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– No recuerdo haberlo hecho nunca. Pero no estoy seguro de que no los quiera, en caso de que algún día los necesite. Tengo mis dudas acerca de renunciar a las libertades fundamentales…

– Pero si esas mismas libertades le esclavizan, ¿no estaría mejor sin ellas?

– Es una pregunta complicada.

– Pero si la gente ya está accediendo a vivir encarcelada. Reside en comunidades amuralladas. Contrata servicios de seguridad. Va por ahí armada. La sociedad es poco más que una serie de vallas y cárceles. Para cerrar el paso al mal, uno tiene que recluirse. ¿Eso es libertad, profesor? Las cosas no funcionan así aquí. De hecho, ¿sabía, profesor, que somos el único estado del país con leyes eficaces de control de armas? Aquí ningún supuesto cazador posee un rifle de asalto. ¿Sabía que la Asociación Nacional del Rifle y su viejo grupo de presión en Washington nos detestan?

– No.

– ¿Lo ve? Cuando le digo que hemos derogado derechos constitucionales, usted me toma automáticamente por un conservador de derechas. Al contrario. No necesito adherirme a ninguna tendencia política porque puedo buscar las soluciones desde cualquier extremo del espectro político. Aquí en el estado cincuenta y uno, la Segunda Enmienda de la Constitución se interpreta literalmente y no como algún miembro de un lobby con los bolsillos llenos se empeña en interpretarla, pese a que todo indique lo contrario. Y podría seguir hablándole de esto, profesor. Por ejemplo, en el estado número cincuenta y uno no hay leyes que restrinjan los derechos reproductivos de la mujer. Pero es un tema muy polémico. Por consiguiente, el estado regula el aborto. Establecemos directrices. Directrices razonables. De este modo, no sólo evitamos que el debate sobrepase los límites de esta cuestión, sino que protegemos a los médicos que prestan este servicio.

– Veo que también es usted filósofo, señor Manson.

– No, soy pragmático, profesor. Y creo que el futuro está de mi parte.

– Quizá tenga razón.

Manson sonrió.

– ¿Ahora entiende la amenaza que supone su padre, el asesino?

– Empiezo a hacerme una idea -respondió Jeffrey.

– Lo que está consiguiendo es sencillo: aprovecha los fundamentos mismos del estado para hacer el mal. Se burla de todo aquello en lo que creemos. Nos hace quedar como hipócritas incompetentes. No sólo atenta contra esas adolescentes, sino contra la esencia de nuestras ideas. Nos utiliza para perjudicarnos a nosotros mismos. Es como levantarse una mañana y descubrir un tumor canceroso en los pulmones del estado.

– ¿Cree que un solo hombre puede representar un peligro tan grande?

– Ah, profesor, no lo creo: estoy seguro. La historia nos enseña que es posible. Y su padre, el otrora historiador, lo sabe. Un hombre, actuando sin ayuda de nadie, con una visión única y retorcida, y la dedicación necesaria para materializarla, puede ocasionar la caída de un gran imperio. Ha habido muchos asesinos solitarios a lo largo de la historia, profesor, que han logrado cambiar el curso de los acontecimientos. Nuestra propia historia está llena de Booths y Oswalds y Sirhan Sirhans cuyos disparos han matado ideales, además de hombres. Debemos impedir que su padre se convierta en uno de esos asesinos. Si no lo detenemos, asesinará nuestro proyecto. Él solo. Hasta ahora, hemos tenido suerte. Hemos conseguido acallar la verdad sobre sus actividades…

– ¿Y aquello de «la verdad os hará libres»?

Manson sonrió y negó con la cabeza.

– Ése es un concepto pintoresco y anticuado. La verdad no trae consigo más que sufrimiento.

– ¿Por eso está tan controlada aquí?

– Por supuesto. Pero no en aras de un ideal orwelliano consistente en proporcionar información falsa a las masas. Nosotros somos… bueno, selectivos. Y, por supuesto, no deja de haber rumores. Pueden ser peores que cualquier verdad. Hasta ahora, parece que hemos conseguido evitar que se hable sobre las actividades de su padre. Esta situación no durará, ni siquiera aquí, donde el estado guarda sus secretos más eficientemente que las autoridades del resto del país. Pero, como le he dicho, soy pragmático. El único secreto que está verdaderamente a salvo es el que está muerto y enterrado. El que ha pasado a la historia.

