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El grupo del almuerzo y el vocerío que armaban se apretujaron en el interior de un ascensor. Susan aguardó un momento más y luego, colgándose el bolso del hombro, se colocó de manera que pudo deslizar la mano derecha en el interior y agarrar la culata de la pistola, se puso de pie y se marchó sola. Comprendió que de ese modo sería vulnerable a riesgos de todo tipo, pero se percató de que, en aquel mundo de peligro constante e imprevisible, ella había desarrollado una extraña inmunidad, pues en realidad sólo había una amenaza que significara algo para ella.

El calor, como el aliento insistente de un borracho, la golpeó en cuanto salió del edificio de oficinas. Se detuvo por un momento observando las ondas de aire vaporoso que desprendía la acera de hormigón. Después echó a andar, incorporándose al torrente de oficinistas, sin soltar la culata del arma. Vio que había agentes de policía en todas las esquinas, ocultos tras cascos de color negro mate y gafas de espejo. «Protegen a los productivos», pensó. Vigilaban a los empleados que seguían la rutina de su vida. Cuando pasó junto a un par de ellos, oyó crepitar en sus radiocomunicadores la voz metálica e incorpórea de una operadora de la policía que informaba a los agentes de las operaciones que se estaban llevando a cabo en diferentes partes de la ciudad.

Ella se paró, alzó la mirada hacia uno de los edificios y vio el sol reflejarse en su fachada de cristal como una explosión. «Vivimos en una zona de guerra -se dijo ella-. O en un territorio ocupado.» A lo lejos se oía el ulular de una sirena de policía que se alejaba rápidamente, perdiendo intensidad.

A seis calles del edificio había un pequeño establecimiento que vendía sándwiches. Se encaminó hacia allí, aunque no estaba segura de si de verdad tenía hambre o simplemente necesitaba estar sola en medio de las multitudes en movimiento. Decidió que probablemente esto último. No obstante, Susan Clayton era de la clase de persona que necesitaba una justificación artificial para sus actos, aunque fuera con el fin de enmascarar algún deseo más profundo. Se decía a sí misma que tenía hambre y necesitaba ir a buscar algo para comer, cuando en realidad lo que quería era salir del espacio reducido y opresivo de su cubículo, por muy grande que fuera el riesgo que entrañaba. Era consciente de este fallo en su interior, pero tenía poco interés en esforzarse por cambiar.

Al caminar se fijó en los balbuceos de los pordioseros, alineados contra las paredes de los edificios, resguardados del sol de mediodía en la exigua sombra. Había cierta constancia en su mendicidad: «¿Lleva algo de suelto?» «¿Veinticinco centavos?» «¿Puede echarme una mano?»

Como prácticamente todo el mundo, hacía caso omiso de ellos.

En otros tiempos había albergues, programas de asistencia, iniciativas de la comunidad para ayudar a los indigentes, pero esos ideales se habían desvanecido con los años. La policía, a su vez, había dejado de «limpiar» las calles: los resultados no compensaban los esfuerzos. No había donde encerrar a los detenidos. Además, era peligroso, a su manera: había demasiadas enfermedades, infecciosas y contagiosas. Enfermedades causadas por la suciedad, la sangre, la desesperación. Como consecuencia, casi todas las ciudades tenían en su seno otras ciudades, sitios en la sombra donde los sin techo buscaban cobijo. En Nueva York, eran los túneles de metro abandonados, al igual que en Boston. Los Ángeles y Miami tenían la ventaja del clima; en Miami se habían apoderado del mundo bajo las autopistas y lo habían llenado de refugios temporales de cartón y chapas de hierro oxidadas y rincones sórdidos; en Los Ángeles, los acueductos ahora eran como campamentos de okupas. Algunas de esas ciudades en la sombra existían ya desde hacía décadas y casi merecían la denominación de barrio, así como figurar en algún mapa, al menos tanto como las zonas residenciales amuralladas de las afueras.

Cuando Susan caminaba a paso ligero por la acera, un hombre descalzo que llevaba de forma incongruente un grueso abrigo de invierno marrón, al parecer ajeno al calor sofocante de Miami, le salió al paso para exigirle dinero. Susan se apartó de un salto y se volvió hacia él para plantarle cara.

El tenía la mano extendida, con la palma hacia arriba. Le temblaba.

– Por favor -dijo-, ¿tiene algo de suelto que pueda darme?

Ella se quedó mirándolo. Vio las llagas supurantes que tenía en los pies bajo una capa de mugre.

– Un paso más y le vuelo la cabeza, maldito cabrón -le espetó.

– No iba a hacerle nada -le aseguró él-. Necesito dinero para… -titubeó por unos instantes- comer.

– Para beber, más bien. O chutarse. Que le den -dijo. No le dio la espalda al hombre, que parecía reticente a abandonar la sombra del edificio, como si dar un paso hacia el sol de justicia que bañaba la mayor parte de la acera fuera precipitarse desde un acantilado.

– Necesito ayuda -alegó el hombre.

– Todos la necesitamos -repuso Susan e hizo un gesto con el brazo izquierdo hacia la pared-. Vuelve a sentarte -dijo, manteniendo el arma firmemente asida con la mano derecha. Se dio cuenta de que el río de oficinistas se desviaba para esquivarla, como si fuera una roca en medio de una corriente de agua.

El sin techo se llevó la mano a la nariz oscurecida por la suciedad y manchada de rojo por el cáncer de piel. Su mano continuaba presa del temblequeo de alcohólico y le brillaba la frente, recubierta en un sudor rancio que le pegaba al cráneo mechones de cabello gris.

– No tenía mala intención, yo -dijo-. ¿Acaso no somos todos hijos de Dios bajo su inmenso techo? Si me ayudas ahora, ¿acaso no vendrá Dios a ayudarte en un momento de necesidad? -Señaló al cielo.

Susan no le quitaba ojo.

– Puede que sí -contestó- y puede que no.

El hombre pasó por alto su sarcasmo y siguió insistiendo, con una cadencia rítmica en la voz, como si los pensamientos que se arremolinaban tras su locura fueran agradables.

– ¿Acaso no nos espera Cristo a todos más allá de esas nubes? ¿No nos dejará beber de su cáliz y nos dará a conocer el auténtico júbilo, haciendo desaparecer todas nuestras penas mundanas en un instante?

Susan permaneció callada.

– ¿Es que no están por llegar sus milagros más grandes? ¿No volverá Él a esta tierra algún día para llevarse a todos y cada uno de sus hijos con sus grandes manos a las puertas del paraíso?

El hombre le sonrió a Susan, mostrándole sus dientes picados. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si acunase en ellos a un niño, meciéndolo adelante y atrás.

– Ese día llegará. Para mí. Para ti. Para todos sus hijos en la tierra. Sé que ésta es la verdad.

Susan advirtió que el hombre había vuelto la mirada hacia arriba, como si estuviera dirigiendo sus palabras al cielo de un azul excepcional sobre su cabeza. Su voz había perdido la aspereza de la enfermedad y la desesperación, que habían cedido el paso a la jovial euforia de la fe. «Bueno -pensó ella-, si uno tiene que vivir engañado, las fantasías de este hombre al menos son benignas.» Con cautela, metió la mano izquierda en el bolso y rebuscó hasta dar con un par de monedas sueltas que llevaba en el fondo. Las sacó y se las tiró al hombre. Cayeron y tintinearon sobre la acera, y él arrancó rápidamente la vista del cielo y la bajó para buscarlas en el suelo.

– Gracias, gracias -dijo el hombre-. Que Dios te bendiga.