesia.

Ese oficio en particular no estaba dedicado específicamente a la número cuatro. Se había celebrado un funeral íntimo y familiar en una iglesia católica a unos metros de allí, al otro lado del terreno aún polvoriento que, una vez regado y sembrado, se cubriría de verde a medida que avanzara la temporada de crecimiento. Le había insistido al agente Martin en la necesidad de grabar en vídeo a todos los que asistieran a los oficios celebrados por la chica asesinada, y de identificar todos los vehículos, incluidos los que pasaran junto a la iglesia aparentemente por otros motivos. Quería saber el nombre y los antecedentes de toda persona relacionada con el funeral de la joven, de todo aquel que mostrase interés en su muerte, por pequeño que fuera.

Esas listas se estaban preparando, y él planeaba cotejarlas con las de profesores, trabajadores, jardineros… cualquiera que pudiese haber tenido algún contacto con ella. Luego cotejaría de nuevo la lista, esta vez con la de todos los nombres recopilados durante la investigación del asesinato de la víctima número tres. Sabía que éste era un procedimiento bastante habitual para examinar los asesinatos en serie. Era un proceso frustrante que llevaba demasiado tiempo, pero ocasionalmente -al menos según la bibliografía sobre asesinos múltiples- la policía, en un golpe de suerte, identificaba un solo nombre que aparecía en todas las listas.

Depositaba pocas esperanzas en que esto sucediera.

«Las conoces, ¿verdad? -se preguntó de pronto en referencia a su imagen mental del asesino-. ¿Conoces todas las técnicas de rigor? ¿Conoces todas las vías tradicionales de investigación?»

La voz del pastor lo arrancó de sus reflexiones.

– ¿Acaso los accidentes no son la manera que tiene Dios de elegir entre nosotros, de imponer su voluntad sobre nuestra vida?

Jeffrey había apretado los puños con fuerza. «Necesito saber cuál es la conexión -pensó-. ¿Qué te atrae hacia esas jóvenes? ¿Qué es lo que intentas decir?»

No se le ocurrió respuesta alguna a esa pregunta.

Jeffrey irguió la cabeza y empezó a prestar más atención al oficio. No había acudido a la iglesia en busca de inspiración divina. Su curiosidad era de naturaleza distinta. El día anterior había reparado en el letrero que anunciaba el sermón del domingo, titulado «Cuando sobrevienen los accidentes de Dios». Le había parecido curioso que eligiesen esa palabra: accidente.

¿Qué tenía que ver con la depravación cuyos frutos finales había contemplado hacía unos días?

Eso es lo que estaba ansioso por averiguar.

¿Qué accidente?

Se había guardado esta pregunta, sin compartirla con el agente Martin, que ahora aguardaba impaciente frente a la iglesia.

Jeffrey continuó escuchando. El pastor continuaba perorando con voz de trueno, y el profesor esperaba oír una sola palabra: asesinato.

– Así que nos preguntamos: ¿cuál es el designio de Dios cuando se lleva de nuestro lado a alguien tan joven y prometedor? Pues podéis estar seguros de que hay un designio…

Jeffrey se frotó la nariz. «Un designio cojonudo», pensó.

– … Y a veces comprendemos que, al acoger a los mejores de nosotros en su seno, en realidad nos está pidiendo a los que nos quedamos que redoblemos nuestra fe, renovemos nuestro compromiso y consagremos nuestra vida a hacer el bien y a propagar el amor y la devoción. -El pastor hizo una pausa, dejando que sus palabras fluyeran sobre los rostros levantados hacia él-. Y si seguimos ese camino que Él nos señala con tanta claridad, podremos, pese a nuestras penas y aflicciones, acercarnos y acercar a todos los que permanecen en este mundo a Él. ¡Eso es lo que nos exige, y debemos estar a la altura de ese reto!

La mano izquierda que el pastor mantenía pegada al costado apuntó ahora al cielo con afán, como señalando al ser que estaba en lo alto, escuchando la conclusión a la que había llegado. El pastor vaciló por segunda vez, para dar a sus palabras un mayor peso, y luego finalizó: