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– Claro que lo es.

– Así que no creo que pueda ayudarle. -Le devolvió la identificación.

– Como quiera -dijo Jeffrey-, pero, por otro lado, yo habría pensado que a lo mejor a un abogado le gustaría tomar esa decisión por sí mismo. Claro que, si usted cree que él preferiría ver su nombre en una citación, o en los titulares de un periódico local, sin previo aviso, bueno, allá usted.

De una forma curiosa, Jeffrey lo estaba pasando bien. Ir de farol no era su estilo, ni algo que hiciera a menudo.

La secretaria clavó en él la mirada, como intentando detectar el engaño en alguna curva de su sonrisa o arruga de su barbilla.

– Sígame -dijo-. Veré si puede dedicarle dos minutos. -Giró sobre sus talones y añadió-: Eso serían ciento veinte segundos. Ni uno más.

Lo guió a una antesala. Estaba repleta de muebles Victorianos caros e incómodos. La alfombra era oriental, grande y tejida a mano. En un rincón había un viejo reloj de pie que más o menos marcaba la hora con un sonoro tictac. La secretaria le señaló un sofá de respaldo rígido y se retiró tras un escritorio, distanciándose a toda prisa de Jeffrey. Cogió un teléfono y habló rápidamente por el auricular, ocultándole al profesor sus palabras, luego colgó y se quedó callada. Al cabo de un momento, una puerta grande de madera se abrió y apareció el abogado. De una delgadez cadavérica, tenía una mata de pelo entrecano recogida en una cola de caballo que se precipitaba por la espalda de su entallada camisa azul. Sus tirantes de cuero sujetaban unos pantalones grises de raya fina cosidos a mano. Llevaba unos zapatos italianos tan lustrosos que resplandecían. Su mano grande, huesuda y fuerte estrechó enérgicamente la del profesor.

– ¿Y qué clase de problemas podría usted causarme, señor Clayton? -preguntó el abogado con los labios fruncidos.

– Todo depende, claro -respondió Jeffrey.

– ¿De qué?

– De lo que haya hecho usted.

El abogado sonrió.

– Entonces es evidente que no tengo por qué preocuparme. Pregúnteme lo que quiera, señor Clayton.

Jeffrey le tendió al hombre la carta que le había enviado a Diana.

– ¿Le resulta familiar?

El abogado leyó la carta despacio.

– Apenas. Es muy vieja. Recuerdo vagamente el caso… un terrible accidente de tráfico, tal como informé. Cuerpos calcinados hasta el punto de quedar irreconocibles. Unas muertes trágicas.

– Él no murió.

El abogado vaciló por un momento.

– Eso no es lo que consta aquí.

– No murió, y menos aún en un accidente de tráfico suicida.

El abogado se encogió de hombros.

– Ojalá me acordara de ello. Es de lo más curioso. ¿Usted cree que ese hombre sobrevivió de algún modo, pese a que yo asistí a su entierro? Al menos debí de asistir, porque eso fue lo que escribí. ¿Cree que acostumbro a ir a entierros falsos?

– Ese hombre, como usted lo llama, era mi padre.

El abogado enarcó una ceja fina y gris.

– ¿De veras? Aun así, que un padre muera joven, pese a lo que crea la mayoría de los hijos, no es un crimen.

– Tiene razón. Pero lo que él ha estado haciendo sí que lo es.

– ¿A qué se refiere exactamente?

– A homicidios.

El abogado guardó silencio por unos instantes.

– Un muerto implicado en asesinatos. Qué interesante. -Sacudió la cabeza-. Me parece que no tengo información adicional para usted, señor Clayton. Cualquier conversación o correspondencia que haya mantenido con su padre es confidencial. Tal vez esa confidencialidad no tenga razón de ser si él murió. Eso sería discutible. Pero si, como usted afirma de pronto, él sigue vivo, entonces, por supuesto, la confidencialidad continúa vigente, incluso después de todos estos años. Sea como fuere, todo esto es historia antigua. Extremadamente antigua. Ni siquiera creo que conserve el expediente todavía. Mi bufete ha crecido y cambiado considerablemente desde la época en que le escribí eso a su madre. Así que creo que se equivoca usted y, aunque no fuera así, no podría ayudarle. Que usted lo pase bien, señor Clayton, y buena suerte. Joyce, acompaña al caballero a la puerta.

