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Martin giró sobre los talones, le hizo una seña al equipo y salió a paso veloz de la silenciosa subcomisaría. El sol empezaba a ponerse al oeste, y cuando Jeffrey se volvió hacia él, tuvo que protegerse los ojos del deslumbrante resplandor final. Al cabo de pocos minutos, media hora como máximo, habría oscurecido. Primero lo envolvería todo un manto gris que se iría desvaneciendo para dejar paso a la noche. Debían moverse con rapidez para aprovechar la luz que quedaba.

El equipo se distribuyó en dos vehículos. Sin una palabra, Jeffrey se colocó en el asiento junto a Martin, que ahora tarareaba sin venir al caso una vieja melodía que Clayton reconoció, Cantando bajo la lluvia. No llovía, y Clayton no estaba muy seguro de que hubiese motivos para estar tan alegre. El inspector aceleró y los neumáticos chirriaron cuando salieron del aparcamiento de la subcomisaría. A Clayton se le ocurrió entonces que la detención seguramente era un asunto de menor importancia para el inspector. Por un momento recordó intrigado la conversación que había escuchado sobre los niveles de los crímenes.

– Bueno, ¿y qué demonios significa eso de «crimen de nivel rojo»? -preguntó.

Martin tarareó unos compases más antes de contestar.

– Del mismo modo que las diferentes zonas de viviendas se clasifican por colores, lo mismo ocurre con las actividades antisociales en el estado. El color define la respuesta del estado. El rojo, obviamente, es el más alto. O el peor, supongo. Es poco frecuente por aquí. Por eso los miembros del equipo estaban tan sorprendidos.

– ¿Qué es un crimen rojo?

– De índole económica, por lo general. Como desfalcar dinero de tu empresa. O social, como que un adolescente consuma drogas en el centro social. Son delitos lo bastante graves para que el delincuente reaccione violentamente a la detención. De ahí la necesidad de actuar en equipo. Pero en la historia del estado, sólo se han cometido una docena de homicidios más o menos, y siempre han sido entre cónyuges. Todavía tenemos problemas con los casos de atropellamiento en que el conductor se da a la fuga, que, según el viejo sistema judicial, se consideran homicidio sin premeditación. También son crímenes rojos, pero de nivel más bajo. Dos o tres.

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente, consciente de las mentiras que acababa de oír, pero sin decir nada al respecto.

– Lo que ocurre -prosiguió el inspector- es que se supone que el Departamento de Inmigración debe detectar esa propensión a la violencia y al alcoholismo por medio de tests psicológicos que realiza a quienes solicitan permiso para residir en el estado. También ha habido casos de adolescentes que se pelean, por chicas o durante partidos de baloncesto en el instituto, donde hay una fuerte rivalidad. Eso puede resultar en crímenes de nivel rojo.

– Pero mi padre…

– Deberíamos tener un color especial sólo para él. Escarlata, tal vez. Eso le daría un bonito toque literario, ¿no cree?

– ¿Y la detención? ¿A qué se refería el jefe del equipo con «eliminar»? Me parece que ha preguntado algo…

Martin no respondió enseguida. Se puso a tararear de nuevo y se interrumpió en medio de un verso.

– Clayton, no sea ingenuo. El meollo de la cuestión es que su viejo no se va. Si alguien tiene que recurrir a la fuerza letal, pues que lo haga. Ya ha vivido usted esto antes en otros casos. Conoce las reglas. En esta situación, no se diferencian una mierda de las de Dallas, Nueva York, Portland o cualquiera de esos sitios donde a los malos les gusta joderle la vida a la gente. Lo entiende, ¿verdad? Así que, en cuanto usted me lo pida, lo dejaré a un lado de la carretera para que se quede esperándome en esta bonita zona verde a la agradable sombra de un árbol, matando el tiempo mientras yo voy a aprehender al cabrón de su padre. Si quiere echarse atrás, no tiene más que decirlo. Si no, pasará lo que tenga que pasar.

