Los días posteriores al incidente del bar, la madre se había sumido en un silencio exterior, mientras una cacofonía de ruidos discordantes, dudas y malestar retumbaba en su interior.
El fracaso de sus intentos por ponerse en contacto con su hijo no habían hecho sino agravar esa inquietud. Había dejado varios mensajes en su departamento de la universidad, había hablado con una cantidad mareante de secretarias, ninguna de las cuales parecía saber con exactitud dónde se encontraba, aunque todas le aseguraron que pronto le pasarían el recado y entonces él devolvería la llamada. Una incluso llegó a decir que pegaría una nota con cinta adhesiva a la puerta de su despacho, como si eso fuera una garantía de éxito.
Diana se resistía a presionar más, porque pensaba que ello conferiría a su petición un toque de urgencia, casi de pánico, y no quería dar esa impresión. No le habría importado reconocer que estaba nerviosa, incluso alterada, desde luego preocupada. Pero el pánico le parecía un estado extremo, y esperaba hallarse aún lejos de él.
«Todavía no se ha producido ninguna situación que no podamos manejar», se dijo.
Pero a pesar de la actitud falsamente positiva de esta insistencia, ahora recurría a menudo -mucho más que antes- a la medicación para tranquilizarse, para conciliar el sueño, para olvidar las preocupaciones. Y le había dado por mezclar sus narcóticos con dosis generosas de alcohol, pese a que el médico le había advertido de que no lo hiciera. Una pastilla para el dolor. Una pastilla para aumentar el número de glóbulos rojos, que estaban perdiendo inútil y microscópicamente su batalla contra sus homólogos blancos en las profundidades de su organismo. No tenía la menor esperanza en que la quimioterapia diera resultado. También tomaba vitaminas para mantenerse fuerte. Antibióticos para evitar infecciones. Colocaba las pastillas en fila y evocaba imágenes históricas: la ofensiva de Pickett. Un esfuerzo valeroso y romántico contra un ejército bien atrincherado e implacable. Estaba destinado a fracasar desde antes de comenzar.
Diana regaba el montón de píldoras con zumo de naranja y vodka. «Al menos -se decía, no sin ciertos remordimientos-, el zumo de naranja se fabrica aquí y seguramente me hará bien.»
Más o menos al mismo tiempo, Susan Clayton se dio cuenta de que estaba tomando precauciones que antes desdeñaba. Durante los días siguientes al incidente en el bar, no subía ni bajaba en ascensor a menos que hubiera varias personas más. No se quedaba a trabajar hasta tarde en la oficina. Siempre que iba a algún sitio, pedía a alguien que la acompañara. Se preocupaba de cambiar su rutina diaria lo máximo posible, buscando la seguridad en la variedad y la espontaneidad.
Esto le resultaba difícil. Se consideraba una persona obstinada y no precisamente espontánea, aunque los pocos amigos que tenía en el mundo seguramente le habrían dicho que se equivocaba de medio a medio en su valoración de sí misma.
Cuando conducía de casa a la oficina y viceversa, ahora Susan había adquirido la costumbre de moverse entre los carriles rápidos y los lentos; durante unos minutos circulaba a ciento cincuenta kilómetros por hora y de pronto aminoraba la marcha hasta casi avanzar a paso de tortuga, pasando de un extremo al otro de una manera que creía que frustraría incluso al perseguidor más tenaz, pues al menos a ella la frustraba.
Llevaba una pistola en todo momento, incluso por casa, después de llegar del trabajo, escondida bajo la pernera de los vaqueros, sujeta al tobillo. Sin embargo, no engañaba a su madre, que sabía lo del arma, aunque le parecía más prudente no comentar nada al respecto, y que, por otra parte, aplaudía en su fuero interno esa precaución.
Ambas mujeres miraban con frecuencia por la ventana, intentando vislumbrar al hombre que sabían que andaba por ahí, en algún sitio, pero no veían nada.
