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El hombre tiró de nuevo de la correa del perro, aunque esta vez el terrier estaba sentado en el suelo sin hacer ruido.

– Y, joder, si se queda vacía, se desvalorizan las casas de todos los demás.

– ¿Ha visto a alguien por aquí recientemente? -preguntó Martin de pronto.

El vecino negó con la cabeza.

– ¿A quién creían que encontrarían aquí?

– ¿Albañiles, quizás? ¿Agentes inmobiliarios, jardineros, cualquier persona? -inquirió Clayton.

– Pues no lo sé. Tampoco me habría llamado la atención ver a alguien así.

El inspector Martin puso las fotografías impresas por ordenador de Gilbert Wray, su esposa e hijos ante las narices del hombre.

– ¿Le resultan familiares? ¿Ha visto a estas personas alguna vez?

El hombre las contempló por unos instantes y luego sacudió la cabeza.

– No -contestó.

– ¿Y los nombres? ¿Le dicen algo?

El hombre hizo una pausa y luego volvió a negar con la cabeza. -No me suenan de nada. Oiga, ¿de qué va todo esto?

– ¿A usted qué cojones le importa? -espetó Martin, quitándole con un movimiento brusco las fotos al hombre.

El terrier se puso a ladrar y a abalanzarse agresivamente hacia el corpulento inspector, que se limitó a bajar la vista hacia el perro.

A Jeffrey le pareció que Martin se disponía a formular otra pregunta, cuando uno de los miembros del equipo lo llamó desde el interior de la casa.

– ¡Agente Martin! Creo que tenemos algo.

El inspector le indicó por gestos a una de las agentes femeninas, que estaba de pie a un lado, que se acercara.

– Tómele declaración a este tipo. -Y añadió, con un deje de amargura-: Y gracias por su colaboración.

– De nada -respondió el vecino con aire altivo-. Pero sigo queriendo saber qué pasa aquí. También tengo mis derechos, agente.

– Claro que los tiene -dijo Martin con hosquedad.

A continuación, con Clayton siguiéndolo a paso veloz, se encaminó hacia el agente que lo había llamado. Su voz procedía de la zona de la cocina.

Era uno de los hombres disfrazados de técnicos de la compañía de teléfonos.

– He encontrado esto -dijo.

Señaló una encimera de piedra gris pulida situada enfrente del fregadero. Encima había un ordenador portátil pequeño y barato conectado a un enchufe en la pared y a la toma de teléfono que estaba al lado. Junto a la máquina había un temporizador sencillo, de los que se conseguían en cualquier tienda de artículos electrónicos. En la pantalla del ordenador brillaban una serie de figuras geométricas que se movían constantemente, formándose y reformándose en una danza digital irregular, cambiando de color -de amarillo a azul, verde o rojo- cada pocos segundos.

– Con esto me envió el mensaje -murmuró Jeffrey.

El agente Martin hizo un gesto afirmativo.

Jeffrey se acercó al ordenador cautelosamente.

– Ese temporizador -dijo el técnico-, ¿cree que está conectado a una bomba? Tal vez deberíamos llamar a los artificieros.

Clayton negó con la cabeza.

– No. Puso el temporizador aquí para poder dejar esto de modo que enviase el mensaje automáticamente cuando él ya estuviera lejos. Aun así, una unidad de recogida de pruebas debería analizar el ordenador y rastrear toda la zona para buscar huellas digitales. No las encontrarán, pero es lo que habría que hacer.

– Pero ¿por qué lo ha dejado aquí, donde podíamos encontrarlo? Podría haberle enviado el mensaje desde cualquier sitio público.

Jeffrey echó una ojeada al temporizador.

