Jeffrey hizo caso omiso de él y se concentró en la pantalla de ordenador. Estudió los artículos metódicamente sin encontrar nada que le pareciera útil hasta que se le ocurrió lo obvio e introdujo un par de palabras clave: «muerte» y «letal».
Esto dio como resultado una lista más manejable de setenta y siete artículos. Los examinó y descubrió que cubrían veintinueve incidentes distintos acaecidos a lo largo del período de diez años. Se puso a leerlos de principio a fin, uno por uno.
No tardó mucho en darse cuenta de lo que tenía delante. En el transcurso de una sola década, veintinueve mujeres -la mayor de ellas una joven de veintitrés años recién licenciada que iba a visitar a su familia, y la menor una niña de doce que se dirigía a su clase de tenis- habían fallecido como consecuencia de algún suceso en el estado número cincuenta y uno. Ninguno de esos «accidentes» había sido uno de esos actos corrientes de un Dios caprichoso que podría colocar a una adolescente en bicicleta ante un coche en marcha cualquier tarde. En cambio, Jeffrey leyó historias de mujeres jóvenes que habían desaparecido misteriosamente en viajes de acampada, o que habían decidido de pronto fugarse de casa mientras realizaban alguna actividad de lo más normal, o que nunca habían llegado a su destino, una clase o cita de rutina. Había algunos titulares estrambóticos que aseguraban que perros salvajes o lobos reintroducidos en las zonas forestales por ecologistas obsesionados por conservar el medio ambiente habían atacado a un par de aquellas jóvenes. Una serie de sucesos se había producido al aire libre: despeñamientos, ahogamientos en ríos e hipotermias desafortunadas que habían acabado con varias. Según los artículos, unas cuantas estaban deprimidas, y se insinuaba que habían huido de su familia para quitarse la vida, como si se tratara de una decisión absolutamente normal en una adolescente, a diferencia de los impulsos autodestructivos sistemáticos como por ejemplo la bulimia o la anorexia.
El Post informaba de todos los casos con el mismo estilo aburrido. Artículo uno: CHICA DESAPARECE INESPERADAMENTE (página tres). Artículo dos: LAS AUTORIDADES INICIAN LA BÚSQUEDA (página cinco, una sola columna, a la izquierda, sin foto). Artículo tres: RESTOS DE CHICA DESCUBIERTOS EN ZONA RURAL SIN URBANIZAR. LA FAMILIA LLORA A LA VÍCTIMA DEL ACCIDENTE.
Había unos pocos textos que se apartaban de este enfoque tan poco imaginativo, casos que en vez de terminar con la triste variante JOVEN ENCONTRADA finalizaban con un LAS AUTORIDADES DAN POR TERMINADA LA BÚSQUEDA INFRUCTUOSA. Ni uno solo de los sucesos había aparecido en primera plana junto con las noticias de empresas nuevas que se trasladaban al estado número cincuenta y uno. Ninguna crónica ahondaba en el tema más allá de las declaraciones de los portavoces del Servicio de Seguridad. Ningún reportero intrépido mencionaba semejanzas entre un incidente y alguno que se hubiera producido anteriormente. Ningún periodista había confeccionado tampoco una lista como la que estaba elaborando él.
Esto le sorprendió. Si él había reparado en el número de casos similares, a un periodista tampoco le habría costado mucho descubrirlo. La información se encontraba en su propio archivo digitalizado.
A menos, claro está, que lo hubieran descubierto pero hubiesen optado por no publicarlo.
Jeffrey se reclinó en su silla de oficina, con la vista fija en la pantalla de ordenador. Por un momento deseó que la sala de redacción por la que había pasado estuviera realmente repleta de empleados de una compañía de seguros, porque al menos ellos estarían al corriente de las tablas actuariales con los porcentajes de probabilidades que tenía una chica adolescente de morir a causa de alguna de estas presuntas calamidades.
«Ni de casualidad -se dijo-. Y por qué no también abducciones extraterrestres», se mofó, acordándose de que ésta era la misma comparación que el agente Martin había hecho.
