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– Oremos.

Jeffrey agachó la cabeza, pero no para rezar.

«A partir de lo que no he oído he descubierto algo importante», se dijo. Algo que le formaba en el estómago un pequeño nudo de angustia extrema que no tenía nada que ver con los asesinatos que estaba investigando y sí mucho que ver con el lugar donde los estaba investigando.

El agente Martin estaba sentado a su escritorio, jugando a la taba. La bola botaba con un golpe sordo, y de vez en cuando el corpulento inspector fallaba, soltaba una palabrota y volvía a empezar, haciendo sonar las piezas contra la superficie metálica de la mesa.

– Una… dos… tres -farfullaba para sí.

Jeffrey se volvió hacia él desde donde estaba escribiendo en la pizarra.

– Hay que decir «uno, dos, tres, al escondite inglés» -le informó-. Apréndase bien la terminología. Martin sonrió.

– Usted dedíquese a su juego -repuso-, que yo me dedicaré al mío. -Arrastró todas las piezas con un movimiento repentino del brazo para dejarlas caer sobre su mano derecha y dirigió su atención a lo que escribía Clayton.

Las dos categorías principales seguían en la parte superior de la pizarra. Jeffrey, no obstante, había añadido datos sueltos bajo el encabezamiento «Similitudes», detalles sobre la posición del cuerpo de cada víctima, el emplazamiento y los dedos índices cortados. La víctima número cuatro, por supuesto, presentaba varios problemas en este apartado. Jeffrey había notado cierto escepticismo por parte de Martin, cierta resistencia a considerar -como consideraba él- que las diferencias en la cuidadosa colocación del cadáver y el hecho de que le faltara el dedo índice izquierdo y no el derecho, como a las otras víctimas, apuntaban a un mismo asesino. El inspector había demostrado su faceta más tozuda al negar con la cabeza y decir: «Las semejanzas son semejanzas, y las diferencias son diferencias. Usted pretende que lo diferente sea semejante. La cosa no funciona así.»

El lado de la pizarra con la anotación «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» tenía considerablemente menos información. Clayton no le había contado al inspector que la habían borrado y él la había vuelto a escribir; que alguien había violado la seguridad de la oficina.

Clayton no había tomado ninguna medida para ocultar los documentos sobre los asesinatos -informes de la escena del crimen, resultados de autopsias, declaraciones de testigos y cosas por el estilo- que atestaban los ficheros del despacho. La mayor parte de ellos existían también como archivos informáticos, y Jeffrey suponía que cualquiera con la capacidad para abrir la cerradura electrónica de la oficina también podría acceder a cualquier texto guardado en el ordenador.

En cambio, había pasado por una papelería local y había comprado una libreta pequeña encuadernada en cuero. En una era de blocs electrónicos inteligentes y comunicaciones a alta velocidad, la libreta casi parecía una antigüedad, pero tenía la cualidad excepcional de ser lo bastante modesta para caber en el bolsillo de su chaqueta, de modo que podía llevarla consigo en todo momento. Por lo tanto, era privada y no dependía de un circuito eléctrico o una clave informática para ser segura. Estaba llenándose rápidamente de las inquietudes y observaciones de Jeffrey, que parecían poner de relieve una duda que aún no había conseguido formular pero que empezaba a tomar cuerpo en su interior.

En una de las primeras páginas, había escrito: «¿Quién ha borrado la pizarra?» y debajo había anotado cuatro posibilidades:

1. Un empleado de limpieza, por error.

2. Alguien de la esfera política, p. ej. Manson, Starkweather o Bundy.

3. Mi padre, el asesino.

4. El asesino, que no es mi padre pero quiere hacerme creer que lo es.

De hecho, ya había descartado la primera posibilidad tras encontrar el horario de limpieza del edificio y entrevistarse brevemente con el personal de turno. Le habían revelado dos datos interesantes: que el agente Martin les había dado instrucciones de que toda limpieza en la oficina se llevase a cabo exclusivamente bajo su supervisión directa, y que el Servicio de Seguridad podía invalidar prácticamente cualquier sistema de cierre controlado por ordenador en cualquier parte del estado.

