– Salude a su padre -dijo Martin con brusquedad-. Salúdelo y luego despídase.
Mientras Jeffrey contemplaba las fotos con expresión vacía, sin dar la menor muestra de reconocer a nadie, el inspector se levantó de la silla y cruzó el despacho hacia un archivador de seguridad que estaba en un rincón. Batalló con la combinación por un momento antes de abrir un cajón, introducir la mano y sacar una metralleta Ingram negra y reluciente.
– De fabricación americana -dijo-, aunque algunos de los otros agentes prefieren modelos extranjeros. No entiendo por qué. Yo no. Me gusta que mis armas estén hechas en Estados Unidos, como Dios manda. -El inspector sonrió de oreja a oreja mientras insertaba con un sonoro «clic» un cargador lleno de balas de calibre.45, rechonchas, de aspecto diabólico, con punta de teflón, y se echaba el arma al hombro con un gesto rebosante de seguridad.
La subcomisaría del Servicio de Seguridad de Lakeside tenía un diseño tradicional, al estilo de Nueva Inglaterra; por fuera una oficina de policía de ladrillo rojo, con contraventanas blancas, y por dentro un observatorio moderno e informatizado, un mundo de taquillas de acero gris y ordenadores de plástico beige, todo ello bajo fluorescentes empotrados en el techo y sobre unas moquetas marrones, gruesas, de resistencia industrial, que amortiguaban todos los sonidos. Las ventanas que daban al exterior no eran más que accesorios decorativos, pues el sistema auténtico que se seguía en la subcomisaría para observar el mundo que se hallaba fuera de las paredes era electrónico. Ordenadores, monitores de videovigilancia y dispositivos sensores. Martin aparcó en una zona trasera oculta y se dirigió a toda prisa a la entrada, donde se abrieron unas puertas con un zumbido para franquearle el paso a un pequeño vestíbulo donde se encontraba reunido el equipo de Operaciones Especiales, esperándolo.
El equipo constaba de seis miembros, cuatro hombres y dos mujeres. Iban vestidos de paisano. Las mujeres lucían modernos atuendos de corredoras de colores vivos. Uno de los hombres llevaba un traje conservador azul marino y corbata; otro, un chándal gris raído que había humedecido para que pareciera que había estado haciendo ejercicio. Los otros dos hombres iban vestidos como técnicos de compañía de teléfonos, con téjanos, camisas de trabajo, cascos y cinturones portaherramientas de cuero. Todos estaban ocupados con sus armas cuando Jeffrey los vio, acoplando el cerrojo a sus Uzis, comprobando que los cargadores estuviesen llenos. Advirtió, asimismo, que todas las armas podían llevarse ocultas: el ejecutivo guardó la suya en un maletín; las dos mujeres escondieron las suyas en cochecitos de bebé parecidos, y los operarios en sus juegos de herramientas.
Martin repartió al equipo copias de las fotografías. Se acercó a una pantalla de ordenador y al cabo de unos segundos había introducido la dirección y había aparecido en el monitor una representación topográfica en tres dimensiones de la finca situada en el número 13 de Cottonwood Terrace. Otra orden dio como resultado planos arquitectónicos de la casa. Una tercera entrada produjo una imagen de satélite de la vivienda y su terreno. Los agentes de seguridad se reunieron en torno a ellas y, momentos después, habían decidido dónde se apostaría cada miembro del equipo.
– Llevaremos a cabo un acercamiento estándar de alta precaución -dijo Martin.
– ¿Algún modelo en particular? -preguntó uno de los agentes disfrazados de técnicos.
– El modelo tres -respondió Martin enérgicamente.
Todos los integrantes del equipo asintieron. Martin se volvió hacia Clayton y le explicó:
– Se trata de un modelo de asalto habitual. Varios objetivos, una sola ubicación, diversas salidas. Probabilidad moderada de que dispongan de armas. El riesgo para los agentes es medio. Hemos ensayado estas operaciones un huevo de veces.
El jefe del equipo, el hombre del traje azul, tosió mientras estudiaba el plano de la casa en la pantalla y se arregló la corbata como si se preparase para asistir a una reunión de ejecutivos. Hizo una sola pregunta:
– ¿Detenemos o eliminamos?