– Se trata de otra parte del mismo mensaje, supongo -respondió, aunque, desde luego, no estaba suponiendo nada en realidad. La elección de ese lugar en particular había sido de todo punto deliberada, y él tenía una idea bastante sólida de cuál era el mensaje. Su padre había estado allí antes, tal vez no dentro de la casa, pero sin duda en los alrededores; con los animales salvajes a los que culparían de la desaparición de la niña, se dijo con sarcasmo. Aquello le debió de parecer tremendamente divertido. Jeffrey pensó que a muchos de los asesinos con los que había estado en contacto a lo largo de los años les haría mucha gracia saber que las autoridades del estado número cincuenta y uno estaban mucho más preocupadas por ocultar las actividades del criminal que por el criminal en sí. Exhaló despacio. Todos los asesinos que había conocido y estudiado en su vida adulta lo habrían considerado algo maravillosamente irónico. Tanto los más fríos como los más desequilibrados, calculadores o impulsivos. Todos sin excepción se habrían desternillado, se habrían revolcado en el suelo con las manos en la barriga y lágrimas en las mejillas, riéndose a carcajadas de lo hilarante que resultaba todo aquello.

Clayton bajó la mirada hacia la pequeña pantalla de ordenador y contempló las figuras móviles y cambiantes. «Algunos asesinos son así -pensó con frustración-. Justo cuando llegas a la conclusión de que son de cierta forma y cierto color, se transforman lo suficiente para desconcertarte.» Presa de una rabia súbita, extendió el brazo rápidamente y pulsó la tecla Intro del ordenador para librarse de las irritantes imágenes que se arremolinaban ante sus ojos. Las figuras geométricas danzantes se esfumaron al instante y en su lugar apareció, con fondo negro, un solo mensaje que parpadeaba en amarillo.

Te pillé.

¿Te habías creído que soy idiota?

14 Un personaje histórico interesante

Una vez más, el agente Martin precedió a Clayton a través del laberinto antiséptico de cubículos en la oficina central del Servicio de Seguridad del estado número cincuenta y uno. Su presencia causó cierto revuelo; los empleados sentados frente a sus mesas, al teléfono o mirando su pantalla de ordenador, interrumpían lo que estaban haciendo para observar a los dos hombres que atravesaban la sala, de modo que dejaban a su paso una estela de silencio. Jeffrey imaginó que tal vez ya se había corrido la voz del asalto abortado a la casa vacía. O quizá la gente se había enterado de por qué estaba él allí, en el nuevo estado, y eso lo había convertido, si no en una celebridad, sí al menos en objeto de cierta curiosidad. Notaba que las miradas se posaban en ellos al pasar.

La secretaria que custodiaba la puerta del despacho del director, sin decir nada, les indicó con un gesto que entraran.

Al igual que en la ocasión anterior, el director estaba sentado a su mesa, meciéndose suavemente en su silla. Tenía los codos apoyados en la superficie pulida y brillante de madera y las puntas de los dedos juntas, lo que le confirió un aspecto de depredador cuando se inclinó hacia delante. A la derecha de Jeffrey, sentados en el sofá, estaban los otros dos hombres que se hallaban presentes en la primera reunión: el calvo y mayor a quien Clayton había bautizado como Bundy, que llevaba la corbata aflojada y cuyo traje parecía ligeramente arrugado, como si hubiera dormido en el sofá; y el hombre más joven y elegantemente vestido de la oficina del gobernador, a quien había dado el apodo de Starkweather. Éste apartó la vista cuando Jeffrey hizo su entrada.

– Buenos días, profesor -saludó el director.

– Buenos días, señor Manson -respondió Jeffrey.

– ¿Le apetece un café? ¿Algo de comer?

– No, gracias -dijo Jeffrey.

– Bien. Entonces podemos pasar directamente a los asuntos de trabajo. -Señaló las dos sillas colocadas frente al amplio escritorio de caoba, invitándoles a sentarse.

Jeffrey ordenó unos papeles sobre su regazo y luego miró al director.

– Me alegro de que haya podido venir para ponernos al día sobre sus progresos -comenzó Manson.

– O falta de progresos -farfulló Starkweather, cortándolo, lo que ocasionó que el director lo fulminase con la mirada. Como la vez anterior, el agente Martin estaba sentado impertérrito, aguardando a que le hicieran alguna pregunta para abrir la boca, desplegando todo el instinto de conservación de un funcionario experimentado.