– No sabemos cuántos exactamente -contestó Manson al fin, sin apartar la vista de la ventana-. Como mínimo, tres o cuatro. Como máximo, veinte o treinta. ¿Importa mucho el número? Los crímenes no son similares por la disposición y aspecto de los cadáveres, sino por las características de la víctima y el estilo de los secuestros. Sin duda sabrá usted comprender, profesor, lo excepcional que es la situación en que nos encontramos. Los asesinos en serie se identifican por el origen de su interés o por los resultados de su depravación. Es ese elemento secundario el que nos llevó hasta usted y a nuestras conclusiones sobre los tres cuerpos con los brazos extendidos, colocados en una posición tan parecida y provocadora. Pero luego están las otras desapariciones, de naturaleza tan semejante. Sin embargo, los cadáveres se encuentran (cuando se encuentran) dispuestos… ¿cómo expresarlo? Con estilos diferentes. Como el más reciente, que usted cree obra del mismo hombre, aunque hay quienes… -sin moverse en su asiento, le dirigió una breve mirada por encima del hombro al agente Martin- no están de acuerdo. Aquella joven desapareció de forma parecida, y luego la encontraron en posición de rezar. Eso es de todo punto diferente. Plantea muchas dudas. -Manson se volvió rápidamente hacia Jeffrey-. Todo tiene su explicación, profesor, pero debe usted descubrir cuál es. Hay asesinatos y desapariciones, y todos creemos fervientemente que están causadas por un solo hombre. Pero ¿cuál es la pauta? Si lo supiéramos, podríamos tomar medidas. Denos las respuestas, profesor.
De nuevo se apoderó de la habitación el silencio, roto al cabo de un rato por Bundy, que suspiró desalentado antes de hablar.
– Así que supongo que esta última identidad, la del tal Gilbert Wray, la de su esposa, Joan Archer, y sus hijos son todas ficticias, ¿no? No nos aportan nada. Seguimos donde estábamos, ¿verdad?
El agente Martin respondió a esa pregunta, con voz monótona de policía.
– Después del asalto frustrado a la casa de Cottonwood, hicimos más pesquisas en el Departamento de Inmigración y descubrimos que muchos de los informes y documentos oficiales de la familia Wray faltan o no existen. La investigación preliminar parece indicar que los datos de estas supuestas personas se introdujeron en las bases de datos desde un terminal desconocido situado dentro del estado previendo que nosotros nos dirigiríamos a ese lugar en particular. Es posible que nuestro objetivo creara esas identidades y las instalase en los sistemas informáticos como maniobra de distracción. Tal vez lo hizo días, o quizás horas, antes de que llegásemos a la casa de Cottonwood. A juzgar por esta y otras informaciones que hemos recabado… -en este punto, el inspector hizo una pausa y echó un vistazo rápido a Jeffrey- cabe suponer que tiene acceso en un grado significativo a la red de ordenadores del Servicio de Seguridad y conoce nuestras contraseñas actuales.
Jeffrey recordó su propia sorpresa al percatarse de que habían borrado la pizarra de su propio despacho.
– Creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que nuestro objetivo posee los conocimientos necesarios para violar casi cualquiera de los sistemas de seguridad implementados en el estado -dijo, sin respaldar su afirmación con un ejemplo concreto. Señaló una pila de papeles sobre el escritorio de Manson-. Yo no daría por sentado que esos documentos han estado fuera de su alcance, señor Manson. Tal vez ha hurgado en los cajones de su escritorio.
Manson asintió con gravedad.
– Maldición -exclamó Starkweather-. Lo sabía. Lo he sabido desde el principio.
– ¿Qué ha sabido? -preguntó Jeffrey al joven político.
Starkweather se encorvó con rabia.
– Que el cabrón es uno de nosotros.
Este comentario provocó un silencio de varios segundos en la sala.
A Jeffrey se le ocurrieron de inmediato un par de preguntas, pero no las formuló en alto. No obstante, tomó buena nota de las palabras de Starkweather.
Manson se meció en su silla y soltó un silbido entre los dientes.
– ¿De dónde, profesor, supone usted que nuestro objetivo sacó ese nombre? Gilbert D. Wray. ¿Significa algo para usted?
