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– ¡Mamá!

– Tu hermana acaba de llegar -dijo Diana-. Vuelve temprano.

Susan entró en la cocina y vio al instante la imagen de su hermano en la pantalla de vídeo. Como siempre, un batiburrillo de emociones sacudió su corazón.

– Hola, Jeffrey -saludó.

– Hola, Susan -contestó él-. ¿Estás bien?

– Creo que no -respondió ella.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Diana.

– Él está aquí. De nuevo. Se ha puesto en contacto conmigo. El hombre que ha estado enviando los anónimos…

– No es un hombre -la interrumpió bruscamente Diana. Su hija la miró con los ojos desorbitados, sorprendida-. Sé de quién se trata.

– Entonces…

– No es un hombre -repitió la madre-. Nunca ha sido un hombre. Es vuestro padre.

El silencio se apoderó de todos. Susan se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cocina, respirando con inspiraciones breves, como un bombero que se arrastra por un apartamento inundado de humo.

– ¿Lo sabías y no dijiste nada? -preguntó, y el dejo de furia asomaba a sus palabras-. ¿ Creías que podía ser él y pensabas que yo no debía saberlo?

Empezaron a brotar lágrimas en las comisuras de los ojos de Diana.

– No estaba segura. No lo sabía de cierto. No quería ser como el pastorcillo del cuento, que gritaba: «¡Que viene el lobo!» Estaba tan convencida de que había muerto… Creía que estábamos a salvo.

– Pues no murió y no lo estamos -replicó Susan con amargura-. Supongo que nunca lo hemos estado.

– La pregunta es -terció Jeffrey-: ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué nos ha encontrado ahora? ¿Qué es lo que cree que podemos darle? ¿Por qué no sigue simplemente adelante con su vida…?

– Yo sé lo que quiere -dijo Susan de súbito-. Me lo ha dicho. Bueno, no él en persona, pero me lo ha dicho. Y tampoco ha sido muy explícito, pero…

– ¿Qué?

– Quiere lo que se le robó.

– ¿Que quiere qué?

– Lo que se le robó. Ese es su último mensaje para nosotros.

De nuevo se quedaron callados, meditando sobre la frase. Fue Jeffrey quien habló primero.

– Pero ¿qué demonios? O sea, ¿qué es lo que se le robó, exactamente?

Diana empalideció e intentó disimular el temblor de su voz al responder.

– Es sencillo -dijo-. ¿Qué se le robó? Le robaron a sus hijos. ¿Quién fue el ladrón? Yo. ¿De qué lo privé? De una vida. Al menos, de la vida que se había inventado. Así que se vio obligado a inventarse otra, supongo.

– Pero ¿qué crees que significa eso? -inquirió Susan.

– En pocas palabras, quiere vengarse, me imagino -contestó Diana en voz baja.

– No digas barbaridades. ¿Vengarse de Jeffrey y de mí? ¿Qué hicimos…?

– No, eso no tiene sentido -la interrumpió su hermano-, salvo por lo que respecta a mamá. Seguramente ella está en grave peligro. De hecho, creo que todos lo estamos, probablemente de formas distintas y por razones diferentes.

– «Quiero lo que se me robó» -murmuró Susan-. Jeffrey, tienes razón. Su relación, por llamarla de alguna manera, con cada uno de nosotros es distinta. Son asuntos aparte. Para él, quiero decir. Mamá es un tema, tú otro, y yo el tercero. Tiene planes distintos para cada uno. -Hizo una pausa, alzó la mirada y vio que su hermano asentía en señal de conformidad-. Sólo hay un modo de enfocar esto -continuó-. Pongamos que los tres somos piezas de un puzle, un puzle psicológico, y cuando se nos junta, se obtiene una imagen coherente. Nuestro problema, obviamente, es averiguar cuál es esa imagen de antemano, y cómo encajan las piezas entre sí… -Aspiró profundamente-… Antes de que se nos adelante y las haga encajar él.

Jeffrey se frotó la frente con una mano, sonriendo.

– Susan, recuérdame que nunca juegue a las cartas contigo. O al ajedrez. O incluso a las damas. Creo que tienes toda la razón.

Diana se había enjugado las lágrimas de los ojos. Habló otra vez con suavidad, repitiéndose.

