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Susan se quedó mirándolo, pensando que, en medio de todo el hormigón y el acero que componían el centro, era una antigualla; algo incongruente, fuera de lugar y curiosamente hermoso, porque denotaba cierta independencia respecto a la edad en un mundo consagrado a lo inmediato y al instante presente. Cayó en la cuenta de que apenas veía ya cosas tan antiguas, como si hubiese un prejuicio tácito contra las cosas construidas para durar un siglo o más.

Susan dio un paso hacia delante, preguntándose quiénes serían los ocupantes de un edificio semejante, y vio una pequeña placa de latón en uno de los pilares que sostenían el porche. Al acercarse, leyó: EL ÚLTIMO LUGAR. RECEPCIONISTA EN EL INTERIOR.

Vaciló, luego abrió la puerta doble despacio. Dentro reinaba un ambiente fresco y sombreado. Un par de ventiladores de madera colgaban de un techo alto, girando perezosamente pero sin parar. Unas prominentes molduras de madera marrón enmarcaban las paredes blancas, y el suelo estaba cubierto por un entarimado pulido del color de las hojas de arce en noviembre. A su derecha, una escalinata amplia y suntuosa subía hasta un descansillo, y a su izquierda, había un escritorio de caoba con una antigua lámpara de banquero en una esquina y una pantalla de ordenador solitaria en la otra. Una mujer de mediana edad y cabello crespo y entreverado de gris que le brotaba del cráneo como pensamientos extraños y repentinos alzó la vista hacia ella cuando entró.

– Hola, querida -la saludó.

Su voz sonó como con eco. A Susan le pareció similar al sonido de alguien que hablara en una biblioteca de investigación. Volvió a mirar en torno a sí, buscando a algún guardia de seguridad. Tampoco vio cámaras espía instaladas en los rincones, ni dispositivos de vigilancia electrónica, detectores de movimiento, sistema de alarma o armas automáticas. En cambio, imperaba un silencio sombrío pero no absoluto, pues se percibían las notas distantes de una sinfonía, procedentes de algún lugar situado en el interior del edificio.

– Hola -respondió.

La mujer le hizo señas de que se acercara. Susan caminó sobre una alfombra oriental azul y roja.

– ¿Es usted quien requiere nuestros servicios o tiene a otra persona en mente?

– ¿Disculpe…?

– ¿Es usted quien se muere o alguien próximo a usted?

Susan se quedó perpleja.

– No, yo no -barbotó.

La mujer sonrió.

– Ah -dijo-. Me alegro. Se la ve muy joven, y cuando ha entrado, la he mirado y he pensado que sería demasiado injusto que alguien tan joven como usted tuviera que estar aquí, porque sospecho que aún le queda mucho por vivir. Eso no significa que no haya aquí bastante gente joven. Sí que la hay. Y, por mucho que nos esforcemos en facilitarles las cosas, es difícil evitar la sensación de que los han estafado. Creo que es más fácil para todos los implicados aceptarlo cuando quien fallece es una persona mayor. ¿Qué es lo que dice la Biblia? ¿Que la plenitud de la edad es a los setenta años?

– ¿Esto es una residencia para enfermos terminales? -preguntó Susan.

La mujer asintió con la cabeza.

– ¿Qué creía usted que era, querida?

Susan se encogió de hombros.

– No sé… Me parecía algo tan distinto, desde fuera… Antiguo. Algo procedente del pasado y no del futuro.

– Morirse tiene que ver con el pasado -señaló la mujer-, con recordar dónde has estado. Apreciar los momentos que han quedado atrás. -Suspiró-. Cada vez resulta más difícil, ¿sabe?

– ¿El qué?

– Morir en paz, satisfecho, con dignidad, amor y respeto. Hoy en día da la impresión de que la gente muere por razones equivocadas. -La mujer sacudió la cabeza y suspiró de nuevo-. La muerte parece apresurada y dura actualmente -añadió-. En absoluto apacible. Salvo para quienes están aquí. Nosotros nos encargamos de que su muerte sea… bueno, apacible.

Susan, casi sin darse cuenta, se mostró de acuerdo.

– Eso que dice tiene sentido.

La mujer volvió a sonreír.

– ¿Le gustaría echar un vistazo? Ahora sólo tenemos un par de clientes. Hay algunas camas desocupadas. Y seguramente habrá una más esta noche. -La mujer ladeó la cabeza en dirección al lugar de donde provenían los lejanos compases musicales-. La Sinfonía Pastoral -comentó-. Pero los conciertos de Brandeburgo funcionan igual de bien. Y la semana pasada había una mujer que escuchaba a Crosby, Stills and Nash una y otra vez. ¿Los recuerda usted? Son de antes de que usted naciera. Unos viejos roqueros, de los setenta y los ochenta sobre todo. Escuchaba principalmente Suite Jiidy Blue Eyes y Southern Cross. La hacían sonreír.

– No quisiera molestar a nadie -objetó Susan.

– ¿Le gustaría quedarse a ver películas? Esta tarde proyectaremos algunas comedias de los hermanos Marx.

Susan negó con la cabeza.

La mujer no parecía tener mucha prisa.

– Como desee -dijo-. ¿Está segura de que no hay nadie que…?

– Mi madre se muere -soltó Susan.

La recepcionista asintió despacio. Se produjo un breve silencio.

– Tiene cáncer -añadió Susan.

Otro silencio.

– Inoperable. La quimioterapia no dio mucho resultado. Experimentó una mejoría temporal, pero la enfermedad se ha reagravado y la está matando.

La mujer permaneció callada.

Susan notó que se le humedecían los ojos. Era como si una zarpa grande y cruel le estuviese retorciendo y arrancando las entrañas.

– No quiero que muera -jadeó-. Siempre ha estado ahí y no tengo a nadie más. Excepto a mi hermano, pero vive lejos. Sólo estoy yo…

– ¿Y?

– Me quedaré sola. Siempre hemos estado juntas, y ahora no podremos…

Susan estaba de pie en una posición incómoda frente al escritorio. La mujer le indicó una silla con un gesto, y Susan, tras una breve vacilación, se dejó caer en ella, aspiró una sola vez y dio rienda suelta al llanto. Sollozó incansablemente durante varios minutos, mientras la mujer de cabello electrizado esperaba con una caja de pañuelos de papel en la mano.

– Tómese todo el tiempo que necesite -le dijo la mujer.

– Lo siento -gimió Susan.

– No tiene por qué -replicó la mujer.

– Yo no hago estas cosas -aseguró Susan-. Yo no lloro. Nunca había llorado. Lo siento.

– ¿Así que es una mujer dura? ¿Y cree que eso es importante?

– No, es sólo que, no sé…

– Ya nadie exterioriza sus sentimientos. ¿No ha pensado alguna vez, cuando va conduciendo de vuelta a casa, que nos estamos volviendo inmunes al dolor y la angustia, que la sociedad sólo valora el éxito? El éxito, ser una persona dura.

Susan movió afirmativamente la cabeza. La mujer sonrió una vez más. Susan reparó en la forma irónica en que se le torcían las comisuras de los labios, como si percibiese la tristeza que encierra el humor y las lágrimas que hay detrás de cada carcajada.

– La dureza está sobrevalorada. Ser frío no es lo mismo que ser fuerte -aseveró la mujer.

– ¿En qué etapa viene la gente…? -Susan señaló las escaleras.