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Después de apagar el motor, dejó la embarcación cabeceando sobre las olas diminutas durante un rato. Luego, con un suspiro, se concentró en la tarea de pescar la cena. Soltó un ancla pequeña, cebó un anzuelo y lo lanzó. Al cabo de unos segundos notó un tirón inconfundible.

Media hora después, había llenado hasta la mitad una nevera portátil con pagros y meros más que suficientes para cumplir con la promesa que le había hecho a su madre. La pesca había surtido en ella el efecto que esperaba; le había despejado la cabeza de temores y le había conferido fuerzas. De mala gana, recogió el sedal. Guardó su equipo, se levantó, paseando la mirada en derredor, y cayó en la cuenta de que tal vez había estado allí más tiempo de la cuenta. Allí de pie, le pareció que los últimos rayos grises del día se extinguían en torno a ella, escurriéndosele entre los dedos. Antes de que pusiera rumbo a su casa, se vio envuelta en la oscuridad.

Esto le causó desasosiego. Sabía cómo regresar, pero también que ahora le sería mucho más difícil. Cuando el último resplandor se desvaneció, estaba atrapada en un mundo transparente, silencioso, viscoso y resbaladizo, y donde antes se encontraba la frontera habitual entre tierra, mar y aire, ahora había una masa informe, negra y cambiante. De pronto se puso nerviosa, consciente de que había traspasado el límite de la prudencia, con lo que el mundo que amaba se había convertido súbitamente en un lugar inquietante y tal vez incluso peligroso.

Su primer impulso fue el de llevar la lancha directa a tierra y arrancar a correr durante unos minutos hasta encontrar algún punto de referencia entre los diferentes tonos de sombras que tenía ante sí. Hubo de obligarse a reducir la velocidad, pero lo logró.

Más adelante entrevió las sinuosas siluetas de un par de islotes y recordó que había un canal estrecho entre ellos que la conduciría a aguas más despejadas. Una vez allí, podría avistar luces a lo lejos, quizás alguna casa o faros en la carretera; cualquier cosa que la guiase a la civilización.

Siguió adelante despacio, intentando encontrar el paso entre los dos islotes. A duras penas consiguió distinguir parte de la maraña formada por las ramas de los árboles del manglar mientras se acercaba, temerosa de encallar antes de salir a aguas más profundas. Trató de tranquilizarse, diciéndose que lo peor que podía ocurrir es que tuviera que pasar una noche incómoda en la lancha batallando contra los mosquitos. Gobernaba la embarcación con cuidado, deslizándose hacia delante mientras el motor burbujeaba a su espalda. Su confianza en sí misma aumentó cuando se introdujo en el espacio entre los islotes. Se estaba felicitando por haber dado con el canal cuando el casco de la lancha tropezó con la arena lodosa de un bajío invisible.

– ¡Mierda! -gritó, consciente de que se había desviado demasiado hacia uno u otro lado. Metió marcha atrás, pero la hélice ya rozaba el fondo, y fue lo bastante inteligente para apagar el motor por completo antes de que se soltara.

Maldijo la noche, furiosa, dejando que su invectiva le brotara de los labios, una sucesión ininterrumpida de «mierdas» y «hostias putas», pues el sonido de su voz la reconfortaba. Después de cagarse durante un rato en Dios, las mareas, el agua, los traicioneros bancos de arena y la oscuridad que lo había hecho todo imposible, se interrumpió y escuchó por unos momentos el sonido de las olas pequeñas que chapaleaban contra el casco. Luego, sin dejar de hablarle en voz alta a su lancha, activó el mecanismo eléctrico que izó el motor con un zumbido agudo. Esperaba que esto bastara para quedar a la deriva, pero no fue así.

Maldiciendo y quejándose en todo momento, Susan empuñó la pértiga y empujó con ella para intentar desencallar la embarcación. Le pareció que ésta se movió un poco, pero no lo suficiente. Seguía varada. Volvió a colocar la pértiga en su soporte y se desplazó a un lado de la lancha. Contemplando el agua que la rodeaba calculó a ojo que debía de tener sólo unos quince centímetros de profundidad. El calado de la embarcación medía veinte. Sólo se mojaría hasta los tobillos. Pero tenía que bajar, colocar ambas manos contra la proa y empujar con todas sus fuerzas. Necesitaba sacudir la lancha para liberarla de la arena. Y si eso no daba resultado, pensó, bueno, se quedaría atrapada allí hasta que, al amanecer, la marea empezara a subir y el agua del mar fluyese por encima del bajío, haciendo subir la embarcación hasta desembarrancarla. Por un instante, mientras se encaramaba a la borda, lista para abandonar la seguridad de la lancha, contempló la posibilidad de esperar y dejar que la naturaleza se encargara del trabajo duro. Sin embargo, se reprendió a sí misma por ser tan remilgada, y con un movimiento resuelto saltó al agua.