– Juega a ser la muerte. Ese es su juego. Y ahora, nosotros somos las piezas.

La verdad de esta afirmación era evidente para los tres.

Jeffrey alzó la voz, y le pareció que sonaba como cuando planteaba una pregunta a sus alumnos en clase.

– Supongo que no tendría sentido intentar escondernos de nuevo -dijo despacio-. Tal vez podríamos vencerlo en su juego separándonos, partiendo en tres direcciones distintas…

– Ni de coña -soltó Susan con brusquedad.

– Susan tiene razón -agregó Diana, volviéndose hacia la pantalla-. No -dijo-, dudo que sirviera de algo, aunque pudiéramos. Esta vez debemos hacer otra cosa. Seguramente lo que yo debería haber hecho hace veinticinco años.

– ¿Qué es? -preguntó Susan.

– Jugar mejor que él -respondió su madre.

Una sonrisa de hierro se dibujó en el rostro de Susan; no una expresión de diversión o placer, sino de cruel determinación.

– A mí me parece razonable. De acuerdo. Si no vamos a ocultarnos, entonces, ¿dónde nos enfrentaremos a él? ¿Aquí? ¿O habremos de volver a Nueva Jersey?

Una vez más, los tres guardaron silencio.

– Jeffrey, tú eres el experto en esa clase de preguntas -señaló su hermana.

Jeffrey titubeo.

– Enfrentarse al propio padre no es lo mismo que enfrentarse a un asesino, aunque sean la misma persona. Debemos decidir cuál es nuestro propósito. Enfrentarnos a nuestro padre o enfrentarnos a un asesino.

Las dos mujeres no contestaron. Él aguardó un momento y luego añadió con un arranque de certeza:

– La guarida de Grendel.

Diana parecía confundida.

– No acabo de entender-Pero el rostro de Susan se torció en una media sonrisa irónica. Dio unas palmadas en un aplauso modesto, sólo burlón en parte.

– Lo que quiere decir, madre, es que, si quieres destruir el monstruo, debes esperar a que venga hacia ti y luego apresarlo, y, pase lo que pase, no soltarlo, aun cuando él te arrastre hacia su propio mundo, porque es allí donde tu lucha empezará y terminará.

Todos se quedaron callados durante unos segundos, hasta que Susan levantó ligeramente la mano, como una colegiala no del todo segura de su respuesta pero que no quiere dejar escapar la oportunidad de participar en clase.

– Sólo tengo una pregunta más -dijo, con algo menos de confianza en la voz-. Así que los tres lo rastreamos y damos con él antes de que él dé con nosotros. Le ganamos por la mano, digamos. Luego le plantamos cara. Como asesino o como padre. ¿Cuál es nuestro objetivo exacto? Es decir, ¿qué hacemos cuando se produzca ese reencuentro?

Ninguno de ellos tenía aún la respuesta a esta pregunta.

Susan y Diana convinieron en tomar el siguiente vuelo al Oeste, que salía de Miami a la mañana siguiente. En el ínterin, Jeffrey pidió a su madre que le enviara copias digitalizadas de la carta que le había remitido el abogado y de la nota necrológica de su marido aparecida en el boletín de la academia St. Thomas More. Él sólo les dijo que se encargaría de que alguien fuera a recogerlas al aeropuerto de Nueva Washington y de conseguirles alojamiento. De inmediato delegó esas tareas en el agente Martin.

– De acuerdo -dijo el inspector-. Cuando termine de hacerle de secretario, ¿qué va a hacer usted?

– Estaré fuera un día, tal vez dos. Asegúrese de que mi madre y mi hermana están a salvo, y su llegada no debe airearse bajo ningún concepto. Volarán con nombres falsos, y usted deberá colarlas por sus sofisticados puestos de Inmigración sin que una pantalla de ordenador o burócrata detecte nada. Eso incluye la expedición de sus pasaportes temporales. No deben introducirse datos en los ordenadores. Ni uno solo. Todo el puto sistema es vulnerable, y no quiero que nuestro objetivo se entere de la llegada de una madre y una hija. Reconocería las edades, el origen y demás, y nos tomaría la delantera antes de que tuviéramos oportunidad siquiera de planear nuestro ataque.