Susan se quedó tendida, mirando al cielo, intentando recuperar el resuello.
Notaba que la adrenalina le palpitaba en las sienes, y que el corazón le latía desbocado en el pecho. Se apoderó de ella una sensación de agotamiento mucho mayor de la que correspondía a la energía que había empleado, un cansancio que tenía más que ver con el miedo que con el esfuerzo.
En lo alto, las estrellas titilaban con benevolencia. Las contempló y dijo en voz alta:
– Nunca, nunca, nunca, nunca bajes de la lancha de noche. Nunca pierdas el contacto. Nunca dejes que se te escape. Nunca, nunca jamás dejes que esto vuelva a ocurrir.
Se incorporó trabajosamente, con la espalda contra la borda. Cuando recobró el aliento, al cabo de un momento, se puso en pie, temblando.
– Muy bien -dijo en voz alta-. Vuelve a intentarlo. Encuentra el canal, maldita sea, no la arena. Avante, despacio.
Le vinieron ganas de reír, pero se recordó a sí misma que todavía no había recorrido el canal.
– Aún no hemos salido de ésta -murmuró.
Se dejó caer junto al tablero de mandos y, cuando se disponía a darle al contacto, una gran masa de agua gris negruzca saltó a su lado, salpicándole el rostro y las manos y arrancándole un grito de sorpresa. Se oyó un golpe sordo cuando una aleta impactó contra el costado de la lancha, un estallido de energía blanca y espumosa a unos centímetros de su cabeza.
La explosión la derribó de su asiento sobre la cubierta de la lancha.
– ¡Dios santo! -exclamó.
El agua se arremolinó alrededor de la barca y luego quedó quieta.
El corazón le dio un vuelco.
– ¿Qué demonios eres? -gritó, poniéndose de rodillas con dificultad.
La única respuesta a su pregunta fue el silencio y el retorno de la noche.
Escudriñó las corrientes pero no vio rastro del pez que había emergido junto a la lancha. De nuevo se esforzó por calmarse. «Dios mío -pensó-, ¿qué era eso que estaba en el agua conmigo? ¿Un tiburón tigre grande, o un pez martillo? Cielo santo, debe de haber estado allí, justo al borde del bajío, buscando su cena, y yo metida en el agua, junto a él, chapoteando. Joder.» De pronto imaginó al pez debajo de ella todo el rato, observándola, esperando, sin saber qué era ella exactamente, pero acercándose a pesar de todo. Susan exhaló rápidamente, soltando el aire con fuerza.
Se estremeció, intentando desterrar el miedo que aún tenía en su interior. Era consciente de que no podía hacer nada más y, con la mano ligeramente trémula, bajó despacio el motor, le dio al encendido y empujó la transmisión hacia delante. Casi sin acelerar, viró en la dirección que creía que la llevaría a la orilla.
«Llegaremos a casa esta noche -se dijo-, y luego se acabó la pesca durante un tiempo.» Mientras avanzaba a una velocidad apenas superior al gateo de un bebé por un suelo desconocido para él, reflexionó sobre el hecho de que su madre no seguiría a su lado mucho tiempo y de que ella tendría que empezar a prepararse para esa realidad cuanto antes. No obstante, no tenía la menor idea de cómo prepararse.
Diana Clayton había estado absorta en su bosquejo, y cuando la luz perdió intensidad en torno a ella, de modo que le costaba ver los últimos trazos y sombreados del dibujo, alzó la mirada para pulsar el interruptor de la luz y se percató de que su hija estaba tardando mucho en regresar.
Su primer impulso fue acercarse a la ventana, pero en los últimos días se había sorprendido a sí misma mirando hacia fuera en demasiadas ocasiones, como si ya no confiase en el mundo que le era familiar. Esta vez no se comportaría como una anciana decrépita y agonizante, que es como se veía a sí misma, y confiaría en que su hija sería capaz de volver a casa sana y salva. De modo que, en lugar de echar un vistazo al exterior, recorrió deprisa la casa, encendiendo las luces, muchas más de las que habría encendidas en circunstancias normales. Al final, no quedaba una sola bombilla en todas las habitaciones de la casa que no estuviese despidiendo luz. Incluso encendió las de los armarios.
