– ¿Y cuál es el mensaje, el que tienes que transmitirme?
– Ah, Susan -dijo el hombre, pronunciando esta vez su nombre de manera inequívoca-. ¡A veces sus mensajes son misteriosos y extraños!
– Pero ¿qué ha dicho?
El indigente se tranquilizó y agachó la cabeza, como si se concentrase.
– No lo he entendido, pero él me ha hecho repetirlo una y otra vez hasta que me lo he aprendido bien.
– ¿Qué? -Le costaba evitar que el pánico se reflejara en su voz.
– Me ha pedido que te dijera: «Quiero lo que se me robó.» -El sin techo hizo una pausa, moviendo los labios como si hablara para sí-. Sí -dijo, sonriendo de nuevo-. Lo he dicho bien. Estoy seguro. No quisiera equivocarme, porque entonces tal vez no volvería a elegirme.
– ¿Eso es todo? -preguntó ella, con voz temblorosa.
– ¿Qué otra cosa necesitamos? -repuso el indigente con una estridente risotada de satisfacción y alegría. Se volvió de espaldas a ella y se alejó por la calle, entre saltitos y traspiés, como un niño, hacia las aguas azul satinado de la bahía. Alzó la voz en un himno de su propia invención, alabando el segundo advenimiento de un hombre que él creía bajado del cielo, pero que Susan sospechaba procedente de algún lugar mucho más inhóspito.
Tenía ganas de sentarse y reflexionar con detenimiento, analizar lo que había oído, pero en cambio huyó rápidamente de allí. Mientras caminaba a toda prisa se volvió hacia atrás para intentar atisbar al hombre que la había rondado, pero no vio más que la calle repentinamente desierta. A lo lejos había coches, policías, personas. Aspiró hondo una bocanada de aire sobrecalentado y arrancó a correr para refugiarse en el falso consuelo y la seguridad de la masa anónima.
16 El hombre que encubrió la mentira
Cuando oyó la voz de su hijo por teléfono, a Diana Clayton la invadieron oleadas paralelas de alegría y miedo. La primera era fruto del afecto normal de una madre por su hijo que está demasiado lejos. El segundo era un sentimiento más complicado, con tintes de una angustia que ella creía enterrada hacía mucho tiempo y que ahora eclosionaba en su interior como brotes. La raíz de este miedo era la conciencia de que nada de lo que ellos habían llegado a considerar parte de su vida estaba del todo bien y había muchas cosas que cambiar.
– ¿Mamá? -dijo Jeffrey.
– Jeffrey -respondió ella-, gracias a Dios. He estado intentando localizarte desesperadamente.
– ¿De verdad?
– Sí. Te he dejado un montón de mensajes en la oficina, y en el contestador de tu casa. ¿No los has recibido?
– No, ni uno solo.
Jeffrey tomó nota mentalmente de este hecho, que le pareció curioso, y luego cayó en la cuenta de que sólo era una muestra de lo eficientes que eran las fuerzas de seguridad del estado número cincuenta y uno. Enchufó rápidamente el teléfono al conector del ordenador, y unos segundos después, el rostro de su madre apareció en la pantalla ante él. Le dio la impresión de que estaba demacrada, inquieta. Ella debió de notar su reacción, porque dijo:
– He perdido peso. Es inevitable. Estoy bien.
Él sacudió la cabeza.
– Lo siento. Tienes buen aspecto.
Los dos dejaron pasar esa mentira piadosa.
– ¿Te duele mucho? ¿Qué dicen los médicos?
– Oh, que les den por saco a los médicos. No tienen idea de nada -contestó Diana-. ¿Y qué mas da un poco de dolor? No es peor que cuando me rompí la pierna ese verano cuando tenías catorce años. Me caí del maldito tejado, ¿te acuerdas?
Se acordaba. Había aparecido una gotera, y ella había trepado con un cubo de brea para intentar taparla, había resbalado y se había caído. Él la había llevado en coche a la sala de urgencias del hospital pese a que faltaban dos años para que pudiera sacarse el carnet de conducir.
– Claro que me acuerdo. ¿Y te acuerdas de la cara que puso el médico, después de enyesarte la pierna, cuando te preguntó cómo ibas a volver a casa, y yo tenía las llaves del coche?
Madre e hijo se rieron ante el recuerdo compartido.
