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Una sensación fría y pegajosa se apoderó de su estómago.

– O sea que cuatro de cada una sería…

– ¡Ni se le ocurra! Con cuatro de cada se pondría muy enferma.

– ¿Cómo de enferma? -lo cortó ella.

El farmacéutico hizo una pausa.

– Probablemente la mataría, señora Clayton. Cuatro de golpe sería muy peligroso. Ella no respondió.

– Sobre todo si las mezcla con esos analgésicos, señora Clayton. La dejarían K.O. y entonces no se enteraría de los efectos dañinos de la clomipramina y el renzac. Menos mal que ha llamado, señora Clayton. Si alguna vez tiene alguna duda sobre estas medicinas (ya sé que es difícil mantener siempre la cuenta de todas) no dude en llamar, señora Clayton. Y si no me encuentra, no se tome nada. Tal vez el analgésico, pero nada más. Esos fármacos para el cáncer, señora Clayton, son muy fuertes.

A Diana le temblaba la mano ligeramente.

– Muchas gracias, Carlos -consiguió balbucir-. Has sido de mucha ayuda. -Pulsó unas teclas y cerró la conexión. Con delicadeza, devolvió las pastillas de más a sus frascos respectivos, intentando ahuyentar la imagen del rostro otrora familiar del hombre que había entrado en la casa, leído la nota de su hija y visto al instante la oportunidad que presentaba. Esto debía de parecerle una broma colosal. Debió de marcharse sonriendo de oreja a oreja, quizás incluso riéndose a carcajadas al salir a la calle después de disponer una dosis letal de los medicamentos que en teoría la mantenían con vida sobre la mesa del desayuno, listos para que ella se los tomara.

13 Te pillé

Jeffrey Clayton, paralizado en su asiento, sin saber muy bien de entrada qué hacer, seguía contemplando el mensaje en la pantalla del ordenador cuando el agente Martin irrumpió por la puerta, furioso y con el rostro congestionado.

– Te pillé -murmuró Clayton para sí mientras el inspector daba un portazo y acto seguido prorrumpía en improperios.

– ¡Clayton, hijo de puta, le expliqué las normas! ¡Tenemos que ir juntos siempre, como culo y mierda! ¡Nada de excursioncitas sin llevarme a mí también! Maldita sea, ¿adónde ha ido? Le he estado buscando por todas partes.

El profesor no respondió de inmediato a la pregunta ni a la rabia de Martin. Dio media vuelta en su silla y clavó la vista en el inspector. Entendía los motivos de su ira. Después de todo, ¿de qué sirve una carnada si uno no la vigila más o menos constantemente, de modo que, cuando la presa surja de las profundidades en que se esconde y quede al descubierto, uno esté preparado para aprovechar la oportunidad? Su propia furia ante el hecho de que lo utilizaran de ese modo le formó un nudo en la garganta, pero tuvo la capacidad de contenerla. Supo por instinto que no le convenía desvelar que había averiguado la auténtica razón por la que se encontraba allí, en el estado número cincuenta y uno. Por otra parte, la prueba de que el plan de Martin no era una tontería estaba allí, bien a la vista, en el monitor sobre el escritorio. Por un momento pensó en ocultar el mensaje que había recibido, pero sin haber tomado una decisión consciente, alzó la mano lentamente e hizo un gesto hacia las palabras que tenía delante.

– Está aquí -dijo Jeffrey en voz baja.

– ¿Qué? ¿Quién está aquí?

Jeffrey señaló. A continuación se levantó, se acercó a la pizarra y, mientras el inspector se sentaba en su silla para leer el texto en la pantalla del ordenador, borró la mitad que tenía el título: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos.»

– No lo necesitaremos -comentó, más para sí que para Martin. Se percató de que estaba borrando lo que ya había sido borrado, como un mensaje para él, que se había negado a asimilar. Cuando se volvió, advirtió que las marcas de quemaduras en el cuello y las manos del inspector habían enrojecido y se ponían más oscuras por momentos.

– Carajo -farfulló Martin.