Cuando regresó a donde estaba dibujando, posó la vista en el boceto en carboncillo y de pronto preguntó en voz alta:
– ¿Qué querías de mí?
El rostro que había esbozado en el bloc sonreía con los labios apretados y una expresión en los ojos que denotaba que sabía algo que nadie más sabía, una especie de diversión arrogante que ella sólo podía reconocer como perversa.
– ¿Por qué me escogiste a mí?
En el dibujo él aparecía como un hombre joven, y ella se consideraba a sí misma una mujer envejecida por la enfermedad. Se preguntó si el mal que padecía él lo había avejentado tan precipitadamente también, pero por alguna razón lo dudaba. Era más probable que su enfermedad actuase como una especie de elixir de Ponce de León, pensó ella con rabia. Tal vez, con los años, los carrillos se le hubiesen puesto más carnosos, y ahora tuviese entradas en el pelo. Quizá se le habían profundizado las arrugas de la frente y de las comisuras de la boca y los ojos. Pero eso sería todo. Seguiría siendo fuerte y siempre seguro de sí mismo.
No le había dibujado las manos. Acordarse de ellas le provocaba escalofríos. El tenía dedos largos y delicados que escondían una gran fuerza física. Tocaba el violín bastante bien y sabía arrancar del instrumento sonidos de lo más evocadores.
Siempre tocaba solo, en una habitación que tenía en el sótano, donde tanto ella como los niños tenían prohibida la entrada. Las notas del instrumento se colaban por toda la casa como el humo, y más que un sonido eran como un olor, una sensación de frío.
Diana cerró los ojos y le rechinaron los dientes cuando pensó que esas manos habían tocado su cuerpo. De forma profunda e íntima. Sus atenciones hacia ella eran curiosamente infrecuentes, pero cuando se producían, eran insistentes. Sus relaciones sexuales no consistían en la unión de dos personas, sino simplemente en que él la utilizaba cuando tenía ganas.
Diana sintió un nudo en la garganta.
Sacudió la cabeza enérgicamente, en desacuerdo consigo misma.
– Estás muerto -dijo en alto, plantando cara al boceto-. Te mataste en un accidente de tráfico, y espero que te doliese.
Cogió el bloc de dibujo, clavó la mirada en la caricatura que tenía ante sí y luego cerró la libreta. Pensó que su hija había heredado la forma de la boca, y su hijo, la de la frente. Los tres tenían la misma barbilla. Ella esperaba que los ojos -y lo que habían visto- fueran sólo de él. «Yo era joven y me sentía sola -recordó-. Era callada y retraída, y no tenía amigos. Nunca fui popular ni bonita, así que los chicos no me rondaban ni me llamaban para salir. Llevaba gafas, y el pelo recogido y aplastado hacia atrás, y nunca me maquillaba, ni era graciosa, divertida, o atlética, ni tenía ninguna otra cualidad que me hiciese atractiva a los ojos de nadie más. Tenía mala coordinación y no sabía hablar de otra cosa que de mis estudios, no tenía nada que decir sobre nada ni sobre nadie. Y antes de que él apareciera, yo creía que eso era todo lo que me ofrecería la vida, y en más de una ocasión pensé que tal vez acabaría con todo antes de que hubiera comenzado. Deprimida y con tendencias suicidas. ¿Por qué? -se preguntó de repente-. Porque mi propia madre era una mujer apocada, de espíritu débil, adicta a las pastillas para adelgazar, y mi padre era un profesor de universidad entregado a su trabajo, un poco frío, un poco distante, que la quería pero la engañaba y, cada vez que lo hacía, se avergonzaba más y se distanciaba más de nosotras. Vivíamos en una casa llena de secretos y yo no estaba ansiosa por averiguar verdades. Cuando crecí, estaba deseando marcharme y, al hacerlo, descubrí que el mundo exterior tampoco tenía gran cosa que ofrecerme.»