– Creo que me gustaría hablar con el profesor a solas durante un rato -dijo.
Bundy hizo ademán de protestar, pero enseguida cambió de idea.
– Como quiera -dijo Starkweather-. Nos pondrá al corriente de nuevo dentro de unos días, como máximo una semana, ¿de acuerdo, profesor? -Esta última frase encerraba tanto una orden como una pregunta.
– Cuando quieran -dijo Jeffrey.
Starkweather se puso de pie e hizo un gesto a Bundy, que se levantó con dificultad del acolchado sofá y salió en pos del hombre de la oficina del gobernador por la puerta lateral.
El agente Martin también se había levantado.
– ¿Quiere que yo me quede o que me vaya? -preguntó.
Manson apuntó a la puerta.
– Esto no nos llevará más de unos minutos -dijo.
Martin asintió con la cabeza.
– Esperaré justo al otro lado de la puerta.
– Me parece muy bien.
El director aguardó a que el agente saliese para proseguir en voz baja sin inflexiones:
– Me preocupan algunas de las cosas que dice, profesor, pero sobre todo lo que da a entender de forma implícita.
– ¿En qué sentido, señor Manson?
El director se levantó de su asiento tras el escritorio y se acercó a la ventana.
– No tengo suficiente vista -comentó-. No es exactamente lo que quisiera, y eso siempre me ha molestado.
– Perdón, ¿cómo dice?
– La vista -repitió, señalando la ventana con un gesto del brazo derecho-. Abarca las montañas que están al oeste. Es un paisaje bonito, pero creo que preferiría tener vistas a construcciones, o a edificios en obras. Acerqúese, profesor.
Jeffrey se puso de pie, rodeó el escritorio y se colocó al lado de Manson. El director parecía más bajo visto de cerca.
– Es muy hermoso, ¿no? Una vista panorámica. De postal, ¿no?
– Estoy de acuerdo.
– Es el pasado. Es antiguo. Prehistórico. Desde aquí se divisan árboles que datan de hace siglos, formaciones que se originaron hace millones de años. En algunos de aquellos bosques hay lugares que el hombre nunca ha pisado. Desde donde me encuentro, puedo mirar hacia fuera y contemplar la naturaleza casi como era cuando las primeras personas cruzaron el continente pasando muchas penalidades.
– Sí, eso veo.
El director dio unos golpéenos en el cristal.
– Lo que ve es el pasado, También es el futuro
Apartó la mirada, le indicó por señas a Jeffrey que volviese a ocupar su asiento y se sentó a su vez.
– ¿Cree usted, profesor, que Estados Unidos ha perdido un poco el norte, que los consabidos ideales de nuestros antepasados se han desgastado? ¿Desvanecido? ¿Olvidado?
Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.
– Es una opinión cada vez más generalizada.
– Allí donde usted vive, en la América que se desintegra, reina la violencia. Se ha perdido el respeto, el espíritu familiar. Nadie aprecia la grandeza que tuvimos, ni la que podemos alcanzar, ¿verdad?
– Se enseña. Forma parte de la historia.
– Ah, pero enseñarla y vivirla son cosas muy distintas, ¿no?
– Desde luego.
– Profesor, ¿cuál cree que es la razón de ser del estado número cincuenta y uno?
Jeffrey no respondió.
– En otro tiempo, Estados Unidos fue una tierra de aventura. Rebosaba seguridad y esperanza. América era un lugar para soñadores y visionarios. Eso se acabó.
– Muchos estarían de acuerdo con usted.
– Así que, la cuestión, para aquellos que esperan que nuestros siglos tercero y cuarto de existencia sean tan grandiosos como los dos primeros, es cómo recuperar ese orgullo nacional.
– El Destino Manifiesto.