Lo repitió para sí, en un susurro: «Ni de coña.»
Se preguntó cuántas de aquellas muertes se habían producido tal como informaba el periódico. Supuso que un par. Seguramente alguna de aquellas adolescentes se había fugado realmente de casa, y alguna realmente se había suicidado, y tal vez había sobrevenido realmente algún accidente de acampada. Quizás incluso dos. Calculó rápidamente. Un diez por ciento equivaldría a tres muertes. Un veinte por ciento, a seis. Esto aún dejaba veinte muertes a lo largo de una década. Al menos dos por año.
Continuó meciéndose en la silla.
A los asesinos metódicos de la historia les habría parecido un balance razonable para una inversión de energía homicida. No espectacular, pero aceptable. En el polo opuesto, los asesinos psicópatas sedientos de sangre sin duda considerarían insuficiente este número desde su posición privilegiada en el infierno. Ellos preferían la cantidad y la satisfacción instantánea. La voracidad de la muerte. Por supuesto, resultaba mucho más fácil pillarlos gracias a sus excesos.
Sin embargo, los asesinos constantes, silenciosos y entregados que ocupaban la siguiente esfera infernal asentirían con la cabeza en señal de admiración hacia un hombre que controlaba sus impulsos y sabía contenerse. Eran como el lobo que elige a los caribúes enfermos o heridos de la manada, procurando no matar a demasiados para no poner en peligro su fuente de sustento.
Jeffrey se estremeció.
Comenzó a imprimir las crónicas de los casos que creía que encajaban en esa pauta, y mientras tanto comprendió por qué lo habían mandado llamar. Las autoridades estaban quedándose sin excusas creíbles.
Perros salvajes y lobos. Mordeduras de serpiente y suicidios. Al final alguien se negaría a creerlo, y eso supondría un problema considerable. Se sonrió, como si una parte de él lo encontrara divertido.
«No tienen a dos víctimas», pensó.
«Tienen a veinte.»
Entonces la sonrisa se le borró de los labios cuando se planteó la pregunta obvia: «¿Por qué no me lo dijeron desde un principio?»
La impresora que tenía al lado comenzó a escupir las páginas con los artículos. Los papeles se apilaban en la bandeja mientras esperaba. Al alzar la mirada vio al archivero del periódico caminando hacia él con un ejemplar del Post.
– Sabía que le había visto antes -resolló el hombre con aire ufano-. Pues ¿no salió en la primera página de la sección «Noticias del estado» la semana pasada? Es usted una celebridad.
– ¿Qué?
El hombre le tiró el periódico, y Jeffrey bajó la vista. Ahí estaba su fotografía, de dos columnas de ancho y tres columnas de alto, en la parte inferior de la primera página de la segunda sección. El titular encima de la imagen y del artículo que la acompañaba rezaba: LAS AUTORIDADES CONTRATAN ASESOR PARA INCREMENTAR LA SEGURIDAD. Clayton echó una ojeada a la fecha del periódico: era del día que había llegado al estado número cincuenta y uno.
Leyó:
… En su continuo afán por preservar y mejorar las medidas de protección de los ciudadanos del estado, el Servicio de Seguridad ha encomendado al reputado profesor Jeffrey Clayton, de la Universidad de Massachusetts, que lleve a cabo una inspección a gran escala de los planes y sistemas actuales.
Clayton, que según un portavoz espera cumplir pronto los requisitos para instalarse en el estado, es un experto en diversos procedimientos y estilos criminales. En palabras del portavoz, «todo esto forma parte de nuestros esfuerzos incesantes por adelantarnos a las intenciones de los criminales e impedir que lleguen hasta aquí. Si saben que no tienen la menor posibilidad de vencer en su juego aquí, es muy probable que se queden donde están, o que se vayan a algún otro sitio…».
Había algo más, incluida una frase que le atribuían y que él nunca había pronunciado, algo sobre lo mucho que le complacía estar allí de visita, y las ganas que tenía de volver en el futuro.