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Bajó la vista al bloc de dibujo, que había resbalado al suelo.

«Excepto tú.»

De pronto se agachó para recoger el bloc y lo abrió por la página del retrato.

– ¡Los salvé! -gritó sin pararse a tomar aire-. ¡Maldita sea, los salvé y me salvé a mí misma de ti!

Diana Clayton se levantó parcialmente y lanzó el bloc al otro extremo de la habitación, donde golpeó la pared y cayó dando vueltas al suelo. Ella se desplomó en la silla, se reclinó y cerró los párpados. «Me muero -pensó-. Me muero, y ahora, cuando merezco algo de paz, me veo privada de ella. -Abrió los ojos y los posó en el boceto, que le devolvía la mirada-. Por culpa tuya.»

Se puso de pie, cruzó la habitación despacio y recogió el bloc. Le quitó el polvo, lo cerró, luego juntó los carboncillos y el trapo que había utilizado para difuminar las sombras, lo llevó todo al armario de su dormitorio y lo arrojó a un rincón, esperando que allí quedara oculto.

Retrocedió un paso y cerró de un golpe la puerta del armario. «No pensaré más en ello -se exigió-. Todo terminó aquella noche. De nada sirve acordarse de estas cosas.»

Sin creer una sola de las mentiras que acababa de decirse, Diana regresó a la sala de estar de su refugio a esperar a que su hija volviese a casa con la cena prometida. Aguardó en silencio, envuelta en aquel brillo intenso, hasta que oyó el sonido familiar de las pisadas de su hija acercándose por el camino de entrada en la oscuridad del exterior.

Los filetes de pescado frescos, salteados con un poco de mantequilla, vino blanco y limón estaban deliciosos y las reanimaron a las dos. Madre e hija se tomaron una copa de vino por cabeza con la cena e intercambiaron algunos chistes subidos de tono, lo que llevó risas a una casa en la que hacía tiempo que no se oía ninguna. Diana no comentó nada del retrato que había bosquejado. Susan no explicó por qué había llegado tan tarde. Durante una hora, las dos se las arreglaron para que las cosas parecieran casi como eran antes, una ilusión aceptable.

Una vez que los platos estuvieron lavados y guardados, Diana se retiró a su habitación y Susan a la suya, donde encendió el ordenador y retomó la frustrante tarea de idear un acertijo para el hombre que creía que la acechaba. Este pensamiento la hizo sonreír, pero sin una pizca de humor: la idea de que el hombre podía perfectamente estar justo al otro lado de la puerta, o bajo su ventana, o merodeando en las sombras junto a cualquiera de las palmeras que montaban guardia en el patio…, pero que, aunque se encontrara al alcance de la mano, su forma de comunicarse era mediante juegos de palabras ingeniosos.

Se le ocurrió algo e insertó una tabla en la pantalla del ordenador. Dentro, escribió:

¿Fuiste tú quien me salvó?

¿Qué es lo que quieres?

Yo quiero que me dejes en paz.

Contempló el mensaje por un momento y vio que lo que tenía eran dos preguntas y una afirmación. Separó los dos elementos del mensaje, de modo que quedó, por un lado:

¿Fuiste tú quien me salvó? ¿Qué es lo que quieres?

Y, por otro:

Yo quiero que me dejes en paz.

Decidió que podía revolver y cifrar el primer par de frases. Comenzó a trasponer las letras y al cabo de un rato obtuvo este resultado:

¿Si ven tufo sume tequila? ¿Quisque queso leeré?

Le gustaban los anagramas. Meditó sobre la última frase del mensaje y le vino una idea a la mente. Sonrió una vez, impresionada por su astucia, y susurró para sí:

– No has perdido del todo tus facultades, Mata Hari.

Escribió:

En la antigua isla del toro cometes un error que te hace vomitar y te recuerda la frase más famosa que ella dijo nunca.

