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– Oh, creo que está usted siendo muy injusto, señor Starkweather -dijo el director-. Tengo la impresión de que el buen profesor sabe bastantes más cosas que cuando llegó aquí…

Jeffrey asintió con la cabeza.

– La cuestión que debemos dilucidar es, como siempre, cuál es la mejor manera de aprovechar los conocimientos del profesor. ¿Cómo puede sernos útil? ¿Qué ventajas tiene para nosotros? ¿Estoy en lo cierto, profesor?

– Sí -respondió.

– Y estoy en lo cierto al pensar que hemos tomado al menos una decisión crítica, ¿verdad, profesor?

Jeffrey titubeó, se aclaró la garganta y asintió de nuevo.

– Sí-dijo despacio-. Por lo visto, nuestro objetivo guarda, en efecto, relación conmigo.

No era capaz de pronunciar la palabra «padre», pero el señor Bundy lo hizo en su lugar:

– ¡Así que el cabrón enfermo que lo está jodiendo todo es su padre!

Jeffrey se volvió parcialmente en su asiento.

– Eso parece. Aun así, yo no descartaría un engaño extremadamente astuto. Es decir, quizás alguien que tuvo un trato personal con mi padre reunió información y detalles que él conocía. Pero las probabilidades de que ocurra algo así son sumamente escasas.

– ¿Y, qué sentido tendría, al fin y al cabo? -preguntó Manson. Tenía una voz balsámica, suave, como el lubricante sintético, que contrastaba en sumo grado con el tono bravucón y frenético de los otros dos hombres. Jeffrey pensó que Manson debía de ser un tipo que sabía imponerse, a juzgar por el modo en que se contenía-. Es decir, ¿por qué fraguar un engaño semejante? No, creo que podemos dar por sentado sin temor a equivocarnos que el profesor ha cumplido al menos con la primera tarea que le encomendamos: ha identificado con exactitud la fuente de nuestros «problemas». -Manson hizo una pausa tras la que añadió-: Le doy la enhorabuena, profesor.

Jeffrey asintió, pero pensó que habría sido más correcto afirmar que la fuente de sus problemas lo había identificado con exactitud a él, una posibilidad que ellos podrían haber previsto razonablemente después de publicar su nombre y fotografía en el periódico de manera tan ostentosa. No comentó esto en voz alta.

– Yo creía que había venido a encontrar a ese hijo de puta para que pudiéramos encargarnos de él -señaló Starkweather-. Me parece que las felicitaciones podrían esperar a que llegase ese momento.

Bundy, el hombre del traje arrugado, se mostró de acuerdo enseguida.

– Entender no es lo mismo que progresar -dijo-. Me gustaría saber si estamos más próximos a identificar a ese hombre para que podamos detenerlo y seguir adelante con nuestras vidas. ¿O hace falta que le recuerde que, cuanto más tardemos, mayor será la amenaza para nuestro futuro?

– ¿Se refiere a su futuro político? -preguntó Jeffrey con un deje de sarcasmo-. ¿O quizás a su futuro económico? Claro que probablemente van muy unidos.

Bundy se removió en el sofá y se inclinó hacia delante, irritado, y se disponía a replicar cuando Manson alzó la mano.

– Caballeros, le hemos dado muchas vueltas a esta cuestión. -Se volvió parcialmente hacia Clayton y al mismo tiempo cogió un abrecartas de los de antes que estaba sobre el escritorio. El mango era de madera tallada y la hoja reflejaba la luz del sol. Manson apretó el borde agudo contra la palma de su mano, como para poner a prueba el filo-. Nunca hemos considerado que sería una detención fácil, ni siquiera con la inestimable ayuda del buen profesor. Y seguirá siendo una misión difícil, a pesar de lo que hemos descubierto, incluso aquí, donde la ley nos da tanta ventaja. Aun así, hemos hecho grandes avances en poco tiempo, ¿no es cierto, profesor? -Creo que eso es exacto, sí.

Pensó que en esa sala se estaba abusando un poco de la palabra «cierto», pero tampoco lo dijo en voz alta.

