Esperó a que su respiración volviera a la normalidad y a que el golpeteo de su corazón en el pecho remitiese antes de bajar los pies de la cama. Deseaba que hubiese una pastilla contra el miedo y, al volverse, advirtió que su provisión de frascos no estaba en su mesita de noche. Por un momento esto le causó confusión. Se levantó, se echó un albornoz blanco de algodón sobre los hombros y caminó con pasos suaves sobre el entarimado del suelo hacia la cocina. Avistó la hilera de frascos casi antes de que le diera tiempo de preocuparse.
También vio las rodajas de melón, se llevó una a la boca y reparó en el zumo y en la nota. Leyó lo que su hija le había escrito y sonrió. «He sido una egoísta -pensó- al retenerla a mi lado. Es una hija especial. Los dos son hijos especiales, cada uno a su manera. Siempre lo han sido. Y ahora que son adultos, siguen siendo especiales para mí.»
En el plato que tenía delante había una docena de pastillas bien ordenadas. Se disponía a cogerlas. Acostumbraba a ponérselas todas en la mano, metérselas en la boca como un puñado de cacahuetes y bajarlas con un trago de zumo.
No estaba segura de qué fue lo que la impulsó a detenerse. Quizás el traqueteo que oyó y que no identificó de inmediato. Algo que se rompía, pensó. ¿Qué podía romperse?
Miró a través de la ventana al azul brillante del cielo. Vio que una de las palmeras se cimbreaba movida por la enérgica brisa matinal. Oyó de nuevo aquel ruido, que esta vez sonó más próximo. Dio un par de pasos por la cocina y vio que la puerta trasera parecía estar abierta. Era lo que producía el traqueteo, cuando la corriente tiraba de ella y luego la cerraba de golpe.
Eso no era normal, y frunció el ceño.
«Susan siempre cierra con llave cuando se va temprano», pensó. Atravesó la cocina y se paró en seco.
El pestillo estaba echado, pero la puerta no estaba cerrada. Al examinarlo más de cerca descubrió que alguien había usado un destornillador o un martillo de orejas pequeño para arrancar la madera en torno al pestillo. Como solía ocurrirle a este material en los Cayos de Florida, la exposición constante al calor, la humedad, la lluvia y el viento había hecho estragos en el marco de la puerta, ablandándolo, desgastándolo, casi pudriéndolo. Haría las delicias de un ratero.
Diana reculó, como si la prueba de que habían forzado la puerta fuese infecciosa.
«¿Estoy sola?»
Se puso muy alerta. «La habitación de Susan», se dijo. Se dirigió hacia allí entre caminando y corriendo, temiendo que alguien se abalanzase hacia ella de pronto. Cruzó la habitación a toda prisa, abrió violentamente la puerta del armario y cogió una de las pistolas que su hija tenía sobre un estante. Dio media vuelta en la posición de disparar que Susan le había enseñado, amartillando el pequeño revólver y quitando el seguro con el mismo movimiento.
Estaba sola.
Diana escuchó atentamente pero no oyó nada, al menos nada que indicase que el intruso seguía por allí. Con una cautela exagerada en todo momento, fue de una habitación a otra, revisando cada armario y rincón, debajo de las camas, cualquier hueco donde pudiera esconderse un hombre. Nadie había tocado nada. Todo estaba en su sitio. No había el menor indicio de que alguien más hubiera estado en la casa, por lo que empezó a relajarse.
Regresó a la cocina y se acercó a la puerta a fin de inspeccionar el marco con más atención. Tendría que llamar a un carpintero ese mismo día, pensó, para que viniera y lo arreglara de inmediato. Sacudió la cabeza y, por unos instantes, sostuvo el frío metal de la pistola contra su frente. El susto de muerte que se había llevado un momento antes quedó rápidamente reducido a una irritación moderada mientras repasaba mentalmente la lista de carpinteros que ofrecían servicios de urgencia. Examinó de nuevo la madera arrancada.
– La madre que los parió -masculló en voz alta.