– Se habría imaginado que nos estrellaríamos antes de llegar a la siguiente manzana y nos tendrían que llevar de nuevo a urgencias.
Diana Clayton sonrió, asintiendo con la cabeza.
– Siempre fuiste un buen conductor -dijo.
Jeffrey negó con la cabeza.
– Lento y prudente. Don Soso. No soy tan bueno como Susan. A ella se le dan muy bien las máquinas.
– Pero conduce demasiado deprisa.
– Es su estilo.
Diana asintió de nuevo.
– Es verdad. Casi todo el tiempo tiene que contenerse, para ser paciente y reflexiva y cuidadosa y precisa. Debe de resultarle terriblemente aburrido a veces. Por eso busca emociones fuertes en la vida. Es algo distinto.
Jeffrey no respondió. Se limitó a fijar la vista en la imagen del rostro de su madre que tenía delante. Pensó que había sido un error no prestarle más atención. Se impuso un silencio momentáneo entre los dos.
– Creo que tengo un problema -dijo él al cabo-. Tenemos un problema.
Diana frunció el entrecejo. Respiró hondo y pronunció la frase que había esperado no tener que decir nunca:
– Él no ha muerto. Y nos ha encontrado.
Jeffrey hizo un movimiento afirmativo.
– ¿Ha…? -empezó a preguntar.
– Ha estado aquí -lo cortó su madre-. Dentro de casa, mientras yo dormía. Ha estado siguiendo a Susan y enviándole juegos de palabras y acertijos. Ella le ha respondido de la misma manera. No sé exactamente qué quiere, pero ha estado jugando con nosotras… -Titubeó antes de añadir-: Tengo miedo. Tu hermana es más fuerte que yo, pero tal vez también tenga un poco de miedo. Aún no lo sabe. Es decir, al principio yo esperaba que no se tratase de él. No podía creerlo, después de todos estos años. Pero ahora estoy segura de que es… -Se interrumpió y miró la imagen de su hijo, ante sí-. ¿Cómo lo sabías? -preguntó de repente, con voz aguda y entrecortada-. Creía que sólo yo lo sabía. O sea, ¿cómo ha…? ¿Se ha comunicado contigo también?
Jeffrey asintió despacio.
– Sí.
– Pero ¿cómo?
– Cometió una serie de crímenes, y me han contratado para ayudar a investigarlos. Yo tampoco creía que se tratara de él. Me pasó lo mismo que a ti. Fue como si me hubiesen dejado vivir engañado durante todos estos años.
– ¿Qué clase de crímenes?
– La clase de crímenes de la que tú nunca hablabas.
Diana cerró los ojos por un momento, como intentando ahuyentar la visión que evocaba la conversación.
– Y ahora, se supone que debo encontrarlo para que la policía de aquí lo detenga -prosiguió su hijo-. Pero, en vez de eso, parece ser que él me ha encontrado a mí.
– Te ha encontrado. Oh, Dios mío. ¿Estás en un lugar seguro? ¿Estás en casa?
– No, no estoy en casa. He venido al Oeste.
– ¿Adónde?
– Al estado cincuenta y uno. Estoy en Nueva Washington. Aquí es donde él ha estado cometiendo esos crímenes.
– Pero yo creía…
– Sí, lo sé. Se supone que aquí no pasan esas cosas. Al menos eso pensaba yo cuando me trajeron. Ahora no estoy tan seguro.
– Jeffrey, ¿qué me estás diciendo? -preguntó Diana Clayton.
Su hijo vaciló antes de contestar.
– Creo -dijo despacio, midiendo cada una de sus palabras, pues su creencia no emanaba de su cabeza, sino del corazón- que él me ha atraído hasta aquí. Que todo lo que ha hecho tenía el propósito de hacerme venir a su territorio. Que él sabía que podía fabricar muertes que impulsaran a las autoridades a buscarme y traerme aquí. Siento que formo parte de un juego cuyas reglas apenas empiezo a entender.
Diana aguantó la respiración un segundo, luego soltó el aire lentamente, dejándolo silbar entre sus dientes.
– Juega a ser la muerte -dijo de pronto.
Tras ella, Diana oyó el sonido de una llave que entraba en la cerradura de la puerta principal y, unos segundos más tarde, unos pasos y una voz.