Mientras tanto, las preocupaciones que embargaban a Susan se intensificaban por su incapacidad para idear un acertijo apropiado para enviar su siguiente mensaje. Juegos de palabras, acrósticos literarios, crucigramas… nada de eso le había resultado útil. Quizá, por primera vez, Mata Hari había fracasado.
Esto le daba cada vez más rabia.
Después de pasarse varias tardes muy tensa, sentada en casa con un bloqueo mental incontrolable, con la fecha de publicación cada vez más próxima, dejó caer la libreta y el lápiz al suelo de su habitación, le asestó una palmada a la pantalla de su ordenador, envió varios libros de consulta a un rincón de una patada y decidió salir a navegar en su lancha.
Caía la tarde, y el potente sol de Florida empezaba a perder su dominio sobre el día. Su madre había cogido un bloc grande de papel de dibujo y estaba abstraída, haciendo un bosquejo con carboncillo, sentada en un rincón de la habitación.
– Maldita sea, mamá, necesito tomar un poco el aire. Voy a dar una vuelta en la lancha y a ver si cojo un par de pescados para la cena. No tardo.
Diana alzó la vista.
– Pronto oscurecerá -señaló, como si ésa fuera una razón para no hacer nada.
– Sólo me alejaré media milla, a un lugar resguardado que conozco. Está casi en línea recta desde el embarcadero. Me llevará poco rato, y necesito ocuparme en algo que no sea quedarme por aquí pensando en cómo responderle a ese cabrón diciéndole algo que lo expulse de nuestras vidas.
Diana dudaba que hubiese algo que su hija pudiese escribir para alcanzar esa meta. Pero la animó ver la actitud decidida de su hija; le resultaba reconfortante. Se despidió con un leve gesto de la mano.
– Un poco de mero fresco no vendría mal -comentó-. Pero no tardes. Vuelve antes de que anochezca.
Susan le dedicó una amplia sonrisa.
– Es como hacer un pedido a la tienda de comestibles. Estaré de vuelta dentro de una hora.
Aunque se acercaban los últimos meses del año, hacía un calor veraniego al final del día. En Florida las altas temperaturas pueden llegar a ser sobrecogedoras. Esto ocurre sobre todo en verano, pero en ocasiones llegan rachas de viento del sur en otras estaciones del año. El calor tiene una presencia que debilita el cuerpo y enturbia la mente. Se avecinaba una noche de ese tipo: serena, húmeda, inmóvil. Susan era una pescadora avezada, una experta en las aguas a cuya orilla había crecido. Cualquiera puede mirar al cielo y prever la violencia que pueden desatar de pronto los nubarrones y las trombas, con sus vientos huracanados y su velocidad de tornado.
Pero a veces los peligros del agua y de la noche son más sutiles y se ocultan bajo un cielo en el que no corre una brizna de aire.
Antes de soltar amarras vaciló por un segundo, luego se sacudió la sensación de riesgo, recordándose que no tenía nada que ver con lo que estaba haciendo, una excursión de lo más común, y sí mucho que ver con el miedo residual que el hombre y sus mensajes le habían inspirado. Pilotó la lancha por la estrecha vía de agua hacia la bahía, y luego empujó el acelerador a fondo. Los oídos se le llenaron de ruido y el viento le azotó el rostro de repente.
Susan se encorvó contra la velocidad, disfrutando con el embate y el zarandeo que traía consigo, pensando que había salido a ese mundo que conocía tan bien precisamente para librarse de su ansiedad.
Decidió de inmediato pasar de largo la zona resguardada de la que le había hablado a su madre, e hizo un viraje brusco, notando cómo el casco largo y angosto se hincaba en la superficie azul claro mientras se dirigía a un lugar más lejano y productivo. Sintió que sus cadenas quedaban atrás, en tierra firme, y casi le entristeció llegar a su destino.