– Exacto. No he vuelto a oír esa expresión desde mis tiempos de estudiante, pero es precisamente lo que necesitamos. Lo que debemos restituir. Al fin y al cabo, ya no se puede importar, como hicimos en otras épocas, acogiendo a las mejores mentes del mundo en este crisol inmenso que es nuestro país. Ya no se puede inculcar una sensación de grandeza concediendo más libertades a las personas, porque es algo que se ha intentado y lo único que se ha conseguido con ello es una mayor desintegración. En un par de ocasiones conseguimos avivar la esperanza y la gloria, así como un sentimiento de destino y unidad nacionales participando en una guerra mundial, pero eso ya no es factible porque hoy en día las armas son demasiado potentes e impersonales. En la Segunda Gue rra Mundial combatieron individuos dispuestos a sacrificarse por
unos ideales. Eso ya no es posible ahora que el armamento moderno permite que los conflictos sean antisépticos, robóticos, que las batallas las libren ordenadores y técnicos a distancia, teledirigiendo dispositivos que surcan los cielos. Así pues, ¿qué nos queda?
– No lo sé.
– Nos queda fe en una sola cosa, y todos aquí, en el estado número cincuenta y uno, nos consagramos por entero a hacerla realidad. Es la fe en que la gente redescubrirá sus valores, el espíritu de sacrificio y de superación, y volverán a ser pioneros, si se les da una tierra tan virgen y prometedora como lo fue este país en otro tiempo. -Manson se inclinó hacia delante en su asiento, con las manos abiertas-. No deben tener miedo, profesor. El miedo da al traste con todo. Hace doscientos años, la gente que se encontraba donde estamos nosotros, contemplando esas mismas montañas y esos mismos paisajes, sabía afrontar los desafíos y las dificultades. Y superó el miedo a lo desconocido.
– Cierto -dijo Jeffrey.
– El reto hoy en día es superar el miedo a lo conocido. -Manson hizo una pausa, reclinándose en su asiento-. Así pues, ése es el ideal en el que se basa nuestro estado: el de un mundo dentro del mundo. Un país dentro de un país. Fabricamos oportunidades y seguridad. Ofrecemos de nuevo lo que en otra época se daba por sentado en este país. ¿Y sabe qué ocurrirá después?
Jeffrey sacudió la cabeza.
– Se propagará. Hacia el exterior. A paso constante, inexorable.
– ¿Qué me está diciendo?
– Le estoy diciendo que lo que tenemos aquí se impondrá lento pero seguro en el resto del país. Quizás hayan de sucederse varias generaciones para que el proceso se complete, como en el pasado, pero al final nuestro estilo de vida acabará con el horror y la depravación que conocen quienes viven fuera de este estado. Ya están surgiendo comunidades justo al otro lado de nuestras fronteras que empiezan a adoptar algunas de nuestras leyes y principios.
– ¿Qué leyes y principios?
Manson se encogió de hombros.
– Ya conoce muchos de ellos. Restringimos algunos de los derechos que establece la Primera Enmienda. Se respeta la libertad de culto. La libertad de expresión… bueno, no tanto. ¿Y la prensa? Nos pertenece. Limitamos algunos de los derechos reconocidos por la Cuarta Enmienda; ya no se puede cometer un delito y comprar la libertad por medio de algún abogado astuto. ¿Y sabe qué, profesor?
– ¿Qué?
– La gente renuncia a ello sin rechistar. La gente está dispuesta a ceder su derecho a la libertad a cambio del sueño sin garantías de un mundo donde no tengan que cerrar con llave la puerta de su casa cuando se van a dormir. Y los que estamos aquí apostamos a que hay muchos más como nosotros fuera de nuestras fronteras, y a que nuestro sistema se extenderá poco a poco por todo el país.
– ¿Como una infección?
– Más bien como un despertar. Un país arrancado de un largo sopor. Nosotros simplemente nos hemos levantado un poco más temprano que los demás.
– Hace que parezca algo atractivo.
– Lo es, profesor. Permítame preguntarle: ¿cuándo ha apelado usted, en persona, a alguna de esas garantías constitucionales? ¿Cuándo ha pensado: «Ha llegado el momento de ejercer los derechos que me otorga la Primera Enmienda»?