– Repítalo -dijo Jeffrey con brusquedad. Manson no contestó. Se limitó a inclinarse hacia delante en su silla.
– ¿Qué? -inquirió Bundy, como si hablara en nombre de Manson.
– El nombre, maldita sea. Dígalo de nuevo, rápido.
El hombre del traje arrugado se rebulló en el sofá.
– Gilbert D. Wray. Wray se pronuncia como «rayo» en inglés. ¿No había una actriz en los viejos tiempos, hace casi un siglo, que se llamaba Kay Wray, creo? No, Fay Wray. Eso es. Salía en la primera versión de King Kong. Era rubia y recuerdo que se hizo famosa por su forma de gritar. ¿Hay otra forma de pronunciar su nombre?
Jeffrey se reclinó en su silla. Negó con la cabeza.
– Le pido disculpas -murmuró, dirigiéndose a Manson-. Tendría que haber reconocido el nombre en cuanto lo he visto, pero no lo había pronunciado en voz alta. Qué tonto he sido.
– ¿Reconocerlo? -preguntó Manson-. ¿A qué se refiere?
Jeffrey sonrió, pero por dentro sintió náuseas.
– Gilbert D. Wray. Si uno lo dice con un ligero toque afrancesado, se parece a Gilíes de Rais, ¿no?
– ¿Y ése quién es? -preguntó Bundy.
– Un personaje histórico interesante -contestó Jeffrey.
– ¿Ah, sí? -dijo Manson.
– Y Joan D. Archer. Los hijos llamados Henry y Charles. Y vinieron aquí de Nueva Orleáns. Qué obvio. Tendría que haberme dado cuenta en el acto. Pero qué idiota soy.
– ¿Haberse dado cuenta de qué?
– Gilíes de Rais fue una figura importante en la Francia del siglo XIII. Se convirtió en un famoso caudillo militar en la lucha contra los invasores ingleses. Fue, según nos dice la historia, mariscal y uno de los más fervientes seguidores de Juana de Arco. Santa Juana, también conocida como la Doncella de Orleáns. ¿Y las facciones enfrentadas? Como dos niños enrabietados, Enrique de Inglaterra y el delfín, Carlos de Francia.
Una vez más, todos callaron en la habitación por un momento.
– Pero ¿eso qué tiene que ver…? -empezó Starkweather.
– Gilíes de Rais -lo interrumpió Jeffrey-, además de un militar excepcionalmente brillante y, un noble adinerado, fue también uno de los más terribles y prolíficos infanticidas que se han conocido. Se creía que había asesinado a más de cuatrocientos niños en ritos sexuales sádicos dentro de las murallas de su propiedad, antes de que lo descubriesen y finalmente lo decapitasen. Era un hombre enigmático. Un príncipe del mal, que luchó con devoción y un valor inmenso como mano derecha de una santa.
– Cielo santo -se admiró Bundy-. Acojonante.
– Gilíes de Rais desde luego lo era -comentó Jeffrey en voz baja-, aunque seguramente presentó un dilema fascinante a las autoridades competentes del más allá. ¿Qué se hace exactamente con un hombre así? Tal vez cada siglo o así le den un día libre del tormento eterno. ¿Es ésa recompensa suficiente para un hombre que en más de una ocasión le salvó la vida a una santa?
Nadie respondió a su pregunta.
– Bueno, ¿y qué le sugiere que el sujeto haya utilizado ese nombre? -quiso saber Starkweather, enfadado.
Jeffrey no contestó al momento. Había descubierto que disfrutaba con el desasosiego del político.
– Creo que a nuestro objetivo, es decir, a mi padre… bueno, le interesan las cuestiones morales y filosóficas relacionadas con el bien y el mal absolutos.
Starkweather se quedó mirando a Jeffrey con una rabia considerable derivada de la frustración, pero no dijo nada. Jeffrey, sin embargo, rellenó esa pausa momentánea.
– Y a mí también -añadió.
Durante unos segundos, Jeffrey pensó que su aseveración marcaría el final de la sesión. Manson había bajado la barbilla hacia el pecho y parecía estar sumido en profundas reflexiones, aunque continuaba acariciándose la palma con la hoja del abrecartas. De pronto, el director de seguridad plantó el arma sobre el escritorio, que dio un chasquido como la detonación de una pistola de pequeño calibre.