Martin miró de reojo a Clayton.
– Los detenemos. Por supuesto -contestó.
– Bien -dijo uno de los operarios, moviendo el mecanismo de su pistola atrás y adelante con un chasquido irritante-. ¿Y qué nivel de fuerza estamos autorizados a utilizar en el transcurso de esta detención?
Martin respondió atropelladamente:
– El máximo.
– Ah. -El técnico movió la cabeza afirmativamente-. Lo suponía. ¿Y de qué se acusa a nuestro objetivo?
– De crímenes del nivel máximo. Rojo uno.
Esta respuesta ocasionó que algunas cejas se arquearan.
– ¿Crímenes de nivel rojo? -preguntó una de las mujeres-. Que yo sepa, nunca he participado en la detención de un criminal de nivel rojo. Desde luego no del nivel rojo uno. ¿Qué hay de su familia? ¿Son también de nivel rojo? ¿Cómo lidiamos con ellos?
Martin tardó unos instantes en contestar.
– No hay pruebas concluyentes de su implicación en actividades criminales, pero debemos dar por sentado que tienen conocimiento y han prestado apoyo. Después de todo, son la familia de ese cabrón. -Miró a Clayton, que no respondió-. Eso los convierte en cómplices de un nivel rojo. Deben ser detenidos también. Tenemos muchas preguntas que hacerles. Así que neutralicemos a todo aquel que se encuentre en la casa, ¿de acuerdo?
El jefe del equipo asintió y comenzó a repartir chalecos antibalas. Una de las mujeres observó que era día de colegio y que seguramente los chicos estaban en clase, por lo que quizá podrían ir a buscarlos allí. Sin embargo, una comprobación informática de la lista de asistencia del instituto de Lakeside reveló que ninguno de los dos había ido a clase. El agente Martin se conectó también con la base de datos de armas, y descubrió que no había ninguna registrada a nombre del sujeto Wray ni de su esposa, Archer. Realizó otras consultas rápidas sobre los tipos de vehículo y los horarios de trabajo. El ordenador mostró que el sujeto trabajaba desde su despacho en casa, cosa que Martin señaló al equipo como indicio de que seguramente se hallaba en su hogar en ese momento. Comprobó rápidamente si el sujeto Wray había llevado a cabo planes de viaje, pero su nombre no figuraba en las listas de las líneas aéreas ni de trenes de alta velocidad. Tampoco encontró en los registros del Departamento de Inmigración pruebas de que hubiese salido o entrado al estado en coche recientemente. Cuando el ordenador arrojó todos esos resultados negativos, Martin se encogió de hombros.
– Al carajo con todo esto -dijo-. Por lo visto es un tipo de lo más hogareño. Vayamos a por él, que ya averiguaremos lo demás después.
Martin, al levantarse de su asiento, le alargó a Jeffrey una pistola de nueve milímetros cargada.
– Bueno, profesor -le dijo con sarcasmo mientras le tendía el arma-, ¿está seguro de que quiere participar en esta pequeña juerga? Ya se ha ganado su sueldo, o al menos parte de él. ¿Prefiere pasar esta vez?
Jeffrey negó con la cabeza y levantó la pistola, como para calcular su peso. En su fuero interno le agradecía a Martin que le hubiese dado la semiautomática. Las metralletas que llevaban los agentes lo hacían saltar todo en pedazos, y él prefería dejar tanto a las personas como el escenario intactos en el número 13 de Cottonwood Terrace.
– Quiero verlo.
Martin sonrió.
– Por supuesto. Ha pasado mucho tiempo.
Jeffrey adoptó un tono académico.
– Podemos aprender mucho de esto, inspector. -Apuntó con la mano a la Ingram que colgaba del hombro de Martin por medio de una correa-. Procuremos no olvidarlo.
El detective hizo un gesto de indiferencia.
– Claro. Lo que usted diga. Pero contribuir al progreso de la ciencia no es mi prioridad. -Sonrió de nuevo-. Aun así, comprendo su preocupación. Ésta no es exactamente la clase de reencuentro familiar que yo habría elegido, pero en fin, uno no puede limpiar su propia sangre, ¿verdad?