Templada como un baño, ésta se arremolinó en torno a sus pantorrillas. El fondo bajo sus zapatos era un lodo blando. Al instante se hundió unos cuantos centímetros. De nuevo prorrumpió en imprecaciones, un torrente constante de palabrotas. Apoyó el hombro en la proa y, tras respirar hondo, se puso a empujar. Soltó un gruñido a causa del esfuerzo.

La lancha no se movió.

– Oh, venga -imploró Susan.

Volvió a apretar el hombro contra la proa, intentando esta vez empujar hacia arriba para mecer la embarcación. La frente se le perló de sudor. Se le escapó un fuerte gemido, y notó que los músculos de la espalda se le tensaban como un cordón al ceñir la cintura de unos pantalones, y la lancha se deslizó hacia atrás unos centímetros.

– Mejor -dijo.

Lo intentó otra vez, aspirando hondo y aplicando presión con todo su empeño. El fondo plano de la barca raspó el fondo al recular unos quince centímetros más.

– Un avance, joder -masculló ella.

Un empujón más y pondría la lancha a flote.

No sabía cuántas fuerzas le quedaban, pero estaba decidida a gastarlas en ese intento. La arena del fondo le había succionado los pies y le llegaba a una altura considerable de las piernas. Tenía una marca en el hombro por apretarlo contra la lancha. Empujó de nuevo y soltó un gritito cuando la barca retrocedió con un chirrido y luego quedó libre. Susan trastabilló a causa del impulso y perdió el equilibrio. Jadeando, se tambaleó hacia delante mientras la lancha se alejaba de ella, flotando. El agua salada le mojó el rostro cuando cayó de rodillas. La embarcación se acercó un poco, como un cachorro temeroso de que lo castiguen, y se quedó cabeceando sobre la superficie a unos tres metros de donde estaba ella.

– Mierda, mierda -refunfuñó, disgustada por haberse mojado, pero en realidad encantada de haber logrado desencallar. Se puso de pie, se sacudió de la cara y las manos toda el agua de mar que pudo y, tras liberar los pies del cieno del bajío, echó a andar en dirección a la barca.

Sin embargo, allí donde esperaba encontrar el fondo blando bajo los pies, no había nada.

Susan se precipitó de nuevo hacia delante, perdió el equilibrio y se zambulló en el agua oscura. Supo al instante que se había metido en el canal. Alzó la cara para hacerla emerger de aquella extensión de negrura y respiró una gran bocanada de aire. Los dedos de sus pies buscaron un fondo donde apoyarse, pero no lo encontraron. El agua oscura parecía arrastrarla hacia abajo. Exhaló con fuerza, luchando contra una oleada repentina de pánico.

La lancha se mecía sobre la superficie tranquila, a poco más de tres metros.

No se permitió imaginar realmente su situación, en el agua, sin hacer pie, a oscuras, mientras una corriente suave alejaba de ella a velocidad constante la seguridad que representaba la lancha. Mantuvo la sangre fría, aspiró profundamente el aire sedoso de la noche y dio varias brazadas rápidas y vigorosas por encima de la cabeza, pataleando con fuerza, levantando pequeñas explosiones de fósforo blanco tras sí. La embarcación flotaba provocadoramente delante de Susan, que nadó enérgicamente hasta alcanzar el costado, extender los brazos y asirse a la borda con ambas manos.

Permaneció un rato así, sujeta de un flanco de la lancha, con la mejilla apretada contra la lisa fibra de vidrio de la embarcación como una madre contra la mejilla de un niño perdido. Los pies le colgaban en el agua, casi como si ya no formaran parte de ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo terriblemente cansada que estaba. Se quedó un momento allí, reposando. A continuación reunió las pocas fuerzas que le quedaban, se aupó y pasó una pierna por encima de la borda, intentando aferrarse a la lancha con el vientre. Durante un segundo permaneció allí en precario equilibrio, luego se agarró con más firmeza, se impulsó con la pierna que aún tenía en el agua y finalmente rodó por el suelo de la barca.