Jeffrey cerró la boca y no hizo más preguntas. En cambio, contempló las sombras que proyectaban los altos pinos en los patios bien cuidados de aquel mundo residencial tranquilo, remilgado y perfecto.

El inspector Martin detuvo el coche a media manzana de la casa. Se puso un auricular de radio, realizó una comprobación rápida con los miembros del equipo de Operaciones Especiales y ordenó a todos que ocuparan sus puestos. Los dos operarios debían situarse frente a un cuadro de conmutación telefónica al norte de la casa; el ejecutivo y el hombre del chándal en el extremo sur. Las dos mujeres con cochecitos de bebé cubrían la parte posterior mientras paseaban despacio, aparentemente enfrascadas en chismorreos superficiales. Martin y Clayton debían llegar en coche hasta la puerta principal y llamar a la puerta mientras el equipo se acercaba. Sería una operación sencilla, rápida, de libro. Si la ejecutaban debidamente, ni siquiera los vecinos se darían cuenta de que se estaba llevando a cabo una detención hasta que llegaran las unidades de refuerzo. Cuatro vehículos del Servicio de Seguridad con agentes uniformados aguardaban órdenes, alineados a una manzana de distancia.

– ¿Listo? -preguntó Martin, pero avanzó sin esperar respuesta.

A Jeffrey se le aceleró la respiración.

Era consciente de que, en algún rincón recóndito de su ser, lo castigaban los sentimientos. También era consciente de que su excitación creciente prevalecía sobre todas las dudas que se planteaba y eclipsaba sus emociones. Notaba una frialdad extraña, casi como la de un niño en el momento en que descubre que Papá Noel no existe y no es más que un mito inventado por los adultos. Rebuscó en su interior tratando de encontrar algún sentimiento razonablemente concreto al que aferrarse, pero fue en vano.

Se sentía como si apenas le corriese sangre por las venas, helado y rígido.

El inspector enfiló con el coche un camino de acceso circular que conducía a una casa moderna de dos plantas y cuatro habitaciones que, como la población de la que venían, imitaba el estilo colonial de Nueva Inglaterra. El mundo era de un color gris poco definido, y la claridad a su alrededor se apagaba a ojos vistas, de modo que los faros de los coches de policía sin marcar, más que iluminar la casa, simplemente se fundían con la penumbra del ocaso.

El interior de la casa estaba a oscuras. Clayton no veía nada que se moviera dentro.

Martin frenó bruscamente.

– Vamos allá -dijo, apeándose con presteza.

Se echó la metralleta a la espalda de manera que alguien que estuviera mirando por la ventana no alcanzase a verla, y se acercó a toda prisa a la puerta principal.

– ¡Estoy frente a la puerta! -susurró a su micrófono-. Iniciad la aproximación.

Le indicó por señas a Clayton que se colocara a un lado y dio unos golpes contundentes a la puerta con los nudillos.

Con el rabillo del ojo, Jeffrey vio a los otros miembros del equipo abalanzarse hacia la casa. Martin llamó de nuevo, con fuerza. Esta vez gritó:

– ¡Servicio de Seguridad! ¡Abran!

Seguía sin oírse sonido alguno procedente del interior.

– ¡Mierda! -exclamó Martin. Echó un vistazo por la ventana que estaba junto a la puerta-. ¡Todos adentro!

El inspector retrocedió un paso y le asestó una patada a la puerta principal, que retumbó como un cañonazo. La puerta se bamboleó y se combó, pero no se vino abajo.

– ¡Joder! -Se volvió hacia Clayton-. ¡Vaya al coche a buscar el puto rompepuertas! ¡Ahora!

Mientras Jeffrey se dirigía hacia el vehículo para recoger el mazo con que derribarían la puerta, oía a los miembros del equipo gritar a lo lejos, y al mismo tiempo el crepitar de sus voces a través del auricular que llevaba el inspector, lo que producía algo parecido a un efecto estereofónico como el de un sistema de altavoces. Martin se arrancó el receptor de la oreja y gesticuló exageradamente hacia Jeffrey.