La secretaria remilgada cumplió la orden con singular entusiasmo.

El terreno de la academia St. Thomas More estaba rodeado por una valla de hierro forjado de casi cinco metros de altura que habría tenido una función puramente decorativa de no ser por el letrero que advertía que estaba electrificada. Jeffrey supuso que la valla se prolongaba también unos dos metros bajo tierra. Un guardia lo recibió en la puerta y lo escoltó al interior de la academia. Caminaron por un sendero bordeado de árboles que discurría entre imperturbables edificios de ladrillo rojo. En primavera, pensó Jeffrey, la hiedra debía de recubrir de verde los costados de los dormitorios y las aulas; pero ahora que el invierno se avecinaba, las enredaderas marrones habían quedado reducidas a unos tallos y zarcillos adheridos a las paredes de ladrillo como tentáculos fantasmagóricos. Desde los escalones del edificio de la administración se dominaba una amplia extensión de campos de deportes color verde claro con zonas de tierra marrón allí donde el césped se había levantado por el uso. El guardia llevaba un blazer azul y una corbata roja, y Jeffrey se fijó en el bulto de un arma automática bajo la chaqueta. Era un hombre hosco y callado, y cuando una campana de iglesia repicó para marcar el fin de la hora de clase, hizo pasar a Jeffrey por unas puertas anchas de cristal. Al otro lado, torrentes de alumnos empezaron a salir de las aulas, y los pasillos desiertos se congestionaron de pronto con la aglomeración de estudiantes.

La ayudante del director era una mujer mayor, con el pelo azul cardado en forma de casco y unas gafas de concha apoyadas en la punta de la nariz. Su actitud amigable pero eficiente hizo pensar a Jeffrey que, en un mundo sacudido por los cambios, las viejas instituciones educativas eran lo que más tardaba en cambiar. No estaba seguro de si eso era bueno o malo.

– Profesor Jeffrey Mitchell, cielo santo, creo que hacía años que no oía ese nombre. Décadas. ¿Y dice que era su padre? Cielo santo, ni siquiera recuerdo que estuviera casado.

– Lo estuvo. Estoy buscando a alguien que lo conociera y que tal vez recuerde su muerte. Yo apenas lo conocí. Mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven.

– Ah -dijo la mujer-. Un caso demasiado frecuente. Y ahora usted…

– Sólo intento llenar algunas lagunas de mi vida -dijo Jeffrey-. Siento haberme presentado sin avisar…

La mujer adoptó más o menos la misma expresión con que debía de mirar a algún alumno que hubiera suspendido un examen a causa de la gripe; comprensiva, pero no del todo cordial.

– Yo tampoco lo tengo muy fresco en la memoria -aseguró-. Recuerdo a un joven prometedor. A un joven apuesto muy prometedor, con un intelecto envidiable. Su campo era la historia, me parece.

– Sí, eso creo.

– Por desgracia, quedamos muy pocos que podamos recordar algo. Y su padre sólo estuvo aquí unos años, si no me equivoco. Sólo lo traté durante unas semanas, antes de que renunciara a su puesto, y no demasiado a fondo. Su marcha coincidió con mi llegada. Además, yo estaba aquí, en administración, y él era profesor. Y, veinticinco años es mucho tiempo, incluso en una institución como ésta…

– Pero… -Jeffrey había percibido cierta vacilación en su voz.

– Tal vez debería hablar con el viejo señor Maynard. Ya está casi retirado, pero todavía da una clase de Historia de Estados Unidos. Si la memoria no me falla, era jefe del departamento cuando su padre estaba aquí. De hecho, fue jefe del departamento durante más de treinta años. Quizás él tenga información sobre su padre.

El profesor de Historia estaba sentado a un escritorio, mirando por una ventana del primer piso uno de los campos de juego, cuando Jeffrey llamó a la puerta y entró en la pequeña aula. Maynard era un anciano de cabello cano muy corto, barba entreverada de canas y nariz de boxeador, rota en más de una ocasión, aplastada y deforme. Tenía aspecto de gnomo y, cuando Jeffrey entró, giró en su asiento casi como un niño jugando en una silla para adultos. Al percatarse de que su visitante no era un alumno, esbozó una sonrisa, ruborizado, con una mirada tímida que contrastaba con su apariencia de bulldog.