– Cerca del final. A veces hasta tres o cuatro meses antes del fallecimiento, pero por lo general entre dos y cuatro semanas antes. Pasan aquí sólo el tiempo necesario para alcanzar la paz interior. Recomendamos que los temas exteriores los solucionen antes.
– ¿Exteriores?
– Testamentos y abogados. Fincas y herencias. Una vez aquí, a la gente, más que sus bienes materiales, sus acciones o su dinero, le interesa su legado espiritual. Me ha salido un discurso más religioso del que pretendía. Pero así es como funcionan las cosas, al parecer. Su madre… ¿Cuánto tiempo le queda?
– Seis meses. No, eso es demasiado poco. Un año, tal vez. Quizás un poco más. No le gusta que yo hable con los médicos, dice que la afecta mucho. Y cuando, a pesar de todo, hablo con ellos, me cuesta arrancarles una respuesta directa.
– ¿No será porque ni siquiera ellos están seguros?
– Supongo.
– A veces parece que confiamos en que la muerte será precisa, dada su inevitabilidad. Pero no lo es. -Sonrió-. Puede ser imprevisible y caprichosa. Y puede ser cruel. Pero no controla nuestra vida, sólo nuestra muerte, y por eso estamos aquí.
– Ella se niega a hablar de lo que le pasa -continuó Susan-, excepto para quejarse del dolor. Creo que quiere estar sola, excluirme, porque cree que de ese modo me protege.
– Vaya. Eso no me parece muy sensato. La mejor manera de afrontar la muerte es con el consuelo que aportan amigos y familiares. Le recomendaría encarecidamente que tomara usted cartas de forma más activa y le dijera a su madre que su deceso es un momento que debe compartir con usted. Y, por lo que me cuenta, parece que todavía les queda tiempo para ello.
– ¿Qué debo hacer?
– Poner en orden su relación con su madre, y ayudarla a hacerse cargo de la tarea de morir. Luego, cuando el momento se acerque, tráigala aquí para que ambas asuman los sentimientos que comporta la muerte, se digan lo que tengan que decirse y recuerden lo que tengan que recordar.
Susan asintió. La mujer abrió un cajón de tono oscuro y extrajo una tarjeta y un folleto de papel satinado que semejaba una revista.
– Esto aclarará algunas de sus dudas -aseguró-. ¿Hay algún sitio adónde su madre quiera ir, algún lugar que desee visitar, algo específico e importante que quiera hacer? Le aconsejo que lo hagan a la máxima brevedad, antes de que ella se ponga más débil y enferma. En ocasiones, un viaje, una experiencia, un logro ayudan a hacer más llevadero el fallecimiento.
– Lo tendré en cuenta -dijo Susan. Respiró hondo-. Un viaje, una experiencia, un logro. Mientras todavía le queden fuerzas.
– Suena como un mantra del Lejano Oriente, ¿verdad? -La mujer rio brevemente.
– Pero tiene sentido. Algo…
– Algo en lo que concentrarse, aparte del dolor y el miedo a lo desconocido.
– Un viaje, una experiencia, un logro. -Susan se acarició la barbilla con el índice-. Se lo diré.
– Bien. Y entonces estaré encantada de volver a hablar con usted. Cuando se acerque el momento. Usted sabrá cuándo -agregó la mujer-. Las personas sensibles, como creo que es usted, siempre saben cuándo.
– Gracias -dijo Susan, poniéndose de pie-. Me alegro de haber entrado. -Titubeó de nuevo-. Me he fijado en que la puerta ni siquiera tiene cerradura…
La mujer sacudió la cabeza.
– Aquí no nos asusta la muerte -dijo tajantemente.
Cuando Susan salió de debajo del alero del porche, el sol que se reflejó en el borde de la azotea de un rascacielos cercano la deslumbró por un momento. Se colocó la mano en la frente, como un marinero que escudriña el horizonte, y vio al marginado con el que había hablado antes tambaleándose inquieto en la acera delante de la clínica, aparentemente esperándola. Cuando la vio, el hombre abrió mucho los brazos, como si estuviese clavado en una cruz, y desplegó una amplia sonrisa.
– ¡Hola, hola! ¡Aquí estás! ¡Saludos! -gritó, como una representación extrañamente jovial de Jesús disfrutando con su crucifixión.