– La seguridad es frágil.

Manson suspiró profundamente.

– He disfrutado con esta conversación, profesor. Hay otros asuntos que reclaman mi atención, aunque ninguno es tan urgente. Encuentre a su padre, profesor. Muchas cosas dependen de que lo consiga.

Jeffrey asintió con la cabeza.

– Haré lo que pueda -dijo.

– No, profesor. Debe conseguirlo. A cualquier precio.

– Lo intentaré -aseguró Jeffrey.

– No. Lo conseguirá. Lo sé, profesor.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Porque estamos hablando de muchas cosas, de capas y capas de verdades e intrigas, profesor, pero hay una cosa sobre la que no me cabe la menor duda.

– ¿Cuál es?

– Que un padre y un hijo compiten siempre por el mismo objetivo, profesor. Ésta es su lucha. Siempre lo ha sido. Tal vez la mía sea diferente. Pero la suya… bueno, surge del fondo de su ser, ¿no es cierto?

Jeffrey se dio cuenta de que respiraba agitadamente.

– Y el momento ha llegado, ¿no es así? ¿Cree que puede llegar al final de su vida sin enfrentarse a su padre?

Jeffrey notó que la voz le salía áspera.

– Creía que ese enfrentamiento sería puramente psicológico. Una lucha contra un recuerdo. Creía que él había muerto.

– Pero no ha resultado ser así, ¿verdad, profesor?

– No. -Jeffrey tuvo la sensación de que la lengua empezaba a fallarle.

– De modo que la lucha adquiere dimensiones distintas, ¿no?

– Eso parece, señor Manson.

– Padres e hijos -prosiguió Manson en un tono suave, ligeramente cantarín, como si todo lo que decía se le antojase tremendamente divertido-. Siempre forman parte del mismo rompecabezas, como dos piezas que se encajan por la fuerza en un espacio que no acaba de tener la forma adecuada. El hijo pugna por aventajar a su padre, y éste intenta limitar a su hijo.

– Quizá necesite ayuda -barbotó Jeffrey.

– ¿Ayuda? ¿Y quién puede prestársela en la más elemental de las batallas?

– Hay dos componentes más en la maquinaria, señor Manson. Mi hermana y mi madre.

El director sonrió.

– Muy cierto -dijo-, aunque sospecho que tendrán sus propias batallas que librar. Pero haga lo que deba, profesor. Si necesita pedir refuerzos, por favor, no dude en hacerlo. En esta lucha, goza usted de una libertad total y absoluta.

Por supuesto, Jeffrey supo al instante que esta última aseveración era mentira.

El agente Martin no le preguntó a Jeffrey de qué había hablado con su supervisor. Los dos hombres recorrieron pensativos el edificio, uno al lado del otro, como si analizaran la tarea que tenían ante sí. Cuando se encontraban cerca de su despacho, una secretaria con un sobre de papel de Manila salió de un ascensor. Tuvo que esquivar con sumo cuidado a una docena de niños de cuatro años atados entre sí con una cuerda naranja fluorescente, un grupo de la guardería que se dirigía al patio de juegos. La joven secretaria sonrió, se despidió de los niños con un gesto y luego se encaminó a paso rápido hacia los dos hombres.

– Esto es para usted, agente -dijo sin más preámbulos-. Urgente, confidencial, todas esas cosas. Un par de detalles interesantes. No sé si le ayudarán en el caso que está investigando, pero los del laboratorio lo han despachado con prisas y sin formalidades. -Le tendió el sobre a Martin-. De nada -dijo ante el silencio del inspector. Tras evaluar a Jeffrey con una mirada rápida, dio media vuelta y se alejó en dirección a los ascensores.

– ¿Y eso es…? -preguntó el profesor mientras observaba a la joven desaparecer con un zumbido neumático.

– Un informe preliminar del laboratorio sobre el ordenador que requisamos en Cottonwood. -El inspector rasgó el sobre-. Mierda -farfulló.