Seguramente había sido un vagabundo. O quizás unos adolescentes que habían dejado el instituto. Había oído que un par de chicos emprendedores de la zona habían amasado una cantidad considerable de dinero a los diecisiete años robando televisores, cadenas de música y ordenadores durante el día, mientras las familias estaban en el colegio o trabajando. Las marcas de rascaduras en el marco revelaban que el que había forzado el cerrojo era un aficionado. Había clavado una palanca de metal en la madera y había aplicado la fuerza bruta. Había obrado con prisas, sin el menor cuidado. Debía de pensar que no había ninguna persona en la casa y que un poco de ruido no alertaría a nadie.
Diana concluyó que los allanadores debieron de llegar un rato después de que se marchara Susan. Probablemente ya habían recorrido media casa cuando oyeron que ella se despertaba y habían salido huyendo.
Se sonrió y levantó la pistola.
Si lo hubieran sabido… Ella no se consideraba una guerrera, y desde luego no sería rival para un par de jóvenes. Contempló el arma. Tal vez habría equilibrado las cosas, pero sólo si hubiese podido cogerla a tiempo. Intentó imaginarse corriendo por la casa perseguida por dos adolescentes. Difícilmente resultaría ganadora de esa carrera.
Diana negó con la cabeza.
Suspiró y se esforzó por no pensar en lo cerca que había estado de morir. No había sucedido nada. Aquello no había sido más que una molestia, y además una molestia común y corriente, no sólo en los Cayos y en las ciudades, sino en todas partes. Un momento peliagudo y significativo de rutina en que nada había pasado. Un fiasco apenas digno de mención o de atención, pero que podría haberle costado la vida. Ellos habían oído el ruido que hacía al levantarse y se habían espantado, por fortuna, pues si se hubieran adentrado un poco más en la casa, seguramente habrían decidido matarla, además de robarle.
Imaginó al par de jóvenes. Cabello largo y grasiento. Pendientes y tatuajes. Manchas de nicotina en los dedos. «Gamberros», pensó. Se preguntó si esta palabra seguía siendo de uso común.
Diana se apartó de la puerta y se dirigió de nuevo a la mesa de la cocina. Depositó la pistola en el tablero y se llevó a la boca otro trozo dulce de melón. Los jugos azucarados le infundieron nuevo vigor. Cogió el vaso de zumo de naranja y extendió otra vez la mano hacia las pastillas que su hija le había dejado.
Entonces se detuvo.
Su mano vaciló en el aire a pocos centímetros de las píldoras.
«¿Qué sucede?», se preguntó de repente.
Una oleada de frío le recorrió el cuerpo.
Contó las pastillas. Doce.
«Son demasiadas -pensó-. Lo sé. Por lo general no son más de seis.»
Cogió los frascos, leyó la etiqueta de cada uno y contó de nuevo.
– Seis -dijo en alto-. Deberían ser seis.
Había doce en el plato.
– Susan, ¿te has equivocado?
No parecía posible. Susan era una persona muy cuidadosa, ordenada, sensata. Y le había preparado su medicación muchas veces.
Diana se acercó a un rincón de la cocina donde había un ordenador pequeño conectado a la línea telefónica. Introdujo el código de la farmacia más cercana y, unos segundos después, apareció en la pantalla la imagen del farmacéutico.
– ¡Eh, buenos días, señora Clayton! ¿Cómo se encuentra hoy? -la saludó el hombre con un marcado acento.
Diana respondió a su saludo con un gesto de la cabeza.
– Bastante bien, Carlos. Sólo tengo una pregunta sobre mis medicamentos…
– Tengo sus datos aquí mismo. ¿Qué sucede?
Ella miró las pastillas.
– ¿Está bien así? Dos megavitaminas, dos analgésicos, cuatro clomipraminas, cuatro renzac…
– ¡No, no, no, señora Clayton! -la interrumpió Carlos-. Las vitaminas están bien, incluso lo de tomar el doble de analgésicos, pero no se acostumbre. Seguramente se quedará dormida enseguida. Pero la clomipramina y el renzac son muy fuertes. ¡Son medicinas muy potentes! Eso es demasiado. ¡Una de cada! ¡Ni una más, señora Clayton! ¡Esto es muy importante!