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– ¡Vamos, maldita sea!

Clayton agarró el ariete de hierro del asiento trasero y se lo llevó al inspector.

– ¡Deme eso de una puta vez! -gritó Martin, arrebatándoselo a Jeffrey. Reculó un par de pasos frente a la puerta y, enfurecido, tomó impulso con el mazo hacia atrás, para acto seguido estamparlo contra la madera. Esta vez salieron volando astillas. Martin gruñó por el esfuerzo y descargó un segundo mazazo. La puerta se abrió de repente con gran estrépito. El rompepuertas cayó al suelo con un golpe sordo, y Martin deslizó la metralleta hacia delante, atravesando el umbral de un salto.

– ¡Estoy dentro! -gritó-. ¡Estoy dentro!

Jeffrey entró a pocos centímetros de él.

Martin arrimó bruscamente la espalda a una pared, girando mientras cubría el vestíbulo oscuro con su arma, accionando a la vez el mecanismo de carga de la metralleta, que emitió un fuerte chasquido metálico.

Y resonó.

Ese eco fue la primera impresión que se llevó Jeffrey. Lo dejó perplejo, hasta que entendió qué significaba. Se dejó caer junto al inspector.

– Puede tranquilizarse -le musitó-. Dígales a los demás que entren por la puerta principal.

Martin no dejaba de apuntar con el cañón del arma a diestro y siniestro.

– ¿Qué?

– Dígales que vengan aquí y que bajen las armas. Aquí no hay nadie excepto nosotros.

Jeffrey se enderezó y comenzó a buscar a tientas un interruptor de luz. Tardó unos segundos en encontrar uno, conectado a las lámparas correderas del techo, y las encendió. El resplandor que los envolvió les permitió ver lo que Clayton ya había intuido: la casa estaba vacía. No sólo no había personas, sino tampoco muebles, alfombras, cortinas ni vida.

Martin dio unos pasos vacilantes hacia delante, y sus pisadas sobre el entarimado repercutieron en el espacio vacío, al igual que el sonido de su arma momentos antes.

– No lo entiendo -dijo.

Jeffrey no respondió, pero pensó: «Bueno, inspector, ¿de verdad imaginaba que sería tan sencillo? Un par de averiguaciones con el ordenador y ¡bingo! Ni en broma.»

Los dos hombres entraron en la sala de estar vacía. A su espalda, oían los ruidos del equipo de Operaciones Especiales, que se había congregado a la entrada principal. El jefe del equipo, con su traje, entró en la habitación.

– Nada, ¿no?

– Por ahora, no -respondió Martin-, pero quiero que se registre este sitio por si hay indicios de actividad.

– Rojo uno -dijo el hombre trajeado-. Sí, claro.

Martin lo fulminó con la mirada, pero el jefe del equipo hizo caso omiso de él.

– Pediré que se anule el envío de refuerzos. Les diré que vuelvan a sus patrullas habituales.

– Gracias -dijo Martin-. Joder.

Jeffrey caminó despacio por la sala vacía. «Aquí hay algo -pensó-. Hay una lección que aprender. Este vacío es tan significativo como cualquier otra cosa. Sólo hay que saber cómo interpretarlo.»

Cuando hacía estas reflexiones, oyó voces procedentes del vestíbulo. Al volverse vio que Martin estaba de pie, en el centro de la sala de estar, con la metralleta colgando al costado y el rostro enrojecido de rabia. El inspector se disponía a decirle algo cuando el jefe del equipo asomó la cabeza.

– Oigan, ¿quieren hablar con uno de los vecinos? Han venido alegremente por el camino particular para ver qué demonios era todo este jaleo.

– Sí, yo sí quiero -contestó Jeffrey enseguida y pasó junto a Martin, que soltó un resoplido y lo siguió a la puerta.

Un hombre de mediana edad con pantalones color caqui, un suéter morado de cachemira y una correa por la que llevaba sujeto un terrier pequeño y escandaloso que saltaba de un lado a otro a sus pies estaba hablando con dos de los miembros del equipo. Una de las mujeres con atuendo de corredora alzó la vista mientras se desabrochaba el chaleco antibalas.

– Oiga, Martin -dijo-, seguramente le interesará oír esto.

El inspector se acercó.

