– ¿Qué pasa?
– No hay huellas identificables, ni fibras capilares. Si el tipo hubiera cogido el maldito trasto con las manos sudadas, quizás habríamos podido obtener una muestra de ADN. No ha habido suerte. El maldito trasto estaba limpio.
– El tipo no es idiota.
– Sí, lo sé. Ya nos lo ha dejado claro, ¿recuerda?
Jeffrey lo recordaba.
– ¿Qué más?
Martin continuó estudiando el informe. -Bueno -dijo, al cabo de un momento-. Aquí hay algo. Quizá su viejo no sea el asesino perfecto, después de todo.
– ¿Por qué lo dice?
– Dejó intacto el número de serie del ordenador. Los del laboratorio han hecho algunas pesquisas.
– ¿Y?
– Pues que el número corresponde a una remesa de ordenadores enviada por el fabricante a varias tiendas del sureste. Ya es algo. Por lo visto, a su viejo no le convencían demasiado las condiciones de la garantía, pues nunca mandó por correo el papel firmado.
– Sabía que no se lo quedaría durante tanto tiempo.
El agente Martin sacudió la cabeza.
– Seguramente pagó el puto trasto en efectivo.
– Supongo que sí.
Martin enrolló el informe y se golpeó la pierna con él.
– Ojalá descubriésemos una cosa, un solo detalle, que el mamón de su padre pasara por alto.
Los dos hombres se hallaban ante la puerta de su despacho, a punto de entrar. Martin desplegó de nuevo el informe y se quedó mirándolo mientras abría la cerradura de la puerta. Alzó la vista hacia Jeffrey.
– ¿Qué motivos supone que tenía el cabrón para irse a comprar el ordenador hasta el sur de Florida? Al fin y al cabo, hay muchos sitios más cercanos, y nos costaría el mismo trabajo seguirle la pista hasta allí. ¿Cree que a lo mejor estuvo allí de vacaciones? ¿Por negocios, tal vez? Esto nos dice algo, ¿no?
– ¿Dónde? -preguntó Jeffrey de pronto.
– El sur de Florida. Allí es adónde enviaron los ordenadores con esos números de serie. Al menos, según la empresa fabricante. Debe de haber unas cien tiendas en esa zona a las que pudieran enviar ese ordenador, casi todas al sur de Miami. Homestead. Los Cayos Altos. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?
Significaba algo. Sólo había una razón por la que su padre podía haber comprado el ordenador en ese lugar y después optado por no hacer algo tan obvio como borrar el número de serie grabado en la parte posterior del aparato, bien a la vista. Quería dejarle a su hijo un medio de averiguar lo que había hecho. Significaba que, después de todos esos años, los había encontrado. El padre de quien habían huido, a quien creían muerto, había hecho acudir a su hijo hasta su propia puerta y había descubierto dónde se ocultaban su ex esposa y su hija.
Jeffrey, presa de una desesperación repentina y profunda, se preguntó si les quedaba algún secreto.
Apartó a Martin de un empujón para pasar, haciendo caso omiso del súbito torrente de preguntas del inspector, y se dirigió al teléfono para llamar a su madre y prevenirla. No sabía, claro está, que ella estaba mirando cómo un carpintero de la localidad cortaba madera diligentemente para reparar el marco de la puerta y el cerrojo, ansiosa por comunicarle a él exactamente la misma advertencia que él estaba a punto de hacerle.
15 Lo robado
En su cubículo de la oficina, Susan Clayton se preguntaba cuánto tardaría él en resolver su último acertijo. Había pensado que enviar el mensaje cifrado le daría algo de tiempo para descansar y decidir qué debían hacer a continuación ella y su madre. Pero se había equivocado; estar esperando una respuesta sólo la ponía aún más nerviosa. La empujaba a hacer cálculos inciertos: había enviado el último apéndice a su columna periódica por correo electrónico la noche anterior; la revista llegaría a los quioscos al final de esa semana, y más o menos al mismo tiempo se pondría a disposición de los suscriptores que la leían por ordenador. Las preguntas que ella había formulado como enigmas no eran tan difíciles; a él le llevaría un día, quizá dos, descifrarlas y aclararlas. Luego elaboraría una respuesta.
Pero el modo en que le haría llegar dicha respuesta era un enigma indescifrable para ella.