Manson sonrió y se encogió de hombros, mirando a los otros dos hombres.

– Esta investigación, profesor… ¿Recuerda algún caso parecido en los anales de la historia? ¿En la bibliografía sobre esta clase de asesinos? ¿O en esos archivos del FBI con los que está usted tan familiarizado, tal vez?

Jeffrey tosió, intentando concentrarse. No esperaba esta pregunta y de pronto se sintió como uno de los alumnos a los que les ponía un examen oral sin previo aviso.

– Percibo elementos de otros casos, de casos famosos. Después de todo, Jack el Destripador supuestamente se puso en contacto con la policía y la prensa. David Berkowitz enviaba sus mensajes como el Hijo de Sam. Ted Bundy (no se ofenda, señor Bundy) tenía la habilidad de confundirse con su entorno, como un camaleón, y sólo pudieron detenerlo cuando perdió todo el control sobre su compulsión. Estoy seguro de que se me ocurrirían otros…

– Pero se trata sólo de similitudes, ¿no? -preguntó Manson-. ¿Se le ocurre algún asesino que haya dado a conocer su identidad… y, encima, a su propio hijo?

– No me viene a la memoria ningún ejemplo en que los hijos hayan sido utilizados para dar caza al asesino, no. Pero a lo largo de la historia ha habido asesinos que tenían… bueno, «tratos» con sus perseguidores en la policía, o bien con los periodistas que les daban publicidad.

– Ése no es precisamente el caso que tenemos entre manos, ¿verdad?

– No, por supuesto que no.

– ¿Y eso a qué conclusión le lleva, profesor?

– Parece indicar varias cosas. Cierta megalomanía. Cierto egotismo. Pero, sobre todo, parece indicar que el sujeto ha creado muchas capas, un manto de información errónea, que ocultan el vínculo entre lo que fue y lo que es ahora. Me refiero únicamente a su identidad actual, es decir, su trabajo, su casa, su vida. El núcleo esencial de su personalidad no ha cambiado, o en todo caso ha cambiado a peor. Sin embargo, su fachada, su vida de cara a la sociedad, será distinta. También su apariencia física. Imagino que habrá introducido cambios en su aspecto. Y debe de creer que no corre el menor peligro al hacer lo que ha hecho hasta ahora. -Se quedó callado unos instantes y agregó-: «Arrogancia» es la palabra que me viene a la mente.

– Bueno, y entonces ¿qué se supone que debemos hacer? -preguntó Bundy, casi gritando-. ¡Ese cabrón enfermo no deja de matar, y no podemos hacer nada para impedirlo! Si se corre la voz, apaga y vámonos. La gente se marchará del estado en desbandada. Será como la fiebre del oro, pero a la inversa.

Nadie dijo una palabra.

«Todo gira en torno al dinero -pensó Jeffrey-. La seguridad es dinero. La protección es dinero. ¿Qué precio tiene poder salir de tu casa sin poner una alarma o sin cerrar siquiera las puertas con llave?»

La habitación permaneció en silencio un momento más, y entonces Jeffrey habló.

– Dudo que la gente siga tragándose el cuento de que a sus hijas adolescentes se las llevaron los lobos.

Starkweather soltó un resoplido.

– Se tragarán todo lo que les digamos -aseveró.

– O perros salvajes, o accidentes en excursiones. ¿No se les están acabando las explicaciones creíbles, o incluso semicreíbles?

Starkweather no dio propiamente una respuesta. En cambio, dijo:

– Siempre me han parecido penosas esas historias de perros.

– ¿Cuántos asesinatos ha habido? -exigió saber Jeffrey con voz suave-. He encontrado posibles indicios de más de veinte. ¿Cuántos son?

– ¿Cuándo ha averiguado eso? -estalló Martin.

Clayton se limitó a encogerse de hombros. El silencio volvió a imponerse en la sala.

Manson giró en su silla, que emitió un leve chirrido, para mirar por la ventana, dejando que la pregunta flotara en el aire. Jeffrey oyó a Martin mascullar una obscenidad entre dientes, y supuso que estaba dedicada a él.