También había descartado a los políticos, al menos en teoría. Aunque el mensaje implícito en la borradura era justamente el que ellos querían que aceptara, era demasiado pronto en la investigación para ejercer ese tipo de presión sobre él. Sabía que la presión no tardaría en llegar. Siempre llegaba; a los políticos casi lo único que les importaba era que todo sucediese en el tiempo previsto. Y dudaba que esa presión fuera tan sutil como el sencillo acto de borrar algo que él había escrito en la pizarra.

Lo que, claro está, dejaba dos posibilidades. Las mismas que lo asediaban desde el principio.

Como siempre, lo rondaban innumerables preguntas, muchas de las cuales había garabateado en su libreta a altas horas de la noche. Si el asesino, fuera quien fuese, se había molestado en hacer algo como borrar unas palabras de una pizarra, ¿qué significaba?

Había respondido a esta pregunta en su libreta con una sola palabra, escrita con un lápiz negro y subrayada tres veces: «Mucho.»

– Bueno, ¿y ahora qué, profesor? ¿Más entrevistas? ¿Quiere ir a hablar con el forense para contar con información de primera mano de cómo murió la última? ¿Qué tiene usted en mente?

Martin sonreía, pero con una expresión que Clayton había aprendido a relacionar con la ira. Asintió con la cabeza.

– No es mala idea. Vaya a ver al forense y dígale que necesitaremos su informe definitivo esta tarde. Despliegue todas sus dotes de persuasión. El hombre parece un poco reticente.

– No está acostumbrado a estas tareas. Los forenses del estado suelen dedicarse más bien a asegurarse de que todos los colegiales estén vacunados y de que el Departamento de Inmigración no deje entrar enfermedades infecciosas alegremente procedentes del resto del país o del extranjero. Las autopsias de víctimas de asesinato no forman parte de su rutina. Al menos habitualmente.

– Pues vaya a encender una fogata.

– ¿Y usted a qué se dedicará, profesor, mientras yo estoy fuera incordiando con mi insistencia característica?

– Me quedaré aquí enumerando a grandes rasgos todos los aspectos forenses de cada asesinato, para que podamos centrarnos en las semejanzas.

– Eso suena fascinante -comentó el inspector mientras se levantaba de su silla-. Y también muy importante.

– Nunca se sabe -respondió Jeffrey-. En esta clase de investigaciones, el éxito surge a menudo a partir de algún elemento descubierto en el transcurso de horas de trabajo pesado y mecánico.

Martin sacudió la cabeza.

– No -replicó-, no lo creo. Eso es lo que ocurre en muchas investigaciones de asesinatos, por supuesto. Es lo que te enseñan en las academias. Pero aquí no, profesor. Aquí hará falta algo más. -El inspector se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo-. Por eso está usted aquí. Para averiguar qué es ese «algo más». Procure no olvidarlo. Y trabaje en ello, profesor.

Jeffrey asintió, pero Martin ya había salido. El profesor esperó unos minutos, luego se puso de pie rápidamente, cogió su libreta y su chaqueta y se marchó, sin la menor intención de hacer lo que le había dicho a Martin que haría, y con una idea clara de lo que necesitaba averiguar.

Las oficinas del New Washington Post se encontraban cerca del centro de la ciudad, aunque Jeffrey no estaba seguro de que «ciudad» fuese la palabra más adecuada para describir la zona céntrica. Desde luego no se parecía a ningún barrio urbano que hubiese visitado; era un lugar donde reinaba un orden casi rígido disfrazado de organización rutinaria. La cuadrícula de calles era uniforme, el césped y las plantas que crecían junto a la calzada estaban bien cuidados. Las aceras eran amplias y proporcionadas, casi como un paseo. Apenas se hallaba presente la mezcolanza de diseño y deseo que caracteriza a la mayor parte de las ciudades. Y el desorden frenético causado por el apiñamiento de lo moderno y lo antiguo estaba del todo ausente.