– ¿Qué sabe usted sobre el propietario de esta casa? -preguntó. El hombre se volvió e intentó hacer callar al perrito, sin resultado.

– No tiene propietario -repuso-. Lleva casi dos años en venta.

– ¿Dos años? Eso es mucho tiempo.

El hombre asintió.

– En este barrio por lo general las casas no permanecen vacías más de seis meses. Ocho, como máximo. Es una urbanización muy agradable. Salió una reseña en el Post, justo después de que estuviera terminada. Muy buen trazado, muy bien comunicada con el centro, muy buenos colegios.

Jeffrey se aproximó también.

– Pero ¿dice que el caso de esta casa es distinto? ¿Por qué?

El vecino se encogió de hombros.

– Me parece que muchos creen que está gafada. Ya sabe lo supersticiosa que puede ser la gente. Por estar en el número trece y todo eso. Les dije que bastaría con que cambiaran el número.

– ¿Gafada? ¿En qué sentido, exactamente?

El hombre asintió.

– No sé si es la palabra más adecuada. No es que esté embrujada ni nada por el estilo, sólo que da mal rollo. Y no entiendo por qué a los demás nos tiene que afectar un pequeño incidente.

– ¿Qué pequeño incidente? -inquirió Jeffrey.

– A todo esto, ¿qué hacen ustedes aquí? -inquirió el hombre con brusquedad.

– ¿Qué pequeño incidente? -insistió Jeffrey.

– La niña que desapareció. Salió en los periódicos.

– Cuénteme.

El hombre suspiró, dio un tirón a la correa cuando el perrito se puso a olisquearle la pierna a un miembro del equipo de Operaciones Especiales y se encogió de hombros.

– La familia que vivía aquí, bueno, se mudó a otro sitio después de la tragedia. Cuando la gente se entera de eso, se desanima. Hay muchas otras casas bonitas en la manzana o en Evergreen, aquí al lado, así que nadie quiere quedarse con la que tiene un pasado sórdido.

– ¿Qué pasado sórdido? -preguntó Jeffrey, cuya paciencia estaba llegando a su límite.

– Una familia agradable. Robinson, se llamaban. -Sin duda. ¿Y?

– Una tarde, justo después de cenar, la niña se alejó por ahí detrás. Estamos al borde de una zona natural protegida muy grande, con mucho bosque y mucha fauna salvaje. A sus catorce años, debería haber tenido el sentido común de quedarse cerca de casa, sobre todo después de la hora de la cena. Nunca he entendido por qué no lo hizo. El caso es que ella se aleja, los padres empiezan a gritar su nombre, todos los vecinos salen con linternas, e incluso llega un helicóptero del Servicio de Seguridad, pero nadie encuentra ni rastro de ella. Ya nadie volvió a verla. No se hallaron pruebas de nada, pero la mayoría de la gente supuso que se la llevaron los lobos, o tal vez unos perros salvajes. Algunos piensan que fue un animal tipo Pie Grande. Yo no, por supuesto. No creo en esas tonterías. Me imagino que simplemente huyó por despecho hacia sus padres tras alguna discusión. Ya sabe cómo son los adolescentes. Entonces se marcha, se pierde y fin de la historia. Hay algunas cuevas en las estribaciones, así que todo el mundo supuso que fue allí adónde se llevaron su cadáver o la devoraron o lo que sea, pero, joder, se necesita un ejército para peinar toda la zona. Al menos, eso dijeron las autoridades. Mucha gente se fue del barrio después de eso. Creo que tal vez soy el único que queda en el vecindario que se acuerda de aquello. No me afectó mucho. Mis hijos ya son mayores.

Jeffrey retrocedió y se reclinó en una de las paredes blancas y desnudas de la casa. Ahora recordaba dónde había visto esa dirección antes: aparecía en una de las crónicas del Post que había recopilado. Conservaba en la mente la imagen vaga y esquiva de una niña sonriente con aparatos en los dientes. La foto también se había publicado en el periódico.

El hombre volvió a encogerse de hombros.

– Los agentes inmobiliarios deberían callarse esa parte de la historia cuando enseñan la casa. Es un lugar agradable. Debería haber gente viviendo aquí. Otra familia. Supongo que tarde o temprano la habrá.