Estaba acurrucada en un rincón de su espacio de trabajo, alerta al sonido de cualquiera que se acercara. Les había indicado a los guardias de seguridad del edificio y a los recepcionistas de la oficina que grabaran con las cámaras de vídeo a todo aquel que preguntara por ella y que confiscaran cualquier documento de identificación que presentaran, ya fuera falso o no. Cuando le preguntaron por qué, ella respondió que tenía problemas con un ex novio. Era una mentira inofensiva que parecía prevenir casi cualquier posible mal.
Intentó persuadirse de que el miedo era como una prisión y que, cuanto más temiese a aquel hombre, más ventajas tendría éste sobre ella.
El problema era: ¿qué quería él?
No en un sentido general, sino específico.
Susan creía que, si supiese la respuesta, podría hacer algo, o al menos tomar alguna medida útil. Sin embargo, sin una noción firme de las reglas del juego, no tenía la menor idea de cómo jugar, y menos aún de cómo ganar. Con una sequedad en los labios que habría debido atribuir al miedo, se dio cuenta de que tampoco sabía qué era lo que estaba en juego.
Pensó en su álter ego. Mata Hari sabía lo que arriesgaba al jugar a ser espía.
Si perdía ese juego el único resultado posible era la muerte.
Había jugado y había perdido. Susan aspiró hondo y despacio, y en ese momento deseó haber elegido otro seudónimo. «Penélope», pensó. Mantuvo a raya a los pretendientes con su estratagema de tejer y destejer, hasta el día que Ulises volvió a casa. Éste habría sido un álter ego con connotaciones menos peligrosas para ella.
Se acercaba la hora del almuerzo, y se volvió hacia la ventana. Vio las calles del centro de Miami inundarse de oficinistas. Le recordó un documental que había visto sobre un río africano durante la temporada seca; el nivel del agua había descendido lo suficiente para que los animales sedientos se acercasen peligrosamente a los cocodrilos que acechaban en el lecho lodoso. El documental mostraba el equilibrio entre la necesidad y la muerte, un mundo de riesgo. A Susan la había fascinado el vínculo entre los depredadores y las presas.
Ahora, mientras miraba desde su ventana, se le ocurrió que el mundo estaba más próximo a este terror natural que nunca; los trabajadores de las oficinas salían de las mismas en grupos y se dirigían a los restaurantes del centro, exponiéndose a los peligros que pudiera encerrar la calle de día. Estaban a salvo en casi todo momento. Salían a la calle soleada, disfrutaban de la brisa, pasaban de los mendigos sin techo sentados con la espalda contra las frías paredes de hormigón, como cuervos sobre un cable. «No se les pasa por la cabeza que puedan estar en presencia de una rabia demencial y homicida que bulle por dentro -pensó ella-. A la hora del almuerzo el mundo pertenece al sol, a las autoridades, a las personas adaptadas al sistema. "¿Sales a comer?" "Claro." No tiene mayor secreto.»
Por supuesto, de vez en cuando alguien salía a comer y acababa muerto. Como los animales obligados por las circunstancias a beber a unos pocos metros de las fauces de los cocodrilos.
«Selección natural -se dijo-. La naturaleza nos hace más fuertes eliminando a los débiles y los tontos de la manada. Como animales.»
Se estaba formando un corro en el centro de su oficina. Oyó las voces que se alzaban para discutir. ¿A un chino o a un bufé de ensaladas? ¿Por cuál de ellos estaríais dispuestos a jugaros el pellejo? Por un momento ella acarició la idea de unirse a ellos, pero se lo pensó dos veces.
Se agachó para comprobar si la pistola automática que llevaba en el bolso estaban cargada. Había una bala en la recámara, y el percutor estaba echado hacia atrás. Sin embargo, el seguro estaba puesto, pero bastaban un leve movimiento del pulgar y una ligera presión en el gatillo para que el arma disparase. El día anterior, con un destornillador y unas pequeñas pinzas de joyero, había afinado la fuerza de tensión de todas sus armas. Ahora sólo se requería poco más de un toque para dispararlas todas, incluido el fusil automático que colgaba al fondo de su armario. Pensó: «No queda tiempo, en este mundo, para preguntarse si está uno haciendo lo correcto. Sólo hay tiempo para apuntar y disparar.»