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– Desde que se aprobó la enmienda No Hay Excusas a la Cons titución, es como usted dice. Pero es policía y debería saber esas cosas.

– Y usted es el profesor que aún conserva su viejo interés por el trasfondo emocional de los delincuentes; la obsoleta pero a veces desafortunadamente necesaria psicología criminal. -Martin aspiró a fondo-. El perfilista -dijo-. ¿No es así como debo llamarle?

– No le servirá de nada -repitió Clayton.

– El hombre que puede explicarme por qué, ¿verdad, profesor?

– Esta vez no.

El agente sonrió una vez más.

– Estoy al corriente de cada una de las cicatrices que esos casos le dejaron.

– Lo dudo -replicó Clayton.

– No, no, lo estoy.

Clayton señaló el maletín con un movimiento de cabeza.

– ¿Y éste?

– Este es especial, profesor.

Jeffrey Clayton prorrumpió en una sola andanada de carcajadas sarcásticas que retumbaron en la sala vacía.

– ¡Especial! Cada vez que han acudido a mí (y siempre es lo mismo: un hombre con un traje azul o marrón no especialmente caro y un maletín de piel que me habla de algún crimen que sólo puede resolverse con la ayuda de un experto), cada vez me dicen exactamente lo mismo. Da igual que sea un traje del FBI, del Servicio Secreto o de la policía local de alguna gran ciudad o de algún pueblo apartado, siempre me aseguran que se trata de algo especial. Pues bien, ¿sabe qué, agente Martin de la S. S.? No son especiales, en lo más mínimo. Los casos son simplemente terribles. Eso es todo. Son desagradables, sórdidos y nauseabundos. Siempre están relacionados con la muerte en sus aspectos más repugnantes e inmundos. Víctimas de abusos sexuales cortadas en rebanadas o en pedacitos, evisceradas o reducidas a carne picada de muchas maneras tan imaginativas como repugnantes. Pero ¿sabe lo que no son? No son especiales. No, señor. Lo que son es iguales. Son la misma cosa en envoltorios ligeramente distintos. ¿Especial? ¿No? En absoluto. Lo que son es corrientes. Los asesinatos en serie son tan comunes en nuestra sociedad como los resfriados. Son tan habituales como que el sol salga y se ponga a diario. Son una diversión. Un pasatiempo. Un entretenimiento. Joder, deberían publicar las tablas de puntuaciones en la sección de deportes de los periódicos, junto a la clasificación. Así que, quizás esta vez, por muy perplejos y desconcertados que estén ustedes, por mucha frustración que les cause, esta vez pasaré.

El agente se removió en su asiento.

– No -murmuró-. No lo creo.

Clayton observó al agente Martin levantarse despacio de su silla. Por primera vez, advirtió un brillo amenazador en los ojos del hombre, que se achicaron y se clavaron en él con la mirada intensa que un tirador experto posa en su objetivo milisegundos antes de apretar el gatillo. Al hablar, su voz sonó fría y rígida como un estilete, y cada palabra fue como una puñalada.

– Quédese con el maletín. Examine su contenido. Encontrará el número de un hotel local donde podrá localizarme después. Espero su llamada esta tarde.

– ¿Y si me niego? -preguntó Clayton-. ¿Y si no llamo?

El agente, sin despegar la vista de él, respiró hondo antes de contestar.

– Jeffrey Clayton, profesor de Psicología Anormal en la Uni versidad de Massachusetts. Nombrado para el puesto poco después del cambio de siglo. Se le concedió la cátedra tres años después por mayoría. Soltero. Sin hijos. Un par de novias ocasionales entre las que le gustaría decidirse para sentar la cabeza, pero no lo hace, ¿verdad? Quizás hablemos de eso en otro momento. ¿Qué más? Ah, sí. Le gusta la bicicleta de montaña y jugar partidos rápidos de baloncesto en el gimnasio, además de correr entre diez y doce kilómetros diarios. Su producción de escritos académicos es más bien modesta. Ha publicado varios estudios interesantes sobre conductas homicidas, que no han despertado un interés generalizado, pero que sí han llamado la atención de las autoridades policiales de todo el país, que tienden a respetar su erudición mucho más que sus colegas del mundo universitario. Daba conferencias de vez en cuando en la Di visión de Estudios Conductuales del FBI en Quantico, antes de que la cerraran. Malditos recortes de presupuesto. Ha sido profesor invitado en la Escuela John Jay de Justicia Criminal en Nueva York…

El agente hizo una pausa para recuperar el aliento.