Quedó complacida. Envió por correo electrónico el texto a su oficina, sólo una hora antes de que se cerrara el plazo para remitir material a la revista, y seguramente minutos antes de que algún editor agobiado se pusiese en contacto con ella, presa del pánico. A continuación, apagó su ordenador y se fue a la cama con la satisfacción del deber cumplido. Se durmió al instante y, por primera vez en días, no soñó nada.

Susan despertó unos segundos antes de que sonara la alarma de su despertador. Apagó el aparato antes de que comenzase a pitar, se levantó y se fue directa a la ducha. Después de secarse se vistió rápidamente, ansiosa por llegar a su oficina y ver las pruebas de imprenta de la columna del concurso de esa semana y lo que traería consigo. Recorrió el pasillo de puntillas, abrió la puerta de la habitación de su madre y echó un vistazo sigilosamente. Diana aún dormía, lo que su hija supuso que era algo bueno, pues imaginaba que el reposo la ayudaría a recuperarse. Si la enfermedad la debilitaba era en buena parte porque el dolor le arrebataba horas de descanso, de modo que la carga del agotamiento se sumaba a la serie de sufrimientos que la aquejaban.

Susan vio en la mesita de noche los frascos de pastillas que eran una constante en lo que quedaba de la vida de su madre. Moviéndose sin hacer ruido, se acercó, los juntó y se los llevó a la cocina.

Estudió las etiquetas con atención, luego extrajo la dosis matinal indicada de cada envase y las alineó en un plato de porcelana blanca como un pelotón al que van a pasar revista. Media docena de píldoras para empezar el día. Una roja, una ocre, dos blancas, dos cápsulas de dos colores distintas. Unas eran pequeñas, otras grandes. Permanecían en posición de firmes, esperando órdenes.

Susan se dirigió a la nevera, sacó un poco de zumo de naranja recién exprimido, sirvió un vaso y esperó que su madre no lo llenase de vodka después de beberse la mitad. Colocó el vaso junto a las pastillas. A continuación sacó un cuchillo, encontró un melón cantalupo y uno dulce, los cortó en rodajas con cuidado y dispuso elegantemente los trozos en forma de media luna en otro plato. Por último, encontró una hoja de papel y escribió una nota prosaica:

Me alegro de que hayas dormido un poco. Me he ido a trabajar temprano. Aquí te dejo el desayuno y las medicinas para hoy. Nos vemos por la noche. Podemos terminarnos el pescado para cenar.

Besos,

Susan

Paseó la vista por la cocina para comprobar que todo estuviera en su sitio, decidió que sí, y salió de la casa por la puerta trasera.

Cerró con llave y alzó la mirada al cielo. Ya estaba azul y soleado. Unas pocas nubes blancas y bulbosas vagaban sin rumbo fijo. «Un día perfecto», pensó.

Aproximadamente una hora después de que su hija se marchara, Diana Clayton despertó sobresaltada.

El sueño todavía le empañaba la visión, y ahogó un grito de terror, lanzando golpes al aire con los dos puños a la vez.

Tosió con fuerza y cayó en la cuenta de que estaba incorporada en la cama. Miró alrededor con los ojos desorbitados, temiendo ver a alguien escondido en un rincón. Aguzó el oído como si estuviera en condiciones de percibir el sonido de la respiración del intruso y distinguirlo de sus propios jadeos entrecortados. Quería inclinarse para echar un vistazo debajo de la cama, pero le faltó valor para ello. Fijó la vista en la puerta del armario, creyendo que quizás el intruso se ocultaba allí, pero luego recordó que tras esa puerta se escondían ya bastantes horrores, en el interior de la caja de metal o esbozados en el bloc de dibujo, y se dejó caer sobre las almohadas, respirando agitadamente.

Había sido el sueño, se dijo. En el último sueño que había tenido esa noche, estaba con su hija y, al bajar la mirada, descubría que a ambas les habían cortado de pronto la garganta, como al hombre del bar. Esta visión la había devuelto a la vigilia bruscamente. Se llevó la mano al cuello y notó el sudor resbaladizo que le goteaba por entre los senos.