– ¿Puede averiguar desde dónde se envió? -preguntó Jeffrey de pronto-. El mensaje llegó a través de una línea telefónica. Deberíamos poder rastrear el número del que proviene.

– Sí -respondió Martin, ansioso-. Sí, maldita sea, creo que puedo hacer eso. Es decir, debería poder. -Se encorvó sobre el teclado y comenzó a pulsar teclas-. Las autopistas electrónicas son complicadas, pero casi siempre circulan en ambas direcciones. ¿Cree usted que él lo sabe?

Jeffrey creía que era posible, pero no estaba seguro.

– No lo sé -dijo-. Seguramente algún genio de los ordenadores de catorce años del instituto local no sólo lo sabe, sino que podría hacerlo en diez segundos. Pero ¿hasta dónde llegan sus conocimientos de informática? No hay forma de saberlo. Pruebe a ver qué descubre.

Martin continuó tecleando, y vaciló por un momento.

– Ahí está -dijo de repente-. Creo que ya tenemos al maldito cabrón. -Soltó una risotada desprovista de humor-. Ha sido más fácil de lo que pensaba -aseguró el inspector. Levantó los dedos del teclado y los agitó en el aire-. Magia -afirmó.

Jeffrey se inclinó sobre su hombro y vio que el ordenador mostraba un número de teléfono bajo las palabras «origen del mensaje». El agente colocó el cursor sobre el número e introdujo otra orden. A continuación el ordenador le pidió una contraseña, que Martin escribió.

– Es para que el sistema de seguridad nos dé acceso a la información -explicó.

Mientras hablaba, el ordenador arrojó una respuesta, y Clayton vio aparecer un nombre y una dirección debajo del número de teléfono.

– Te tenemos, cabronazo -dijo de nuevo Martin con aire triunfante-. ¡Lo sabía! ¡Ahí tiene a su puto papaíto! -exclamó, enfadado.

Clayton leyó los datos:

Propietario: Gilbert D. Wray; copropietaria/esposa: Joan D. Archer; hijos residentes: Charles, 15, Henry, 12; dirección: Cottonwood Terrace, 13, Lakeside.

Se quedó mirando la dirección. Le resultaba extrañamente familiar.

Había información adicional sobre la ocupación del hombre, que era asesor empresarial, y de la madre, que figuraba simplemente como ama de casa. Constaba la fecha de su llegada al estado número cincuenta y uno, seis meses atrás, y su domicilio anterior, un hotel de Nueva Washington. Antes de eso, la familia había vivido en Nueva Orleáns. Jeffrey se lo señaló al inspector. Martin, que ya estaba cogiendo el teléfono, repuso rápidamente:

– Eso es normal. La gente vende su casa y se muda aquí, se aloja en un hotel mientras formaliza su situación migratoria y consigue una casa nueva. ¡Vamos, joder!

La persona al otro extremo de la línea debió de contestar en ese momento, porque el inspector dijo:

– Aquí Martin. Nada de preguntas. Quiero que un equipo de Operaciones Especiales se reúna conmigo en Lakeside. Ahora mismo. Prioridad máxima.

La impresora instalada junto al ordenador emitió un zumbido, y cuatro hojas de papel salieron por la rendija. El inspector las cogió, las contempló brevemente y se las pasó a Clayton. La primera imagen era una foto de carnet de un hombre de poco más de sesenta años, cuello recio, el cabello muy corto, al estilo militar, y gruesas gafas de pasta negra. La siguiente fotografía era de una mujer más o menos de la misma edad, de rostro demacrado y una nariz ligeramente desviada, como la de un boxeador. También había retratos de los dos hijos. El mayor destilaba una rabia y una hosquedad apenas disimuladas. Debajo de cada imagen constaban la estatura, el peso, las señas particulares y un historial médico moderadamente detallado, los números de la Seguridad Social y de carnet de conducir. También figuraban los números de cuentas bancarias e informes de crédito, así como los expedientes académicos de los chicos. Jeffrey cayó en la cuenta de que había información suficiente para que cualquier policía competente investigase a la persona o diese con ella, si se dictaba una orden de búsqueda.