– Veo que tiene usted mi currículo -lo interrumpió Clayton.

– Grabado en la memoria -contestó el agente con aspereza.

– Puede haberlo conseguido en el Departamento de Relaciones Públicas de la universidad.

El agente Martin asintió con la cabeza.

– Tiene una hermana que vive en Tavernier, Florida, y que nunca ha estado casada, ¿me equivoco? En eso se parece a usted. ¿No es una coincidencia intrigante? Ella cuida de su anciana madre. De su inválida madre. Y trabaja para una revista de allí. Inventa juegos de ingenio. Qué trabajo tan interesante. ¿Tiene ella el mismo problema con la bebida que usted? ¿O consume algún otro tipo de sustancia?

Clayton enderezó la espalda en su asiento.

– Yo no tengo un problema con la bebida. Ni tampoco mi hermana.

– ¿No? Mejor. Me alegro de oírlo. Me pregunto cómo se habrá colado ese pequeño detalle en mi investigación…

– Eso no puedo saberlo. -No, supongo que no.

El policía se rio otra vez.

– Lo sé todo sobre usted -dijo-. Y sé mucho sobre su familia. Es usted un hombre que ha conseguido algunos logros. Un hombre con una reputación interesante en el campo de los asesinatos.

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que su colaboración en varios casos ha sido fructífera, pero usted no muestra el menor interés en hacer un seguimiento de dichos éxitos. Ha trabajado con las figuras más eminentes de su especialidad, pero parece satisfecho con su propio anonimato.

– Eso -repuso Clayton con brusquedad- es asunto mío.

– Tal vez. Tal vez no. ¿Sabe que a sus espaldas los alumnos le llaman «el Profesor de la Muerte»?

– Sí, lo había oído.

– Pues bien, Profesor de la Muerte, ¿por qué se empeña en continuar trabajando aquí, en una universidad estatal grande, con fondos insuficientes y en muchos aspectos destartalada, relativamente en secreto?

– Eso también es asunto mío. Me gusta este sitio.

– Pero ahora también es asunto mío, profesor.

Clayton no respondió. Sus dedos se deslizaron sobre el acero de la pistola que descansaba en la mesa, ante él.

El agente habló con voz áspera, casi ronca.

– Va usted a recoger el maletín, profesor. Va a examinar su contenido. Luego me llamará y me ayudará a resolver mi problema.

– ¿Está seguro? -dijo Clayton, en un tono más desafiante del que pretendía.

– Sí -respondió el agente Martin-. Sí, estoy convencido. Y no sólo porque sé todas esas cosas sobre su currículum vítae, esas chorradas sobre las biografías de toda esa gente y la información de relleno de las relaciones públicas, y no sólo porque me he leído el expediente del FBI sobre usted, sino porque sé algo más, algo más importante, algo que esas agencias, universidades, periódicos, alumnos, profesores y el resto de la gente no sabe. Yo mismo me he convertido en estudiante, profesor. Estudio a un asesino. Y, de rebote, ahora le estudio a usted. Y eso me ha llevado a descubrimientos interesantes.

– ¿Qué descubrimientos, si puede saberse? -preguntó Clayton, esforzándose por disimular el temblor en su voz.

El agente Martin sonrió.

– Verá, profesor, sé quién es usted en realidad. Clayton no dijo nada, pero notó que un frío glacial le recorría todo el cuerpo.

– Hopewell, Nueva Jersey -susurró el agente-. Allí pasó usted sus primeros nueve años de vida… hasta una noche de octubre de hace un cuarto de siglo. Entonces se marchó para no volver. Fue entonces cuando empezó todo, ¿estoy en lo cierto, profesor?