Ella se detuvo, sin responder. Notaba el peso de la pistola dentro de su bolso.
– ¡Algún día todos subiremos la escalera al cielo! -le gritó él.
– Stairway to Heaven. Led Zeppelin. El álbum sin título. Mil novecientos setenta y uno -murmuró Susan para sí. Bajó los escalones de la clínica despacio y avanzando hacia el hombre de la acera.
»¿No crees -le contestó en voz un poco más alta- que deberías tratar de tener fantasías un poco más originales al menos? Las tuyas son demasiado manidas.
El sin techo tenía la cabeza echada hacia atrás. Su abrigo marrón llegaba casi hasta el suelo. Ella advirtió que sus pantalones raídos estaban sujetos a la cintura con un trozo de tela mugriento, hecho jirones y multicolor.
– Jesús nos salvará a todos…
– Si tiene tiempo. Y ganas. Cosa que a veces dudo…
– Nos tenderá la mano a todos y cada uno…
– Si no le importa ensuciársela.
– … Y hará llegar su palabra a nuestros oídos ansiosos.
– Suponiendo que estemos dispuestos a escuchar. Yo tampoco contaría con ello.
De pronto, el hombre dejó caer los brazos a sus costados. Inclinó la cabeza hacia delante, y Susan percibió un brillo en sus ojos que interpretó como señal de una locura corriente e inocua.
– Su palabra es la verdad. Él me lo ha dicho.
– Me alegro por ti -comentó Susan, e hizo ademán de apartar al hombre de su camino para echar a andar por la calle.
– ¡Pero si él está aquí! -exclamó el marginado.
– Claro -dijo Susan, escupiendo la palabra por encima del hombro-. Claro que lo está. Jesús ha decidido que el lugar ideal para iniciar el segundo advenimiento es Miami. Yo lo elegiría también.
– ¡Pero está aquí de verdad, y me ha insistido en que te transmita un mensaje sólo a ti!
Susan, que se había alejado unos pasos del hombre, se paró en seco y se volvió.
– ¿A mí?
– ¡Sí, sí, sí! ¡Es lo que intentaba decirte! -El hombre sonreía, dejando al descubierto sus dientes ennegrecidos y cariados-. ¡Jesús me ha pedido que te diga que nunca estarás sola y que él siempre estará aquí para salvarte! ¡Dice que has vagado durante años en unas tinieblas terribles porque no lo conocías, pero que eso cambiará pronto! ¡Aleluya!
Susan notó una oscuridad súbita y gélida en su interior.
«¿Fuiste tú quien me salvó?»
«¿Si ven tufo sume tequila?»
«¿Qué es lo que quieres?»
«¿Quisque queso leeré?»
Dos preguntas en clave, respondidas por un indigente que parecía estar siguiéndola. Sacudió la cabeza.
– ¿Jesús te ha dicho eso? ¿Cuándo?
– Hace sólo unos minutos. Apareció en un fuerte destello de luz blanca. Me deslumbró, Señor, me deslumbró el esplendor de su presencia, y me sobrecogió también, y yo aparté la vista, pero él me tendió la mano y supe lo que era la paz; justo en ese momento, me invadió una paz inmensa y absoluta, y él me encomendó una tarea que me aseguró que era crucial, que facilitaría su segundo advenimiento a este mundo. Dijo que ayudaría a allanar el terreno. A despejar el camino, dijo. Me trajo a este sitio, y luego me pidió que fuera su voz. Y además me dio dinero. ¡Veinte pavos!
– ¿Qué te ha dicho?
– Me ha dicho que buscara a su hija especial y respondiera a sus dos preguntas.
Susan notó un temblor en la voz. Tenía ganas de gritar, pero las palabras le salieron más bien en algo parecido a un susurro, sin aliento, evaporándose, secándose por el calor del día.
– ¿Ha añadido algo? ¿Ha dicho algo más?
– ¡Sí, lo ha hecho! -El marginado se rodeó el torso con los brazos, presa de la dicha y el éxtasis-. ¡Me ha convertido nada menos que en su mensajero en esta tierra! ¡Oh, qué gran alegría! -El indigente arrastró los pies adelante y atrás, casi como si bailara.
Susan pugnó por mantener la calma.